Por Yaisha Vargas-Pérez, profesora de mindfulness y capellana ecológica en formación, para el blog A Mystic Writer
Cuando muera, quiero ser árbol. Quiero que entierren mi cuerpo directamente en el vientre de la Tierra —ya sea todo mi cuerpo o mis cenizas— con una semilla de ceiba, guayacán o ausubo y resucitar en las venas de su tronco, sus ramas, sus flores; ser el hogar de pájaros, refugio de seres que estén sufriendo y necesiten morar en mí o quieran abrazar un tronco compasivo que alivie su sufrimiento. Si acaso es importante que me identifiquen, que me pongan un letrero que diga: “En una vida anterior fue humana, se llamó Yaisha Vargas Pérez, pero ahora ha resucitado como árbol. Está felizmente mezclada con otros elementos”.
Embalsamar los cuerpos de manera que se conserven a lo largo del tiempo y colocarlos en tumbas que desafíen la erosión de los elementos es algo que han hecho muchas culturas, motivadas por creencias religiosas y espirituales sobre la vida después de la muerte.
Sin embargo, en nuestra cultura también existe una profunda aversión al envejecimiento, la muerte y la desintegración, cuando son procesos naturales y necesarios para que la vida en el planeta continúe y se recicle. Enterramos a nuestros seres queridos en una caja en la cual la humedad jamás podrá entrar, para luego “enterrar” el cuerpo en un espacio de cemento revestido de mármol, de manera que se “conserve”. Creo que, en este proceso, hay un poco de negación a tocar la naturaleza como es. Y nosotros somos naturaleza.
Se parece un poco al concepto de que “debemos envejecer bien”: o sea, parecer más jóvenes de lo que somos mientras envejecemos. Nos creamos mucho sufrimiento al no saber cómo aceptar lo inevitable: que envejeceremos y moriremos. Existen maneras mucho más compasivas y mentalmente más sanas de sobrellevar nuestra experiencia humana. Podemos aceptar nuestro envejecimiento con agradecimiento e incluso alegría.
Vemos la muerte como un fracaso final, en vez de como una continuación. En el mindfulness, contemplar el proceso de envejecimiento y la muerte es parte del Satipatthana Sutta, el Discurso de los Cuatro Establecimientos o Fundamentos del Mindfulness, el cual se considera parte del canon budista con las instrucciones más completas del sistema de meditación creado por el Buda hace 2,600 años. Al practicar mindfulness del cuerpo, también contemplamos los procesos de envejecer y morir. Vemos a nuestro cuerpo regresar a sus elementos. Primero, el cuerpo deja de responder a cómo queremos moverlo o queremos que funcione. En ese punto, el elemento tierra está abandonando nuestro cuerpo. Luego, más cerca del momento de la muerte, expelemos fluidos. El elemento agua va abandonando el cuerpo. Después, el cuerpo se va enfriando, que es cuando el elemento fuego o calor va dejando nuestro cuerpo. Finalmente, la respiración se detiene. El elemento aire ha dejado nuestro cuerpo. Los elementos van regresando poco a poco a la Tierra, que nos los presta para formar un cuerpo y poder existir en esta burbuja que llamamos planeta-hogar.
Cuando estudiamos mindfulness del cuerpo, nos damos cuenta de que en realidad somos un conjunto de elementos vivos eternamente conectados a nuestra Madre Tierra por medio de un cordón umbilical llamado los elementos. El brócoli y el celery que comemos se convierten en nuestros huesos. Las habichuelas y los frijoles son las proteínas que crean nuestra piel, ojos, pestañas, etcétera. Tenemos casi la misma proporción de agua en nuestro cuerpo que la Tierra. Y necesitamos constantemente respirar aire para vivir. Con solo unos pocos minutos sin oxígeno, nos morimos.
En realidad, somos pequeños pedazos de tierra viva que caminamos sobre la Tierra Madre. Somos muñecos de barro a los cuales la Tierra nos ha prestado su aliento y su vida. Cuando entendí eso, ya no hubo más preguntas existenciales para mí: de la Tierra venimos, y a Ella regresamos.
