¿Cuál es tu herida?

Por Samadhi Yaisha/crónica publicada el 29 de abril de 2012 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

Salí de mi pequeño estudio y supe de inmediato que el invierno se había ido. Habían brotado, de la noche a la mañana en el bulevar de Warwick, millares de florecillas amarillas que parecían canturrear su agradecimiento por la primavera. Siendo tan frágiles, me parecía imposible que hubiesen esperado germinar bajo las 37 pulgadas de nieve que había traído el invierno. “A menos”, pensé, “que algún jardinero generoso hubiese regado semillas por la ciudad”.

Pocos días después, un plastón de nieve les cayó encima, porque el invierno no se despide sin una batalla final. Pero cuando el hielo sucumbió al calor del sol, los diminutos pompones rubios aún estaban allí.

Tenían una actitud de resurgimiento desde su vulnerabilidad que provocaba mi más absoluta admiración, de la misma forma que me había impresionado escuchar semanas antes la historia del siquiatra austriaco Víktor Frankl. Toda su familia murió en campos de concentración, sólo sobrevivió una hermana. Los nazis lo esclavizaron y despojaron de todo, quemando incluso un manuscrito que contenía su trabajo. “Me desnudaron. Me quitaron todo -mi anillo de matrimonio, mi reloj. Estaba ahí parado, desnudo, y de repente me di cuenta, en ese momento, que aunque pudieran llevarse todo -mi esposa, mi familia, mis posesiones- no podían quitarme mi libertad de escoger cómo yo iba a reaccionar… No pueden hacer que los odie”. Concluyó que se puede hallar sentido a la vida, incluso en los momentos de mayor sufrimiento y de muerte.

En la misma semana, escuché la historia de Paul Hasselbeck, un ministro de Unity que no creía en clichés metafísicos, y a quien encontré poco después de dejar de creer “que todo ocurre por una razón”.

Una profunda crisis cambió su vida por completo y pasó de ser dentista a reverendo, de prevenir caries dentales a combatir pensamientos negativos o “caries mentales”, de sugerir hilo dental a recomendar hilo mental, y de recetar medicación a enseñar meditación.

En su clase de metafísica aprendí que los seres humanos utilizamos o funcionamos en cuatro niveles de conciencia:

  • Víctima – cuando creo que todo me ocurre a mí; que soy una víctima del mundo que veo y experimento. Tengo poco o ningún control de lo que me está ocurriendo.
  • Vencedor – cuando creo tener algún tipo de control sobre el mundo y los eventos a mi alredor; he descubierto el poder innato de mi mente. Sin embargo, aún hay algo de la consciencia de víctima, pues para que haya un vencedor, hay una víctima o perdedor.
  • Vasija – cuando sé que hay algo más grande que yo respirando en mí, una escencia divina, Dios, espíritu, mente divina, naturaleza búdica o crística -y yo soy su recipiente.
  • Verdad – cuando finalmente entiendo de que no hay tal separación entre Dios (en cualquiera de sus denominaciones) y yo. Cuando me doy cuenta en el estado más profundo de mi ser que esa esencia de Dios ¡soy yo! Es la Vida en mí.

¿Y quién y por qué querría quedarse siendo víctima? ¿Qué beneficio, si alguno, tiene? Paul narró que un colega médico le contó la siguiente historia: el galeno caminaba por una ciudad cuando observó un hombre sin techo pidiendo dinero. El hombre tenía una úlcera considerable en una pierna, y el médico, compadeciéndose de su situación, le dio una tarjeta con su dirección y lo invitó a su consultorio para curarlo gratuitamente. Cuál fue la sorpresa del doctor cuando el hombre le respondió: “¿Y para qué quiero curarme esta herida, si así es que yo consigo lo que quiero?”

El silencio arropó a la audiencia. Algo se agitaba en mí mientras anticipaba que Paul haría una pregunta confrontativa. Sabiamente nos pidió, antes de asestar el golpe:

– Respiren dos veces… Profundamente…

Luego habló en cámara lenta:

– ¿Cuál es la herida que tú usas para conseguir lo que quieres?

Fue mucho más fuerte escucharla en voz alta que anticiparla en mi cabeza y no querer oírla. Mientras exhalaba y se me caía la quijada, cruzó por mi mente la última sesión de arquería zen que tomé en el ashram de Osho, en India. Sólo que, en esta ocasión, yo era el blanco, Paul el arquero, y su pregunta, la flecha certera que me atravesaba el pecho. No sólo había narrado mi historia herida a toda la gente que pasaba por mi camino, ¡se le había repetido al mundo a través del periódico e internet!

Paul continuó: “A veces queremos tener razón sobre la historia que contamos. Y hemos invertido tanto tiempo en ella, que no queremos dejarla ir”.

Más tarde me dijo que entendía mi renuencia al pensamiento mágico de que “todo tiene una razón de ser”; y que, luego de uno cuestionarse por qué las cosas pasan y de liberar amarguras, llegaba el momento de comprender que las dificultades sí ocurren para un propósito, que es el mismo para todos: expresar nuestra naturaleza divina. La misma que vi erguirse en unas frágiles flores silvestres; la que había visto regenerarse después de huracanes devastadores.

La última noche en que conté la historia dolorosa de “mira lo que otros me hicieron”, estaba rodeada de un grupo de mujeres que compartían sus vidas y sueños. Una de ellas, Janet Taylor, ministro budista, me confrontó con cariño: “Pero y, ¿vas a dejar que te querramos?”

Mostrándome herida no iba a conseguir que los demás me amaran. Tampoco conseguiría amarme a mí misma. Comencé a percibir aquel lugar como uno seguro para practicar dejarme querer, porque, entre otras cosas, estaban muy conscientes de no infligirse a sí mismos y a otros “malpractice” metafísico. No se fomentaba condenarse a una misma o a los demás por el nivel de conciencia. “Debemos tener cuidado de no convertir la auto-observación en auto-condenación. La clave del éxito para la auto-observación es la aceptación de sí mismos”, escuché decir a Paul.

También fue momento de mirarme en el espejo y preguntarme: “¿Realmente esa historia penosa es la que quieres contar?” Era un paso a aceptar que quizás el anhelo de alcanzar otros horizontes comenzó por manifestarse quebrando mi vida anterior en pedazos.

“El Universo evoluciona a través del caos”, escuché en mi clase de prosperidad. “Cuando uno dice que sí (a que haya un cambio) algunas cosas que se van a quebrar. Puede ser que pierdas un trabajo; las cosas se van a mover. Y al principio, le da mucho miedo al paradigma viejo; vas a querer correr de vuelta hacia lo que te es familiar”. Me podía ver ahí.

Y sin embargo, ese caos contiene los elementos de las próximas formas. Del caos tras el ‘Big-Bang’, una inteligencia armó al Universo. Comencé a entender que en la conciencia de Verdad -ser un Buda o un Cristo- se confiaba absolutamente en esa regeneración o resurreción. Como había visto con Osho en India, la muerte no es enemiga de la vida, sino que descompone los elementos que se utilizarán en formas nuevas. Y como había escuchado en el primer ashram: el que se muere (anochece) aquí, amanece en otro lado.

Todos vinimos con esa capacidad de resurgimiento. Y la plantó en nosotros el mismo Jardinero.

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