Por Yaisha Vargas-Pérez. Columna publicada en el diario El Nuevo Día en julio de 2019, en medio de las protestas que exigían la renuncia del entonces gobernador Ricardo Rosselló.
¡Por supuesto que es necesario perdonar y tener compasión! Si no somos capaces de perdonar, la vida se volvería insoportable; no podríamos seguir adelante luego de una traición si no soltamos el rencor. Si no tenemos contacto con nuestra humanidad, que es compasiva en su estado más verdadero, nos convertimos en narcisistas, como Donald Trump, forzando al planeta entero a satisfacer sus exigencias.
Pero, como dice Jack Kornfield, una de las figuras pilares del mindfulness en Occidente: “La compasión no es tonta. Hay un sí en la compasión, y también hay un no, dicho con la misma valentía del corazón. No al abuso, no al racismo, no a la violencia, tanto personal como en el mundo. Este no se pronuncia, no desde el odio, sino desde un sentido de amor inquebrantable. Los budistas le llaman a esto ‘la espada feroz de la compasión’. Es el poderoso ‘no’ que se pronuncia al dejar una familia destructiva; el ‘no’ agonizante al dejar que un adicto experimente las consecuencias de sus acciones”.
Kornfield también menciona que “si la compasión no te incluye a ti mismo, está incompleta”. Cuando extendemos compasión a otro ser humano, lo primero que debemos considerar es si esa compasión realmente surgió por un profundo amor, dignidad y respeto hacia nosotr@s mism@s primero. Solo desde ahí la compasión puede ser genuina, porque si no, no es compasión, es codependencia —su enemiga más parecida y cercana—. Desgasta a quien la ofrece y es deshonesta.
Quien perdona y se reconcilia sin tener en consideración su propio proceso de duelo y su propio bienestar, sin tomar en cuenta que se han violentado límites de una manera inaceptable, se expone a que le vuelvan a hacer daño de la misma manera. Una mujer que ha salido de una relación de violencia doméstica puede perdonar a su agresor para seguir adelante hacia una vida nueva y sana. Pero si dice que lo perdonó y lo recibe en su casa de nuevo, se expone a otro golpe e incluso la muerte.
Perdonar no es condonar. Tampoco implica reconciliación; son dos procesos distintos. Podemos perdonar a un agresor y a la vez permitir que cumpla con su responsabilidad por los delitos cometidos.
Llegar al perdón implica también haber atravesado un proceso de duelo por aquello que perdimos. Experimentamos plenamente el impacto, el coraje y la tristeza que el agravio ha provocado, haciéndole espacio a nuestras emociones con mucha compasión y bondad. Es desde la compasión profunda hacia nosotr@s mism@s primero que podremos eventualmente extender un perdón verdadero. Y perdonamos cuando estamos list@s para no seguir cargando más con el agravio que recibimos antes, porque queremos pasar la página y porque merecemos paz y felicidad. Pero perdonar sin haber comprendido o procesado lo vivido es como si una mujer violada perdonara a su violador cuando todavía ella está en el hospital y no ha hecho introspección sobre lo que le ha ocurrido ni ha entrado en contacto con su propio dolor. Es un perdón desde la negación y la confusión; una forma de escape.
“Extender y recibir perdón es esencial para redimir nuestro pasado. Perdonar no significa que condonamos las acciones de otra persona. Podemos dedicarnos a garantizar que no vuelvan a ocurrir”, dice Kornfield.
Es necesario comprender que hemos vivido, como pueblo, una experiencia de abuso moral, psicológico, emocional y espiritual. Tomará tiempo en sanar. Tal vez esta sea la experiencia que definitivamente nos mueva como país a no seguir eligiendo gobernantes que nos maltraten; al igual que una mujer que ha sufrido violencia doméstica por parte de más de una pareja finalmente sale de ese ciclo tan difícil tras la relación que más fuertemente la abatió.
Kornfield dice: “El perdón ve con sabiduría. Está dispuesto a reconocer lo que es injusto, dañino y equivocado. Reconoce con valentía los sufrimientos del pasado y entiende las condiciones que los causaron. Hay una fortaleza en el perdón. Cuando perdonamos, también podemos decir: ‘nunca más permitiré que estas cosas ocurran’. Podemos decidir nunca más permitir que ese daño llegue de nuevo a nosotros o a otro. Al mismo tiempo, podemos decidir… no cargar amargura u odio en nuestro corazón”.
Recurrí a estas enseñanzas para salvar mi propio corazón, porque la rabia que sentí con los arrestos y las 889 páginas del chat fue tan profunda que me estaba haciendo daño, y el sentido de impotencia, tan devastador como cuando pasó el huracán María. Necesité validar cómo me sentía. Medité en la práctica budista de “metta” (bondad amorosa) hacia mí misma y hacia tod@s l@s demás seres. Cuando miré a la rabia de frente y a lo que había detrás de esta, vi el amor que siento por mi país; porque me importa y no se merece esto. Y ese amor era más poderoso que el odio. Decidí quedarme con ese amor y expandirlo. Decidí no odiar porque me amo a mí misma, y porque el odio solo generará más sufrimiento. Al tercer día de ponderar, mi respuesta fue sembrar árboles, sembrar amor, sembrar mindfulness, escribir mi pancarta, esta columna y decidir salir a la calle a expresar mi sentir: Creo en la compasión valiente que ve el daño causado y decide no odiar, pero que está determinada a no permitir que se repita jamás.
En Facebook,90 días: Una jornada para sanar

2 Comments