Por Yaisha Vargas-Pérez, maestra certificada en mindfulness, para el blog A Mystic Writer
La respuesta parecería lógica: las cajas, el revolú, todo fuera de sitio, la rutina alterada…
Pero hay una razón más profunda.
Me he mudado más veces de las que recuerdo. Posiblemente, más de 20 ocasiones entre Puerto Rico, Estados Unidos, España e India.
Muchas de esas mudanzas han sido agobiantes. Otras han sido más llevaderas porque sé que voy a un lugar mejor.
Sin embargo, la mudanza más reciente —aunque causada por una situación de mucho estrés— ha resultado la más liviana, llevadera y hasta gratificante. Esta mañana me preguntaba por qué. ¿Qué había sido diferente?
La respuesta me dio alegría.
Con cada mudanza, y especialmente con mi mudanza anterior, me había desapegado de un montón de cosas que formaban parte de quien yo había sido en el pasado y ya no soy.
Al principio de mi viaje de 90 días hace 12 años, una amiga me recomendó que viajara como Holly Golightly, el personaje de Breakfast at Tiffany’s (Desayuno con diamantes en España; Diamantes para el desayuno en América Latina). Yo juraba que así era, pero cada mudanza que me tocó después me revelaba el agobio de demasiadas cajas, abundantes recuerdos y la incapacidad de soltar mucho de ello.
Hasta que me tocó mudarme de una casa de tres cuartos que tenía para mí sola a un espacio del tamaño de una caja de fósforos agrandada.
Dejé ir más de tres cuartas partes de mis libros porque los podía conseguir en versión electrónica. Dejé ir muebles, cortinas, cojines, zapatos, ropa…
Pero no podía dejar ir los recuerdos.
Tenía una cinta grabada en mi mente que repetía: Los recuerdos no se botan. Los recuerdos no se pueden sustituir. Hay que cargar con los recuerdos.
Y así iba yo, de vecindario en vecindario, de un estado al otro, de un país al otro, cargando mis recuerdos.
Han sido varios procesos espirituales, sobre todo los retiros de vipassana (mindfulness) en silencio, los que me han revelado la impermanencia de la identidad. No somos como éramos hace 10 años, ni 20. Tal vez ni siquiera como éramos antes de la pandemia.
Los recuerdos refuerzan la idea de por qué soy como soy. Y al revisarlos una y otra vez, refuerzan lo vivido, que en algunos casos es importante, pero en otros, solo traen a nuestra mente el dolor que vivimos antes y seguimos cargando, y en otras, nos muestran las alegrías que tuvimos y ya se fueron porque ahora estamos sufriendo.
Gran parte de la intención de mi viaje de 90 días era poder soltar el dolor pasado; sin embargo, me llevé mucho de ello en mis cajas de recuerdos.
Y esos recuerdos daban vueltas en mi mente, en mis meditaciones, en mis retiros, en mi vida diaria. Ahí estaba mi identidad sufrida para recordarme quién había sido yo, por qué había sufrido, lo cual justificaba por qué estaba sufriendo en el presente.
Hasta que, gracias a la pandemia, asistí a muchos retiros en silencio, entre ellos, dos retiros de vipassana de dos semanas cada uno en los que aprendí sobre la enseñanza del surgimiento condicionado y el surgimiento condicionado liberador. Se trata de dos listas que dejó el Buda, según los discursos en pali del budismo temprano en la tradición theravada. La lista del surgimiento condicionado tiene los pasos que explican cómo se forma dukkha, que por lo regular se traduce como sufrimiento, pero que significa todas aquellas condiciones de la realidad que no parecen encajar bien, como una rueda que no encaja bien en el eje de una carreta y provoca un viaje incómodo y accidentado. La otra lista, el surgimiento condicionado liberador, explica los pasos para liberarnos del sufrimiento.
Uno de los pasos de la segunda lista llamó mi atención profundamente: el paso del desencantamiento. La maestra del retiro explicó que, cuando mirábamos profundamente, lo que habíamos esperado que satisfaciera nuestros deseos y necesidades no lo había hecho, porque esta realidad no es perfecta, es impermanente, no es sólida, es inconsistente. Nos dio permiso para desilusionarnos y sentir profundamente esa desilusión. No significaba que fuéramos a convertirnos en nihilistas, viendo la realidad como algo inútil y sin sentido. ¡No! Era el permiso para desilusionarnos de la realidad para desencantarnos de ella y ver qué pasaba en nuestra mente.
El resultado en mi práctica de meditación fue trascendental.
