La trampa de la complacencia

Por Samadhi Yaisha / crónica publicada el 8 de julio de 2012 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

“Vi cómo el objeto de ese comportamiento es obtener algo de la otra persona, con la intención -consciente o no consciente- de arrancarle a fuerza de halagos su libertad de decir: ¡no!”

He sido una complaciente compulsiva. Me di cuenta de este comportamiento nocivo y manipulador gracias a un espejo humano que me invitó a almorzar. Él había visto en Facebook mis fotos acerca de India y quiso intercambiar experiencias. Me dio a entender que quería viajar a Puna, así que accedí a compartir lo que había aprendido.

Tras decir que sí a su invitación, su actitud cambió: se mostró extremadamente halagador, ofreciéndome bombones que rechazaba por el azúcar, y comenzó a darle visos de cita romántica a un almuerzo ordinario. La intuición me dijo que cancelara, pero intervino el comportamiento vetusto de fémina pasiva y complaciente: evitar decirle que no a alguien para que no se sienta mal… ¡aún a costa de mí misma! “Es sólo un simple almuerzo”, me dije. “Si propone algo más, le digo que no, y ya”. Como complaciente compulsiva -una característica codependiente- había aprendido a mentirme a mí misma para no irritar.

En el transcurso de la comida, insistió en que probara alimentos que no me convenía ingerir. Yo contaba los minutos para irme. Pedí frutas de postre y él insistió agudamente en que probara su bizcocho desbordado de azúcar, a la vez que me decía que era facilitador de reiki y que le encantaría ofrecerme una sesión. “No, gracias”. Posteriormente puso el tema del sexo tántrico, no sin antes acercar su silla a la mía. No me lo podía creer. Lo que sentí fue ira por estar allí sentada cuando en principio no quería asistir. Había caminado derechito a la trampa con todo y los letreros de neón.

Él todo lo hablaba con tanta elegancia, que responderle con brusquedad iba a parecer cruel. Entendí que la complacencia con propósito escondido es una camisa de fuerza tejida con hilos de caramelo. Vi cómo el objeto de ese comportamiento es obtener algo de la otra persona, con la intención -consciente o no consciente- de arrancarle a fuerza de halagos su libertad de decir: ¡no!

Terminada la comida pagué mi parte de la cuenta y me despedí dejando claro amablemente que no tenía intención de más almuerzos.

Salí del restaurante y me sentí libre. Ya no tenía que regresar a la mesa, ni tampoco a esa conducta nociva. Lo que más me desagradó de aquel encuentro fue también revelador: que, por encima de mis propias necesidades, escogía una y otra vez ser complaciente para luego terminar enojada conmigo y los demás.

Me era imposible contestar que no para evitar que me dejaran fuera o que el otro se sintiera rechazado. Peor, yo le hacía lo mismo a los demás. En vez de pedir lo que quería, complacía a toda costa para quela otra persona no pudiera responder negativamente, lo cual en mi psiquis era igual a que no me aceptaban ni me querían.

 “Complazco para que me complazcan”

Aprendí ese mecanismo de supervivencia temprano en la vida, cuando la manera de obtener aprobación, refuerzo positivo y evitar el destierro emocional era siendo tan buena hasta doblarme, tan callada hasta aguantarme ir al baño, y Dios libre decir que no a las figuras de autoridad. ¡Qué niña tan buena!, me decían y yo fui construyendo así mi valía.

La trampa de ser la más complaciente, con las mejores notas y el mejor récord de conducta, es que nadie me preguntaba qué yo quería, mis necesidades se llenaban de telarañas en una esquina, hasta que un día estallaba de rabia por privaciones. La complacencia siempre me llevó al resentimiento y nunca obtuve lo que necesité. “Complazco para que me complazcan” era establecer relaciones con cadenas de deshonestidad. Terminaba sintiéndome emocionalmente golpeada. Aprendí que ir en contra de mis propios sentimientos y de mi voz interior es la peor traición; es entregarle a otros los clavos y el martillo para que me cuelguen en la cruz.

 ¿Cómo me cambio el programa mental?

Permíteme decepcionarte.

Los comportamientos que me funcionaron para sobrevivir cuando era niña y adolescente, en la adultez se han convertido en obstáculos y tropiezos. La buena noticia es que no los tengo que repetir.

Un par de meses antes de ese almuerzo vi en un evento a Cheryl Richardson, autora del libro “El arte del cuidado personal extremo”. En él  establece: “¿Qué ocurre cuando empiezas a decepcionar a las personas para cuidar de ti misma y se molestan?… Puede que pierdas algunas relaciones aunque pensabas que eran importantes para ti… Si tenías la tendencia de dar de más, los has acostumbrado a esperar eso, y van a cuestionarte cuando ya no lo hagas. Recuerda, que al hacer de tus necesidades una prioridad, también estás cambiando las reglas. Que no te sorprenda si alguien cercano a ti intenta halarte de vuelta con más exigencias o tentándote con la culpa. Cuando eso ocurra, lo peor que puedes hacer es sucumbir”. Richardson no proponía establecer ese límite a raja tabla: “Es tiempo de ser honesta y directa, de manera gentil”.

Y en el capítulo “Permíteme decepcionarte”, encontré guías para mantenerme enfocada en mis necesidades ante cualquier petición:

– Tener un grupo de apoyo – compuesto por personas comprometidas con cuidar de sí mismas para que nos recordemos la importancia de preservar nuestra energía y tiempo.

– Ganar tiempo – cuando alguien pida algo, en vez de responder que sí de inmediato, puedo tomar tiempo para considerar si realmente lo puedo y quiero hacer. De inmediato, puedo decir: “Te contesto luego, necesito verificar mi calendario y otros compromisos”.

– Estar pendiente a mis tripas – en mi camino de recuperación, he aprendido que las tripas no mienten. Cuando me pidan algo, puedo preguntarme: ¿Cuántas ganas realmente tengo de hacer esto? Si supiera que la otra persona no se va a molestar, ¿me atrevería a decirle que no?

– Decir la verdad directa y cordialmente – ser honesta sin dar explicaciones de más. Puedo dejarle saber a la otra persona que lamento no poder asistirle (si es que lo lamento de veras), pero no podré hacerlo.

Antes confundía el cuidado hacia mí misma con vanidad, por lo tanto me sentía culpable de pensar primero en mis necesidades. Con el tiempo he entendido que la vanidad ha sido una máscara para esconder que verdaderamente me he sentido menos que los demás, mientras que cuidar de mí misma surge cuando estoy conectada a mis sentimientos, mi voz interior y mi conciencia.

Días después le comenté a dos amigas lo ocurrido en aquel almuerzo. Ambas me dijeron que era costumbre del susodicho, quien además estaba casado. Me encrispé de asco. La complacencia deshonesta y manipuladora se viste de melao. Le pedí a mi Diosa interior: “No me dejes caer en la tentación de los halagos y libérame de la complacencia. Amén.”

En Facebook: “90 días: una jornada para sanar”

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