Por Yaisha Vargas-Pérez, maestra certificada en mindfulness por el Greater Good Science Center adscrito a UC Berkeley; certificada profesionalmente (CMT-P) por la International Mindfulness Teachers Association (IMTA); mentora de mindfulness certificada por la plataforma de Cloud Sangha/Banyan creada por los maestros Jack Kornfield y Tara Brach; certificada en capellanía ecológica por el Sati Center for Buddhist Studies en California
Tras haber tenido un fuerte episodio de COVID-19 y secuelas que duraron muchas semanas —como no poder guiar y tener que ir en Uber a todas partes— estaba lista para un retiro de silencio que, esperaba, me permitiera descansar y recobrar energías.
Como ya no quería ponerme la mascarilla para viajar, y ya no era requerida, me la quité en el avión, en el aeropuerto, en los lugares de comida. Iba a todas partes con el rostro desnudo.
De camino a California, me creí una mujer libre, con la duda respirándome detrás del pecho: «¿Qué tal si te enfermas, das positivo a COVID, y te envían de vuelta a casa después de un viaje tan largo?». Pero yo confié en el azar de los microbios. ¡Vaya qué nivel de fe!

Tras montarme en dos aviones, pasar por tres aeropuertos, esperar en el frío y mojado otoño del norte de California para coger un Uber que me llevaría por carreteras de curvas donde todo el mundo conduce a alta velocidad —y era de noche—, llegué a un centro de retiros en una zona montañosa. Finalmente me sentaría a meditar en silencio. Había viajado entre unas 20 y 24 horas.
La misma noche que llegué al centro californiano, me empezó el dolor de garganta. «¡Ay, no!». Pero la prueba de COVID-19 dio negativa dos veces. Había agarrado un catarro bobo de temporada, de esos que pululan por los conductos de aire de los aviones… ¡Los microbios me habían hecho quedar mal!
Allí me pusieron en cuarentena, por si acaso, y me llevaron el desayuno a mi cuarto al otro día. Me hice como seis pruebas de COVID: todas negativas. Esperaba por lo menos poder quedarme allí, aunque no pudiera estar en el salón de meditación con mis compañer@s de retiro. No me vino mal estar en cuarentena y en silencio a la misma vez.

Al día siguiente, me dijeron que ya no me llevarían comida a mi cuarto y que podría bajar al comedor comunal, siempre y cuando llevara puesta mi mascarilla y accediera a ser la última persona en entrar para servirme alimentos. De esa manera, las demás personas estarían seguras y no se contagiarían con los microbios viajeros que transportaba en mí.
Me sorprendió que la petición no fuera motivo de molestia para mí. Si me hubiese ocurrido unos dos o tres retiros atrás, tal vez hubiese respondido interiormente con una actitud de fastidio y agobio.
Pero cuando me senté en la sala exterior al comedor comunal para esperar por el último lugar y miré la fila de las personas que esperaban antes de mí, surgió automáticamente un sentimiento de querer cuidar y proteger a otros, de que estuvieran seguros, incluso de mí.
¡Qué increíble!
Tantas veces que me enseñaron que lo correcto era hacer lo que fuera para quedar bien en la escuela y el trabajo, aunque estuviera enferma, sin mirar las consecuencias de que mis microbios afectarían a los demás. Se trataba de mí y de lo que podía demostrar.
Muchas veces ignoré las necesidades de los demás en cuanto a cómo mis contagios —o incluso actitudes o comportamientos— los afectaban. Eso no era importante entonces, porque se trataba de mis metas y objetivos, y no de las necesidades de otros. Jamás pensé que aquella actitud fuera egoísta. Creía que era todo lo contrario: ¡estaba siendo la mejor estudiante y empleada para los demás!
Cuando escuché por primera vez la enseñanza de cuidar de nosotr@s y de los demás, incluso cuando se trate de protegerlos de algo que cargamos; de convertirnos en una persona segura para otros, no lo entendí muy bien. ¿Acaso se refería a una forma de autorrechazo?
Pero el aprendizaje de convertirnos en una persona segura para otros viene de enseñanzas tales como la generosidad y en especial la compasión que se activa cuando nos preocupamos por el cuido y bienestar, tanto nuestro como de los demás. Ese concepto se conoce como anukampa en idioma pali. Eso fue lo que experimenté ese día: un deseo genuino de ser generosa y cuidar a otros para que estuvieran seguros de los microbios de avión que viajaron conmigo. El que pudieran disfrutar de su retiro al máximo aunque mi situación fuera distinta fue de gran regocijo para mí.
No se trataba de mí, sino del máximo bienestar que podíamos tener todos.

Mi experiencia es que cada retiro trae alguna enseñanza o despertar que transforma mi comportamiento cuando salgo del centro y regreso a mi vida cotidiana. Esa fue la enseñanza de aquel retiro: el desarrollo de un sentido de cuido y respeto y la capacidad de dar espacio para que otras personas se sintieran seguras en mi presencia.
Así me he sentido yo con maestros de meditación cuya presencia es segura, porque tienen una capacitación ética que los guía a no causar daño. Al acoger a los participantes en un ambiente seguro, las defensas se disuelven y los participantes pueden ver su vida con vulnerabilidad y claridad. Se crea un espacio para el desarrollo mental, emocional y espiritual.
Lo que aprendí no solo fue un regalo de generosidad, ética, seguridad y cuido para mí, sino también un regalo que aprendí a dar a los demás: ser una presencia segura.
Te invito a las sesiones de mentoría de los jueves a las 7:00 pm. Esta noche ofreceré la última meditación y charla sobre el tema de «Anukampa»: la capacidad de cuidar de sí mismo y otros. La semana que viene, comenzamos el tema de meditar para conectarnos con la Tierra. Para inscribirte, envía un email a yaishavargas@gmail.com.


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