90 días: Un amante en la oscuridad

Por Yaisha Vargas / crónica publicada el domingo 3 de abril en el diario puertorriqueño El Nuevo Día

 

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Escultura por la artista japonesa Kumi Yamashita. Imagen de la página http://www.mymodernmet.com

Tras estudiar a Kuan Yin, busqué una representación femenina de la compasión en otras tradiciones, como asignó Mirabai Starr, la maestra interespiritual con la que estudiaba. En cada búsqueda, encontraba a la Divina Misericordia. Volví a indagar y obtuve el mismo resultado, esta vez junto con la imagen del Sagrado Corazón. Comencé a leer sobre ambos y a recordar sorprendida que, durante mis años de ateísmo, me topaba constantemente con el Sagrado Corazón.

 

En una semana, tres incidentes explosivos dinamitaron las puertas de mi corazón, detonando sentimientos muy difíciles. La última capa de mis adicciones –que sanaba mediante la meditación y el apoyo grupal– era la disfunción emocional: un apego tenaz a las emociones extremas de agitación, ansiedad, preocupación excesiva, rabia, depresión e impulsividad. Cada ser humano la experimenta de manera diferente: miedo a la gente y al abandono, la búsqueda ansiosa de la aprobación, vivir desde la vergüenza, la culpa, la lástima y con un sentido de insuficiencia. Cuando no somos conscientes de esta adicción, crecen otras y se expande la sombra: codependencia, desórdenes de alimentación, alcoholismo, adicción a las apuestas, los juegos, las drogas, la violencia y la guerra.

Cuando el desorden de alimentación con el que lidié llegó a un punto de remisión, comencé a sanar la disfunción junto con otros seres que buscaban liberarse del sufrimiento. Identifiqué los síntomas utilizando la meditación introspectiva. La disfunción era un derrame de adrenalina que disparaban mis glándulas suprarrenales al torrente sanguíneo, un chute que se inyectaba solo, sin aviso, control, ni causa, el cual encrespaba los nervios de mi corteza cerebral en una estampida de pánico y comprimía al corazón, dejándolo tendido sobre una estela de miedo y dolor. Años atrás, la secuela de estos episodios consistía de debilidad, lágrimas, confusión y largas horas de sueño. Esto era lo que Mirabai me invitaba a amar de mí misma. En vez de rechazarlo, sentir el dolor de la disfunción me llevaría al amor propio y a la liberación. No habían atajos. No lo entendería con el intelecto, sino con la sabiduría del corazón.

El tercer detonante de esa semana llegó a través de una amiga. Me senté a padecer el golpe que reververaba hondo y lacerante. Dentro de mí se expandía un abismo y le pedí ayuda a mi Poder Superior. Cerré los ojos, y me dejé ir en un trance profundo. El dolor se fue encogiendo y tomando la forma de una silueta humana. Encontré a la disfunción emocional sentada de espaldas en un banco de madera, vestida con tela de chifón color de sombra. Su tez era blanquecina, de porcelana gris quebradiza, y llevaba un sombrero negro con un velo de tul. Nunca vi su rostro. Escuché la voz gentil de mi Poder Superior: “Hazte su amiga, no la rechaces”. Me senté al lado de ella, giré hacia mi derecha y le mostré mi corazón hendido. “Cuéntame, qué ocurre”, le pregunté. “Me hirieron”, me dijo, su voz un quejido poético. “Me botaron. Se rieron de mí”. Y me mostró un recuerdo: cuando le dije a otra facilitadora espiritual hace años que estaba haciendo mis propias meditaciones en la playa para sanarme. La facilitadora miró a una de sus estudiantes cercanas y ambas se rieron. “No me dejen fuera”, continuó la sombra. La escuché sin resistir su experiencia y me abracé. Su propósito no era herirme. Ella vivía en mis neuronas porque no sabía cómo salir. Reconocí los eventos que habían causado la guerra en mí, y escuché a mi Poder Superior decir: “Amar la guerra”. Cuando los síntomas del conflicto se asomen, cuando frunza el ceño y se arrugue mi corteza cerebral, suavizaré mi corazón y envolveré mi guerra en amor.

En aquel trance, miré a mi izquierda y descubrí a la Presencia que me había amado. El Sagrado Corazón me sonreía. “Déjala que se disuelva”, me dijo sutil. Durante tres días, observé a la sombra deshacerse en tierra, en humo, en polvo … en nada. Sentía una aflicción muy fuerte –como si yo misma me desliera y atravesara las paredes– y a la vez, mucha liberación.

Días después, soñé que mi mamá daba a luz una niña y mi hermana y yo estábamos asistiéndola. La presencia de mi papá estaba en el sueño. Hoy, 3 de abril, Día de la Divina Misericordia, mi mamá hubiese cumplido 68 primaveras.

En Facebook, “90 días: una jornada para sanar”