Un antídoto dulce y generoso

Por Samadhi Yaisha Vargas/crónica publicada el domingo 19 de enero de 2014 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

endulzateprwordpresscomUna pequeña fiesta de dulces típicos puertorriqueños jugaba entre mis dedos: dulces de coco, pilones, mampostial en una mano; ajonjolí, dulce de guayaba y dulce de leche en la otra. Todos enviados con amor desde mi islita para mi comunidad de meditadores, y sin embargo, ninguno era para mí. A ratos imaginaba que podría abrir todos los plastiquitos, asirlos con mis dedos y masticarlos ansiosamente todos a una vez, llenándome los cachetes de azúcar. Y a la misma vez, temblaba por las consecuencias que aquello podría traerme. Quería sacarlos de mi habitación lo antes posible. La aversión que me provocaban tenía tanta fuerza como la ansiedad por tragármelos.

Llevé los dulces a un retiro en silencio durante una despedida de año con el propósito de repartirlos durante una celebración meditativa. Festejaba el progreso de manejar mis adicciones a través de la meditación. Pero a mitad de retiro, me distrajo la tentación azucarada. En la práctica budista de meditación Vipassana (atención consciente), los retiros sirven el propósito de aislar a una de las distracciones diarias que no dejan ver lo que realmente ocurre en nuestras mentes y con nuestras emociones. Es un chequeo de cómo anda nuestro mundo interior. Durante las meditaciones prolongadas, surgen todo tipo de añoranzas, ansiedades, disgustos, humores, recuerdos… un ejército de incomodidades. Aunque, a veces también una medita en éxtasis. Con la técnica de atención consciente, miraba mis condicionamientos de frente hasta que se disolvían en mí. Algunos tardaban segundos, otros, horas, y algunos regresaban un día tras otro.

Aquel retiro me regaló la imagen de mi niña interior sentada frente a un pozo vacío, mirando hacia el fondo, esperando algo que jamás llegaría. El pozo seco simbolizaba todos los lugares, personas y circunstancias en los que mi niña buscó amor y aceptación sin encontrarlos. En vez de moverse a un pozo abundante de amor saludable, se quedó esperando frente al hueco deshabitado, una señal de pobreza emocional. Tan pronto me di cuenta de lo que ocurría en mí, invité a la niña que recordara toda la gente que nos expresaba amor todos los días, comenzando por mi papá, quien había enviado el cargamento de confites con tanta alegría para mi comunidad; los mensajes de voz y de texto que recibía a diario de amigos y gente querida. “¡Escucha, niña mía!”, le decía. Pero ella se quedaba hipnotizada, como la mujer en el muelle de San Blas de una famosa canción mexicana. Aquella imagen era desconcertante, sin embargo, me senté con ella para entenderla. Había una pared, un mecanismo de defensa entre esa niña y yo. Ella se rehusaba a dejarse querer. “¡Pero eso no tiene sentido!”, le dije, y me quedé observando hasta preguntarme: “¿Qué pasaría si ella quisiera ser amada?” La pared de concreto comenzó a quebrarse, y sobrevino el entendimiento. Repetirme a mí misma durante tanto tiempo que no me sentía querida había sido una estrategia para controlar a los demás, de manera que me demostraran cariño de la manera en que yo quería. Era utilizar mis heridas para conseguir que los demás se comportaran conmigo a mi manera. “Es una estrategia (de la mente). Has visto la estrategia”, me dijo el instructor del retiro cuando se lo comenté.

En agradecimiento a mis compañeros de retiro, comencé a sortear los dulces de manera que rindieran para todos. Imaginé el entusiasmo de mi papá cuando los empacó, y el agradecimiento que les provocaría a ellos recibir dulces típicos de mi país. De momento, me descubrí en alegría y plenitud por la sorpresa que preparaba, tan así que mi propia glotonería se disolvió. ¿Sería el regalar a otros los dulces que anhelaba con tanta fuerza la respuesta a mis antojos con riesgos desenfrenados?