Destruimos la naturaleza para hacer tumbas de mármol que luego poca gente va a visitar. La forma que hemos concebido en nuestra cultura el proceso de morir y enterrar se aleja y niega el proceso natural de regresar a nuestros elementos, los cuales continuarán en otras formas. Por eso en la tradición de Plum Village, fundada por el maestro budista vietnamita Thich Nhat Hanh, no le llaman muerte, sino continuación.
Cuando a mis hijos felinos les ha tocado hacer su transición, los he llevado personalmente al lugar de cremación. Estar presente en el momento en el que ponen su cuerpecito en la caldera, cierran la puerta y puedo presenciar cómo el cuerpo sin vida se convierte en elementos (cenizas, fuego, vapor de agua que sube a la atmósfera mezclado con el elemento viento) ha traído a mi vida el regalo de comprender la naturaleza como es. Ha sido una parte fundamental del proceso de duelo. No puedo ver a mis gatichurris en sus formas anteriores, pero sé que sus elementos han continuado en otras formas. Están vivos en alguna parte, en las partículas que veo flotar cuando el sol trasluce en el bosque, tal vez en mi próxima bocanada de aire, o en el pájaro que veo desde el balcón.
Por eso, cuando a mi cuerpo le toque regresar a sus elementos, quiero que lo entierren (o sus cenizas) en lo que sería el principio de la vida de un árbol. El proceso natural es que mi cuerpo se descomponga y continúe en otras formas. No quisiera que el cuerpo que habité se conserve para siempre, pues nunca volvería a tocar la Tierra que le prestó sus elementos. No podría regresar completamente a mi Madre.
No hay que gastar millones de dólares en mantener cementerios solitarios. La sola idea de ello no tiene sentido en el mundo en el que vivimos hoy, bajo la amenaza constante de un cambio climático que necesita de cada árbol para restablecer el equilibrio de la Tierra.
La idea de sembrarnos en bosques al morir, en vez de seguir expandiendo los cementerios de cemento, ya ha aparecido en The New York Times y Forbes. Al proceso se le conoce como un “entierro verde“. Better Place Forests dice en su página que cada año se utilizan en Estados Unidos 800,000 galones de fluidos contaminantes para embalsamar cuerpos, y en solo 10 acres de cementerio hay 1,000 toneladas de acero, 10,000 toneladas de concreto y toda la madera necesaria para construir 40 hogares.
Hay 8 mil millones de seres humanos en el planeta. Si todos lográramos conseguir un panteón de mármol, ¡nos quedaríamos sin espacio! Pero si sembráramos un árbol por cada persona que continúe hacia sus elementos, podríamos detener la crisis climática y destinar los millones de dólares que se quieren usar en la restauración de cementerios para reconstruir los hogares de los que todavía están vivos.
En Puerto Rico hay familias que, en su carácter privado, creman el cuerpo de su familiar y siembran un árbol con sus cenizas. También hay algunos proveedores de servicios funerarios que ofrecen opciones ecológicas, por ejemplo, urnas ecológicas o espacios verdes donde se pueden enterrar las urnas ecológicas que contienen las cenizas de sus familiares. Es importante comenzar a pensar en una idea de este tipo a escala mayor, y pensar también en transformar los cementerios de concreto y mármol en bosques.
¿Y qué hay de los rituales que hacemos habitualmente? Podremos seguir realizando nuestros rituales, integrando a nuestra cultura la idea de que un entierro al pie de un árbol también es cristiana sepultura. Imagine poder visitar a su ser querido en un bosque y abrazar el árbol que le acompaña en la continuación de su viaje.
La autora es profesora de mindfulness y capellana ecológica en formación.
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Photo by Luis del Río: https://www.pexels.com/photo/person-walking-between-green-forest-trees-15286/
Foto principal por Yaisha Vargas-Pérez, tomada en Ben Lomond Quaker Center en noviembre de 2022. ©Copyright. Todos los derechos de autor reservados.