Por Samadhi Yaisha/crónica publicada el 24 de junio de 2012 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”.
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Fue a finales de un mes de mayo, en un centro de llamadas en el que orábamos y meditábamos por otros. Cuando sonó mi teléfono, ya había sentido que algo andaba mal. Ni siquiera pude escuchar a quien llamaba porque una supervisora comenzó a gritar y levanté la mirada más allá de mi pequeño cubículo:
– ¡Cuelguen sus llamadas! ¡Todo el mundo al sótano! ¡Estamos en el camino de un tornado!
Fue entonces que escuché un tipo de alarma que no reconocía. Extendí los brazos para salvar mi cartera y, por supuesto, mi comida.
– ¡Olviden sus pertenencias, no es un simulacro! ¡Al sótano!
Dos días antes, un tornado de categoría 4 había devastado la localidad de Joplin, Missouri, a dos horas de donde estábamos nosotros. “Si azotó en Joplin”, yo había pensado, “menos probabilidad hay de que pase uno por aquí”. El dependiente de una gasolinera me confirmó: -Siempre pasan al norte y al sur, pero Kansas City parece estar protegida por una fuerza invisible-
Pero no aquel día. A las 11:17 de la mañana, el embudo del tornado había tocado tierra dos veces en la anchura de la avenida Metcalf, a pocas cuadras del Whole Foods donde hacía mi compra. Aquello iba en serio. Mientras veía al reportero del tiempo narrar por dónde había devastado el temporal, observé el sótano y los túneles bajo tierra llenándose de gente. Recordé los teléfonos que abandonamos descolgados y el desasosiego trepó por los poros de mi espalda: “¿Y quién ora por nosotros?”
Una compañera lloraba sobre su teléfono celular, mientras le rogaba a su hijo que se escondiera en el baño. Colgó y me miró entre lágrimas: -¡Mi casa no tiene sótano!- Tragué gordo y la abracé. No sabía qué decirle. Había memorizado un libro entero de meditaciones, que en el momento de mi propia tormenta no parecían un consuelo concreto.
¿Cómo poner en práctica lo que le decía a otros todos los días?
El tornado iba por la interestatal 435, una de mis rutas entre trabajo y apartamento, mientras sonaba la alarma de nuevo y yo escuchaba por el altavoz: -¡Aún estamos en la vía del tornado. Mantengan refugio en zona segura y no salgan a la calle!- La alarma chirrió otra vez y la parte primal de mi sistema nervioso se alistó para hacer una de dos: enojarse con alguien o salir corriendo.
Entonces, una de nuestras líderes nos tomó las manos e hicimos un círculo. Pronto se unieron más. Invocábamos el centro de la tormenta, donde sólo hay calma. Apreté las manos de mis compañeros y me percaté de que ese día me dio menos miedo tener gente cerca, pero me sentía más asustada que el día que abandoné al primer arsham en India. Pensé en mi familia, en mis niños felinos -que, menos mal, aún no vivían conmigo- y en la computadora portátil donde guardo estas crónicas.
Recordé la primera vez que escuché la historia del Arca de Noé según la perspectiva del nuevo pensamiento. El Arca es el espacio de quietud interior que construimos con la práctica constante de meditar, y donde podemos refugiarnos cuando vivimos los diluvios y las tormentas de la vida. Para ello, hay que construirla en tierra firme, cuando no hay ningún indicio de temporal.
Trataba de refugiarme en ese espacio, pero mis oídos humanos escuchaban las preocupaciones de los demás, y la bocina del televisor parecía aumentar de volumen: el tornado cruzaba el condado de Johnson e iba de camino a Raytown -el pueblo justo al lado de nosotros- amenazando con su nube en forma de embudo que tambaleaba como un taladro borracho hacia tierra firme. Era imposible predecir dónde enterraría su barrena mortal.
Otra líder preguntó quiénes queríamos mantener viva una meditación constante. Tan pronto dije que sí, mi nube interior de pensamientos temerosos comenzó a cambiar de dirección. Me senté junto a una persona a la que había visto meditar en absoluta quietud por ratos largos y quien ahora hacía lo mismo. Tan pronto cerré los ojos y me conecté con su presencia, algo maravilloso comenzó a ocurrir. El caos aún estaba afuera, pero dentro de mí comenzó a extenderse una hermosa quietud que podía más que todo aquello. Y no era una negación superficial de que el tornado no nos azotaría, sino la certeza de que todo estaría bien aunque nos pasara por encima. Incluso si todo el condado se derrumbaba con la tormenta, saldríamos vivos de aquel sótano y seguiríamos abrazándonos. En todas las inmediaciones, no había refugio más sólido que aquel lugar. Y dentro de éste, para mi sorpresa, ninguna otra morada más calmada que mi corazón.
Finalmente, la tormenta nos pasó por encima sin que asestara el cono del tornado voraz. La sentí como una gigantesca nube de gris rabioso que rugía y azotaba en círculos lanzando granizo del tamano de huevos de gallina. En pocos minutos, se había ido hacia el sur. Tras de sí, revelaba el Sol más amarillo y caliente que había visto en aquella ciudad desde que llegué. El tornado había sido una realidad, pero por encima de él brillaba otra realidad más abarcadora: por más terrible y fuerte que azotara una tormenta en el planeta Tierra, de ningún modo podía ser más poderosa que el Sol.
Al otro día llegó un comunicado. El “sheriff” de la zona confirmó que el tornado tocó tierra a dos millas de donde estábamos meditando, y de inmediato se levantó. Se me ocurrió que aquella criatura meteorológica le había hecho reverencia a nuestra insistencia de permanecer en calma, y se fue a rugir a otro lado.
Y como parte de esas sincronías huracanadas, poquísimo tiempo después recibí la cita que puse al principio de esta crónica.