Con esa pregunta en la laringe y la canasta de dulces en mis manos, bajé las escaleras para la próxima conferencia. El instructor del retiro, Robert Brumet, explicaba el concepto de dukkha o insatisfacción, una de las tres características de nuestra existencia en el mundo relativo. “Decir que la realidad condicionada no nos satisface es reconocer que no hay nada en este mundo condicionado, en el ámbito del tiempo, el espacio o las formas; nada en el mundo físco, mental o emocional que sea capaz de satisfacernos permanentemente”.

Brumet explicó que el concepto budista de dukkha tiene tres aspectos: ansias, aversión e ilusión o engaño. Cuando somos jóvenes, creemos que alcanzaremos satisfacción con algo o alguien, y nos disparamos en búsqueda del trabajo correcto, la pareja perfecta o el título adecuado. El ansia es la tendencia de la mente a poseer o engancharse de algo: “no puedo vivir sin esto”. Pero no existe lo perfecto o lo suficiente que nos pueda hacer felices por mucho tiempo. La aversión tiene la misma energía, pero en la dirección contraria: “no puedo vivir con esto”. Es empujar fuera de nosotros lo que no queremos, convencidos de que si sacamos ese objeto, persona o circunstancia de nuestra vida, entonces estaremos satisfechos. Hasta que nos damos cuenta que el problema no es externo: no es la pareja, el jefe o los hijos. El tercer aspecto, ilusión o engaño, es creer que algo es cierto cuando no lo es: creer que conseguir lo que ansiamos o rechazar lo que nos disgusta nos traerá satisfacción. La ilusión o engaño nos mantiene atrapados en un ciclo de sufrimiento o samsara.

Comencé a abandonar la idea de que la comida podía darme la satisfacción interior que anhelaba. Entendí mi ciclo de sufrimiento: el afán de comer en exceso, dejar de comer por repugnancia, y ser esclava de la creencia de que en aquel círculo hallaría la satisfacción que alguna vez sentí con la comida, algo que ya jamás ocurriría. Lo mismo viví en posiciones de trabajo y relaciones interpersonales.

¿Habría algún antídoto para la ansiedad de comer? La plenitud que sentí cuando me disponía a repartir los dulces que no me comería me dio una pista, y el instructor lo confirmó en su charla. Cada uno de los aspectos de dukkha o sufrimiento tiene un antídoto, y el que le correspondía a la codicia, era la generosidad. “Si el ansia es parte de tu personalidad, la generosidad la vira al revés”, explicó.

yalescientificorgEn la ceremonia meditativa de año nuevo, cada cual escogería una carta de un conjunto que tenía diferentes manifestaciones del Buda. Escuché las instrucciones: tomaríamos la primera carta del paquete; no podríamos escoger al azar ni con los ojos cerrados. Y de inmediato, pensé: “¡Me va a tocar una carta de generosidad!” Cuando fue mi turno, levanté la primera carta del paquete: un Buda dorado sentado entre lotos y flores del color rosa fuschia que veía en mis meditaciones. Era el Buda Ratnasambhava, y traía consigo una visualización para la generosidad; una invitación a “purificar la enfermedad de la miseria, la cual no deja que disfrutes de ti misma aunque seas rica. Es una mente en dolor, infeliz; pero al utilizar tu riqueza para crear méritos, tendrás más felicidad”.  Con ese regalo de año nuevo, la sonrisa se me estiró más allá de los cachetes. Aquello sabía mejor que todos los dulces del mundo. ¡Ahí estaba el antídoto! Desde entonces, he obsequiado, no sólo dulces, sino que aprendo a dar de mi tiempo, recursos y energía en cosas que nutran mi felicidad y la de otros. Aprendo a buscar amor en pozos llenos, y la generosidad del amor propio como antídoto a la pobreza emocional. Desde ahí es honesto regalarse a los demás, desde la riqueza espiritual.

En Facebook, “90 días: una jornada para sanar”

Imágenes: endulzatepr.wordress.com; yalescientific.org

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