90 días: El camino de la compasión

Por Yaisha Vargas / crónica publicada el domingo 20 de marzo de 2016 en el diario puertorriqueño El Nuevo Día

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Estatua de Kuan Yin en el Museo Nelson-Atkins en Kansas City, Missouri. Foto por wikimedia commons.

Según una de las leyendas de Kuan Yin, quien representa a la compasión en la tradición budista china, ella nació como humana en una familia privilegiada. Su nombre era Miao Shan y le interesaba el misticismo. Su padre, un rey tirano, quería obligarla a casarse con un hombre rico mucho mayor que ella. Miao Shan dijo que se casaría si su matrimonio aliviaba el sufrimiento de la humanidad. Como respuesta, su padre la obligó a trabajar con los esclavos, pero eso no la amilanó. Cuando ella entró al convento, él pactó un acuerdo con la abadesa para que hiciera su estadía miserable. Eso tampoco la acongojó. Entonces, su padre ordenó su ejecución, pero todos los métodos fallaron. El verdugo decidió matarla con sus manos y ella dejó morir su cuerpo. Bajó al infierno, donde abrió su corazón al sufrimiento de todos los seres allí, y cantó y lloró para aliviar el dolor de otros.

 

La maestra interespiritual Mirabai Starr, con quien estudiaba, nos narraba esta historia y nos explicaba que los términos “misericordia” y “compasión” han llegado a nuestros días cargados de culpa y vergüenza, y necesitan rehabilitación. Mi experiencia es que son fácilmente confundidos por la pena y la lástima.  La práctica de la compasión implica atravesar las experiencias difíciles con amor gentil y diligencia hacia nosotras y los demás, y comienza por una misma. En mis momentos más duros, había sido mi peor rey tirano y verdugo. Años de afirmaciones no resolvieron el acertijo de cómo amarme a mí misma. Mirabai me dio su respuesta certera enfrente de toda la clase virtual: yo había tratado de amarme solo con el intelecto, como quien cree que la prosperidad se trata solo de dinero. Retaba así ella la metafísica que yo había estudiado con ahínco y recetó una cura ilógica: “Contrario al sentido común, (amarnos) requiere que miremos de frente aquello a lo que, por costumbre, le damos la espalda… El camino hacia una vida más profunda, más rica, más viva es abriéndonos al dolor; no solo nuestro dolor, sino el dolor del mundo”. Aquello desbarató una buena parte de mi sistema de creencias. Yo le había dado la vuelta al mundo huyendo de mi dolor. “Así que el camino hacia el amor propio sería abrirme a sentir mi dolor”, le dije. “Sí… ya tú sabes esto”, respondió. “Yo sé que tú sabes la respuesta a tu pregunta”, asestó más profundo. Nos asignó buscar una representación femenina de la compasión en otras tradiciones.

Tras su clase, llegué a mi grupo semanal de meditación introspectiva. Joseph Goldstein, maestro de esta disciplina, explicaba en una grabación cómo abrir nuestro corazón al dolor ajeno. “El requisito para tener compasión es tener humildad”, dijo. ¡Dos lecciones similares en menos de dos horas! Escuché con atención sutil y mi corazón comenzó a suavizarse, aunque mi mente cuestionaba desafiante: ¿Tengo que sentir todo ese dolor? ¿Y por cuánto tiempo más? Me di cuenta que aún esperaba un final feliz y sin dolor nunca más. Suspiré. Esta lección implicaba volver al punto de partida de mi camino espiritual. Mi instructor de meditación Robert Brumet me había enseñado a “acompañar” mis emociones. Ahora me tocaba hacerlo sin contar con su guía. En mi primer intento, sentí un tejido emocional que protegía mi dolor y no quería que me adentrara más. Sembré en mi corazón la aspiración de crecer en humildad y compasión. “Por la herida es que entra la luz”, me dijo el grupo.

Al día siguiente, una amiga me habló de su espiritualidad de luz. Le respondí que, en ese momento, yo necesitaba atravesar mi sombra y salir al otro lado. Dijo que había pasado por ese proceso, pero “escojo no quedarme ahí”. Tercer golpe. Sentirme incomprendida abrió la puerta hacia las tinieblas. Parada en el umbral, supe que nadie podría acompañarme al abismo. Busqué una representación femenina de la compasión, como asignó Mirabai, y tuve un reencuentro con un arquetipo que había estado conmigo toda la vida sin reconocerlo. Aún me asombra y me sobrecoge. En la próxima les cuento lo que vi en mis catacumbas.

En Facebook, 90 días: una jornada para sanar

 

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Vitral en All Saints Catholic Church en Saint Peters, Missouri.

 

 

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