Durante meses pasó ante mi mente como una película todas las formas en las que había construido mi vida. Vi todo lo que no había funcionado, e incluso cosas que sí parecían haber funcionado, pero también ahí estaban las características de impermanencia, una realidad que no era sólida, sino inconsistente, y en la cual las cosas nunca encajan perfectamente. Siempre había lucha y conflicto.
De momento, no encontré que nada en este mundo material pudiera darme una felicidad profunda.
Permití que el desencantamiento de lo que es esta realidad pasajera me limpiara por dentro. Muchos de los conceptos sobre los cuales había construido mi pasado, así como mis identidades anteriores (mis trabajos, estudios, logros, fracasos) comenzaron a desmoronarse. En parte fue aterrador: había construido mi vida sobre un montón de ilusiones. Pero luego, fue liberador: llegó el día en que me vi a mí misma y a mi mente libre de todas esas identidades. No puedo describir lo poderosa que fue aquella experiencia. Era la fuerza de la vida misma en mí y en todo a mi alrededor. Yo no era un “yo” sino algo que observaba la vida en su transcurso.
Después de eso, hice algo sin precedentes. Comencé a triturar mis recuerdos.
¿¡Qué!?
Sí. Abrí aquellas cajas en las que estaba guardada, encerrada y asfixiada la niña y adolescente perfecta que todo el mundo admiraba por sus calificaciones sobresalientes. La había cargado en cada mudanza. Pero la realidad es que había sido una identidad que yo no había querido. Había sido impuesta por mucha gente. Nadie me permitió el proceso de investigar quién yo era o quién había venido a ser, sino que todas las instituciones y adultos en mi vida me impusieron quién debía ser. Sus opiniones y expectativas. Y eso supuso un gran y pesado sufrimiento que cargué hasta mis 44 años.
Sin preguntarle a nadie, comencé a triturar todos esos certificados de notas perfectas, los warning cards, las tarjetas de notas, las medallas… y con ello, también trituraba las múltiples trasnochadas de llantos interminables durante los años de mi adolescencia en los cuales apenas tuve alegrías para cumplir todas esas expectativas de perfección imposible de los adultos a mi alrededor. Nadie me habló de cuidar de mí. Todo el mundo me ponía su bagaje encima.
Cada vez que trituraba alguno de esos casi 50 documentos, también dejaba ir mi dolor y una adolescencia invertida bajo la luz de un escritorio para salir al otro lado sin saber qué quería hacer verdaderamente con mi vida.
Todavía, más de 25 años después, ha habido gente que me ha sacado en cara las notas perfectas que tenía en la escuela superior. Creo que no entienden eso de las identidades anquilosadas, y que una ya no es quien era.
También trituré fotos (¡algo que antes era imperdonable!) de momentos en los que fingía ser feliz pero en verdad estaba sufriendo. Dejé ir imágenes y recuerdos de amistades que ya no lo son.
Llevé todo ese papel triturado al centro de reciclaje, y cuando la señora que lo administra se lo llevó todo, yo sentí que solté una opresiva carga. Salí de allí siendo una mujer libre.
Cuando le conté mi gesta a mi terapista y a mi mentora de mindfulness, se alegraron y me felicitaron. La liberación fue maravillosa. Ya yo no era esa persona. Podía dejar salir a quien quería ser verdaderamente sin esa gran atadura de las expectativas ni los recuerdos de momentos, lugares, cosas y personas que ya no forman parte de mi vida.
Cuando me mudé en esta ocasión, apenas tenía cajas de recuerdos. Me quedé con aquellas cosas que me dieron mis maestros, compañer@s de clase y familiares que representaban un gesto de amor o amistad. Esos son los recuerdos que vale la alegría guardar. Tal vez por eso la mudanza me dio más alegrías que agobios.
Y ya he identificado en esta mudanza qué otras cosas puedo dejar ir. A veces, si me da sentimiento dejar ir algo que ya no necesito, puedo darme un tiempo en lo que estoy lista, o se lo regalo a alguien que verdaderamente lo necesite. En otras, reconozco mis apegos con amor, y me recuerdo a mí misma lo libre que se siente dejar ir cosas con las cuales ya no me identifico.
¡Ser libre es más importante que guardar cosas!
Creo que cuando cargamos con cosas que llevan consigo la identidad que ya no somos podemos hasta enfermarnos un poco. Liberarnos de ellas y dejarlas ir hacia alguien que las necesite es sanar profundamente, es reconocer que somos seres cambiantes e impermanentes. Es caminar hacia la libertad.
Para mucha gente adulta, las mudanzas son causa de mucho estrés y agobio. Sin embargo, si nos fijamos en l@s niñ@s, algun@s de ell@s hasta se divierten jugando entre las cajas y explorando un espacio nuevo. ¿Será porque no tienen mucho bagaje ni muchos recuerdos?
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