Una armonía superior

Por Samadhi Yaisha/crónica publicada el 27 de mayo en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

Fue uno de esos momentos de entendimiento en el que una cierra los ojos y se le hunden la clavícula y el esternón: mi amigo era un espejo de quién había sido yo.

Colgué el teléfono tras hablar con mi amigo poeta -quien me carreteó hasta que conseguí un vehículo- y me sentí totalmente drenada. Había pasado otro largo rato inyectándole una buena dosis del optimismo que aprendía en mis clases de metafísica a su pensamiento de que la vida hiere irremediablemente. Me rodeaba un tenue halo de oscuridad que se tragaba mis energías. Ninguno de los dos teníamos parientes en la ciudad, así que procurábamos llamar para saber cómo estaba el otro, y a veces nos encontrábamos para almorzar. Pero en las últimas semanas, yo había cancelado la cita de almuerzo tres veces tras conseguir trabajo, por un catarro y por ajustarme a una nueva rutina. Sin embargo, también me protegía de “algo” en su presencia. No supe bien qué era hasta que recibí un extenso reclamo por correo electrónico.

Haber creado expectativas de reunión y conexión para luego cancelar una y otra vez había despertado en él sentimientos de abandono originados en su adolescencia, una herida abismal que acababa de descubrir. Y había decidido no callarse más. “Creo que debes ser consciente de lo que eso provoca en mí… abandono, soledad, dolor y ostracismo”.

Sentí que mi amigo buscaba hacerme responsable. Me sentí controlada y manipulada. ¿Cómo podía yo causar dolor en una herida que había surgido mucho tiempo antes de yo nacer? ¡Prácticamente nos acabábamos de conocer! ¡Eso no es posible! Mantener una relación de amistad con él sería andar sobre un campo minado. Esa noche no pude dormir pensando, que para no sentirme controlada, mi amigo tenía que irse de mi vida.

Pensé en posibles salidas durante un par de días de angustia: no llamar ni escribir a ver si se daba cuenta, llamar a una amiga en común para que hablara con él, o quejarme con ella a ver si le soltaba el comentario…  ¿Cómo era posible que él no viera lo que estaba haciendo? ¿Cómo -estando él tan sensible- le digo lo mucho que me afecta?

Y justo ahí fue que me di cuenta. La Vida me giró hacia sí para que la mirara de frente. Fue uno de esos momentos de entendimiento en el que una cierra los ojos y se le hunden la clavícula y el esternón: mi amigo era un espejo de quién había sido yo nueve meses antes… y mi mente posiblemente planificaba lo que otros hicieron para protegerse. ¡Lo difícil que era estar del otro lado!

Tuve claro que su conducta obedecía a una necesidad genuina de no ser herido nuevamente, de mantener un sentido de familia que estaba basado en amistades, y ése era quizás el único mecanismo que él conocía para hacerlo. Reconocí en él mi patrón de codependencia y autodefensa: él no entendería indirectas, o escogería descartarlas y negarlas para protegerse de cualquier atisbo de rechazo. El silencio repentino y el aislamiento provocarían mucho más dolor. Y escuchar él a través de una tercera persona cómo me sentía yo sería una estocada a su sentido de pertenencia a una relación. Todo ello haría su herida y su ego más fuertes.

Pero y entonces, ¿¡cómo se lo digo!?

Callar y pretender que no pasaba nada tampoco era una opción, pues observaba que ambos nos relacionábamos a través de la danza insalubre de enseñarnos las heridas, y eso siempre termina mal.

Así que me fui a meditar. En aquella capilla impregnada de décadas de silencio recibí el pensamiento poderoso: “Tienes opciones.Puedes escoger”. ¡Podía escoger no enfrentar la situación yo sola! Cuando llegué a mi hogar, le abrí la ventana al Sol y le dije a la Vida: “¡Aquí hay un conflicto! ¡Hazme crecer!” Recordé lo que aprendí del gurú del primer santuario: “Las discordias son armonías cuando se tocan en una nota superior. Si enfrento al conflicto, desaparece”. Estaba lista para una danza más saludable.

Días antes tomé un taller de yoga con Aadil Palkhivala, maestro de Purna Yoga y durante 30 años discípulo de B.K.S. Iyengar -el maestro que yo seguía. De él aprendí que actuar con integridad es hacer lo apropiado en el momento en que las cosas están ocurriendo, con mis pensamientos y emociones alineados. Para ello tenía que ser muy consciente de ambos. Algo se movió en mí después de ese día: ignorar las cosas, esconderlas o mentir me provocaba náuseas. Entonces llegó la respuesta para manejar el conflicto con mi amigo, acompañada de la determinación sólida de no hacerle lo mismo que yo recibí. ¿Cómo hubiese escogido recibir esa información tan difícil? Descarté el teléfono, el correo electrónico o cualquier estrategia para echarle una descarga; me sentaría frente a él, estaría presente durante su reacción, sabiendo que yo no era responsable de sus sentimientos, pero sí de los míos. Medité mucho para tener la compasión necesaria para aquella conversación y lo invité a almorzar. Irónicamente, también fue un lunes 28.

Un duelo de palabras

Durante el almuerzo, transpiraba la tensión por lo que no decíamos. Desdoblamos las servilletas de tela y agarramos los cubiertos mientras pretendíamos hablar de cosas cotidianas, escapándonos de la incomodidad. Hasta que solté el tenedor y le conté lo que había aprendido en mis clases: “En vez de poner energía en sentir rencor por el pasado, escojo girar el timón e invertirla en lo que vine a hacer en este planeta: esa misión sin terminar me va a hincar hasta que la realice. Cuando le pongo atención a la herida en vez de al perdón, bloqueo la energía vital y creativa que fluye en mí. Y crear mi vida me toca a mí”.

“Aprendí que el ego no es un elemento muy malo al que hay que matar; sus errores son el resultado de una interpretación torcida de mi divinidad, que siempre es bondad. Mi práctica es entender dónde está esa interpretación de error y disipar la nube. Me hago amiga de la parte de mí que está consciente de ello. Me doy cuenta de que, en realidad, ¡no estoy rota! Lo siento, pero ya no me puedo relacionar desde la herida existencial. Ya no es mi estado de conciencia. Sí, hubo gente en mi pasado que se equivocó, pero Dios sigue tejiendo el tiempo en su sábana cósmica, y las cosas caen en su lugar”.

Mi amigo me hizo consciente que yo había interpretado su carta desde mi historia de dolor, y me recordó que era la primera vez que él sacaba la cara por su adolescente interior, un ejercicio necesario para él. Su intención no había sido controlarme, sino hacerme consciente de su fragilidad en este momento.

Sentía su quebranto como lo fue el mío, pero no le dije lo que tenía que hacer, pues temía caer en el error de controlarlo. Le hablé de las herramientas que me habían funcionado, y le aseguré que hallaría el camino de vuelta.

Respiramos los dos y depusimos los cubiertos. Nos miramos como despertando de lo que fuimos segundos antes. Él reconoció que, aunque estábamos en el mismo lugar, vibrábamos en frecuencias diferentes. “¡Hemos crecido!”, se dio cuenta. “Gracias por ser mi espejo”, le respondí. Experimentábamos la armonía de una nota superior.

Visita en Facebook el grupo “90 días: una jornada para sanar”.

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