Texto por Yaisha Vargas-Pérez – especial Por Dentro / columna publicada el domingo 5 de febrero de 2017 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
Son como un traje de hule caliente que una se hala y se vuelve a pegar. Son los huéspedes de los que habla el poeta Rumi: llegan sin invitación y despojan a la casa de sus muebles. Son tiranos emocionales, y la víctima más afectada es aquella a la que queman por dentro. Son los resentimientos.

Gracias a la meditación introspectiva (Vipassana o mindfulness), aprendí a ver el proceso de surgimiento, expansión y extinción de mis emociones. Aprendí a permitir que crecieran en mí como un globo, se manifestaran en forma de temperatura, color, presión u otra sensación, hasta verlas extinguirse y experimentar serenidad.
Pero los resentimientos eran clase aparte. Dejar que se expandieran para verlos extinguirse era entrar en un nido de dragones y acabar carbonizada. Cuando aparecían, era mejor distraer la mente con otra cosa.
Un día, mientras hacía una tarea cotidiana, observé que llegó a mi mente un racimo de resentimientos viejos. Nada había provocado aquella visita, igual que antes surgían pensamientos obsesivos sobre la comida sin razón aparente. De inmediato, lo entendí. ¡Los resentimientos son adicciones! Estaba lista para verlos con claridad. Me senté a meditar y pedí en mi conciencia poder “ver” los resentimientos. Surgió en mi mente la imagen de un páramo en llamas. El terreno era rocoso, de color amarillo viejo; había maleza escasa y marchita.
Herramientas para desengancharse
Recordé que, cuando no tenía herramientas de recuperación y llegaban pensamientos obsesivos sobre la comida, recaía inevitablemente. Este fue un importante despertar, porque de inmediato me llevó a la pregunta: Si los resentimientos son adicciones, ¿podrán los Doce Pasos ayudar para desengancharse de ellos? Le propuse a mi mentora: “En vez de hacer solamente un inventario sobre los resentimientos, quiero hacer todos los pasos de nuevo, sustituyendo la palabra ‘comida’ por ‘resentimientos’”. Me respondió: “Creo que has dado en el clavo”. Y me puse a trabajar.

Admití que era impotente ante los resentimientos, y que mi vida se había vuelto ingobernable. Llegué a creer que un Poder Superior podía devolverme el sano juicio. Confié mi vida y voluntad al cuidado de ese Poder Superior, tal y como lo concibo. Respondiendo a las preguntas de los pasos, entendí cómo surgieron los resentimientos y que era posible dejarlos ir. El mismo proceso fue de gran ayuda para manejar otros estados mentales difíciles.
Pude ver por primera vez la causa de mi infelicidad: las fuerzas obsesivas en mi mente. La meditación introspectiva me guiaba a observarme de manera compasiva, así que al mismo tiempo comprendí que mi felicidad dependía de que habitaran en mi mente la sanidad y la serenidad. Podía sentir el dolor pasar y volver a la paz.
El regalo del dolor profundo
El escritor afroestadounidense James Baldwin dijo: “Me imagino que una de las razones por las cuales la gente se aferra a su odio con tanta terquedad es que sienten que, una vez el odio ya no está, se verán obligados a encargarse de su propio dolor”. De Thich Nhat Hanh asimilé cómo cuidar de mí misma cuando atravieso dolor. De Kristin Neff aprendí a poner una mano sobre mi corazón y decir: “Eso fue doloroso para mí”, y darme paz.

Los resentimientos fueron dándole paso al dolor más agudo del cual me estaban protegiendo. Hubo períodos breves de honda melancolía porque emergían las verdaderas pérdidas. Meditaba anclándome en mi cuerpo para sentir lo que aquellas experiencias venían a traerme: el descubrimiento de un lugar profundo y vulnerable en mí al que no había llegado antes. Al encontrarme a mí misma tan profundamente, ya no culpé a nadie más. El dolor de las grandes pérdidas abrió un túnel en mi corazón. Cuando me atreví a cruzarlo, descubrí que el túnel mismo me llevaba al otro lado de las experiencias y a una versión más sana y nueva de mí misma. El dolor fue un maestro de obras que expandió mi corazón para que pudiera acoger más amor y compasión.