Por Samadhi Yaisha Vargas/crónica publicada en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día” el domingo 5 de enero de 2014.

Miraba por la ventana de mi nuevo cuarto de escritura la nevada primaveral que acariciaba el paisaje. Me daba la bienvenida a un nuevo hogar un invierno que transcurría a mediados de marzo. Frente a mí, naciendo en un procesador de palabras, la primera crónica que escribía desde este lugar: “El arte de perdonar”. Gestarla ya estaba en mi calendario, no planifiqué tejerla estando allí, pero las sincronías cósmicas danzaban a mi alrededor bendiciéndome una vez más.
Semanas antes, recibía la noticia: “Ésta era la casa de Rosemary Fillmore Rhea”, me dijo mi nueva casera por teléfono. El corazón se me subió en una pirueta y me rebotó en el alma. Más tarde, me acordé de respirar. La noticia de que viviría en aquella casa superaba mis sueños más remotos; sentía que no merecía morar allí. Aquel fue el hogar que el Universo tuvo para mí tras entregar mi intensa búsqueda por perdonar y encontrar un lugar al cual pertenecer, sentirme amada y aceptada.
Rosemary era nieta de Charles y Myrtle Fillmore, fundadores del movimiento espiritual Unity, el tercer destino de mi travesía. Allí me quedé a trabajar con la idea de ahorrar dinero y proseguir, pero varios eventos –un vasto aprendizaje, un maestro cuyas enseñanzas me ayudaron dos años antes de conocerlo, y el intento fallido de un cuarto viaje– alargaron mi estadía.
Le confesé a mi maestro de meditación mi tristeza profunda por haber perdido la oportunidad de conocer a Rosemary meses antes, cuando aún vivía, y cuánto atesoraba la coincidencia de que me mudaba al hogar de alguien que había viajado el mundo en búsqueda de la fe.
Durante esa visita a mi maestro, cerca de la ventana de su oficina, había una silla nueva color vino y de espaldar alto. Yo vestía de colores vino y negro ese día. Tras observar mi tristeza, me invitó: “¿Por qué no te sientas en aquella silla?”. Tan pronto me recosté del espaldar y me mecí, le dije: “Yo siento que encajo aquí”. Aquel asiento me acogía, era como parte de mí.
Entonces, él me dijo sonriendo: “Era la silla de Rosemary. Ella era mi amiga y me la regalaron a mí. Hasta ahora, no sabía qué iba a hacer con ella, pero tal parece que te queda bien. Los colores que vistes combinan con la silla. Puedes quedártela”.
¿Qué hice para merecer tantos regalos?, me preguntaba. Si antes lloré por haber perdido tanto, más lloré por recibir tanto más de lo que podía. “Cuando salí de Puerto Rico, no tenía idea que respondía a algún tipo de llamado en algún lugar. Esto es más grande de lo que puedo comprender”, le conté compungida. Mi maestro, quien conocía mi travesía y mis luchas internas por perdonar absolutamente todo (hasta el más mínimo suspiro de dolor que otra persona me hubiese causado) parecía emocionado.
En mi tercer destino espiritual, mi búsqueda de fe se tornó en una escabrosa expedición interior: para poder sanar, me atreví a mirar de frente cada una de mis adicciones, recuerdos y traumas. Me atreví a aceptar que todos estaban ahí, a estar consciente de que yo había vivido aquellas experiencias, y aún con el dolor que pudiesen causarme, tener la valentía de atravesar mis sentimientos, o más difícil aún, dejar que esas emociones me atravesaran a mí. En el camino, conocí historias de perdón como las de Víktor Frankl y Nelson Mandela. Fueron muchas las noches de mirar el techo tras mis lecturas tratando de descifrar qué habían hecho ellos y otros como ellos con sus propias mentes para perdonar. Fueron 1,096 días –tres años y uno de ellos bisiesto– de levantarme por las mañanas con la determinación firme de que “todo esto yo lo voy a perdonar”. Muchos días hubo progresos significativos, y otros muchos sentía que daba pasos hacia atrás. Pero yo sabía, porque ya lo había vivido antes, que perdonar era la mayor resolución de vida. Me abriría las puertas a una mejor salud, vida, prosperidad y al tesoro de paz interior que buscaba con tanto ahínco.
Escribir sobre cada peldaño se volvió en un acto de salvación propia. Aprendí que perdonar no significaba negar lo ocurrido ni condonar. Incluía tomar las medidas necesarias para no permitir que lo que había perdonado me pasara de nuevo. Con mi maestro de meditación acepté mis sentimientos verdaderos y me permití sentir rabia. Con mi terapista entendí que, tras sentirla, no necesitaba quedarme enganchada de ella. De ambos escuché que, por más que quisiera, no podía tomar atajos –tenía que sentir y aceptar la amargura de mis experiencias a medida que las bendecía. Era muy fácil decir “ya perdoné, eso no me afecta, sigo pa’lante” y más tarde descubrir con tristeza que aún había coraje, y que perdonar desde la garganta sólo atrasaba el proceso de sanación de mi cuerpo y mis emociones. Hundir cualquier sentimiento, por más pequeño que fuera, tenía consecuencias para mi cuerpo y mi psiquis. Meditando supe que mis emociones no eran malas, y que tras experimentarlas, podía soltarlas. De todos los retos, perdonar ha sido el más difícil y también el más poderoso. Ha incluido hacer un inventario de mis comportamientos y participación para ser consciente de y cambiar mis conductas codependientes, pues me ponían en situaciones dolorosas.

Todos estos eventos se acurrucaban en mi corazón aquella mañana de nieve florida, a medida que escribía “El arte de perdonar”. Mientras escudriñaba herramientas de Jack Kornfield y Colin C. Tipping para mi crónica, saqué de mi cartera el pequeño panfleto de Unity sobre el perdón que me acompañó a India, España y Estados Unidos, al cual mis ojos se aferraron tantísimas veces, y el cual subrayé en rojo durante mi primera Navidad en Kansas City, una dolorosa Nochebuena en un hotel marrón:
“Es cierto que las personas se hacen cosas malas unos a otros, y es difícil comprender por qué algunas personas se comportan como lo hacen. Sin embargo, si podemos mirar más allá del acto hacia la persona, y veremos que es su miedo –su falta de conciencia– lo que los hace actuar de maneras destructivas y dolorosas. Ello no significa que debemos aceptar una mala conducta o que debamos quedarnos en relaciones abusivas. Por el contrario, hacer esto es no respetarnos a nosotros mismos, y ciertamente tampoco ayuda al abusador. Sin embargo, no es nuestra responsabilidad intentar cambiar a los demás. Es nuestra responsabilidad soltarlos a Dios. Hacemos esto a través del poder del amor. El regalo más grande que podemos darle a otros es nuestra fe de que el amor sanador de Dios está trabajando en ellos, trayendo a manifestación paz y armonía tanto en sus almas como en la nuestra. Cuando dejamos ir y permitimos que Dios actúe, liberamos a los demás y a nosotros mismos. Al perdonar, somos perdonados”.
Tuve la osadía de mirar bajo el título el nombre de la autora del folleto: Rosemary Fillmore Rhea. Entonces sí que se me olvidó respirar. Si eso no era motivo para arrodillarse de agradecimiento, no sé qué más pudo haberlo sido. Escribía mirando por la que fue su ventana, sentada en la que fue su silla, estrujando el panfletito que me acompañó en mis travesías, escrito por ella, exudado quizás gracias a sus propios procesos para perdonar.
Desde su espíritu, Rosemary me dio muchísimas herramientas. Me confirmó que tenía una nueva vida, que merecía un hogar que pudiese llamar mío, una silla acogedora para inspirarme y escribir, y la lección más importante, la cual me enseñó desde el principio de mi travesía, cuando ni siquiera la conocía: que merecía perdonar para sanarme a mí misma y ser libre.
En Facebook, “90 días: una jornada para sanar”

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