Puedo ser franca

Por Samadhi Yaisha/crónica publicada en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día” el domingo 22 de enero de 2012

“La espiritualidad es rebelarse ante cualquier esclavitud”. Osho

“Ese día aprendí que era normal que una persona que se hubiese sometido a tantos tratamientos holísticos tuviese un momento agudo como ése: cuando el cascarón adictivo finalmente se quiebra”.

Era un día de enero. Algunos copos de nieve flotaban inatrapables. Sentada en un templo, me hundía en mi abrigo mientras esperaba el documental “May I Be Frank”. En ese día respiraba más tranquilidad interior; la práctica diaria de tener un corazón dispuesto a perdonar el pasado me iba otorgando sosiego.

Y comenzó la función. Frank Ferrante -no el actor, sino un carpintero- llegó a San Diego, California, a visitar un primo enfermo. De camino, vio el letrero de Café Gratitud, un lugar donde servían comida vegetariana cruda y, de paso, promovían una transformación de salud física, emocional, mental y espiritual.

“Comencé a frecuentar el lugar. Regresaba, no por la comida, pero más bien por la calidez y el afecto que tanto anhelaba recibir”, dijo Frank. Su historia me atrapó desde el comienzo. Sabía exactamente cómo era eso, la aridez de aceptación y cariño tan vasta como el desierto de Atacama. Frank aceptó la propuesta de que filmaran su proceso: liberarlo de una vida de excesos, alcohol, cigarrillos, drogas, comilonas, entre otras, que habían resultado en obesidad, prediabetes, depresión, hepatitis C, una letanía de fármacos, relaciones familiares y personales rotas. Era imposible no verme ahí, entre los cigarillos que alguna vez alcanzaron la cajetilla al día, el alcohol frecuente en la escuela graduada, trabajoholismo, ansiedad, depresión, comilonas, de camino a la diabetes; y el acertijo mayor: las relaciones de todo tipo quebrantadas. Todo ello disimulado detrás de una vida normal.

Durante 42 días, Frank aceptó el reto de ser vegano crudívoro, hacer afirmaciones frente al espejo, terminar de atajar sus adicciones, visitar consultores holísticos y darse colónicos. Sonreía con los ojos húmedos viéndome a mí misma en la jornada de más de 10 años desde la primera vez que pisé el consultorio de un naturópata. Había viajado media isla explorando de todo: afirmaciones, libros, quiropráctico, psicoterapia, meditación, ejercicio, colónicos, yoga y varios tipos de vegetarianismo, etc. Había vivido la sanación de una condición intestinal, un pequeño quiste en un seno y lo más preciado: un breve periodo de paz emocional. Pensaba que lo tenía todo resuelto, cuando la escuela graduada lo viró todo de nuevo y fue peor. La medicina natural no me dio respuestas y acudí, por vez primera, a la medicina convencional. Los efectos secundarios de los fármacos fueron apabullantes, y la desintoxicación se tardó más de un año. Casi derrotada, con la frente pegada al guía de mi automóvil y en medio de otro ataque de pánico, me preguntaba qué más tenía que hacer. Lo único que me salvó de ese ciclo fueron la práctica consistente del yoga, una monodieta de viandas y haber encontrado, al igual que Frank, un lugar de apoyo emocional que no había hallado en ninguna otra parte, el cual convertí en mi único refugio. Me sentía amada, aceptada y protegida. Tuve mucho progreso de sanación emocional, superación de miedos y el milagro de comenzar a reconectarme con mi familia.

Y al igual que Frank, mostré la misma vulnerabilidad abrupta tras una serie de terapias de masajes, que en mi caso, habían dejado algunos moretones y canales energéticos abiertos. Una vez limpio de sus drogas legales e ilegales, incluyendo la comida-, Frank se derrumbó emocionalmente, pues bajo el nudo de dolor físico que había sufrido en su hombro durante años, se levantó el recuerdo de una riña arcaica que sostenía con su hermano. Sin poder detener su reacción, Frank pedía perdón por su desnudez emotiva, exhibida, no frente a un salón lleno de gente, como me había ocurrido a mí hacía siete meses: Frank sollozaba frente al mundo entero a través de una cámara, sin ropa y sin las capas de adicciones que habían revestido su humanidad. Nadie le dijo que no debió hacerlo.

En la audiencia se nos descorrían las gotas de sal. Era una orquesta sutil de resoplidos y ‘kleenex’.

Estuve muy atenta a la reacción de los tres facilitadores que lo acompañaban. Lo abrazaron compasivamente. Ese día aprendí que era normal que una persona que se hubiese sometido a tantos tratamientos holísticos tuviese un momento agudo como ése: cuando el cascarón adictivo finalmente se quiebra. Aquí era que nuestras historias se separaban, porque los tres facilitadores de Frank sí sabían qué hacer después, mientras que yo recibí el mensaje de que debía buscar ayuda en otra parte porque ya estaban sobrecargados, entremezclado con reclamos de tareas que no había cumplido. Tras una década de búsqueda, ¿a dónde más iba a ir? ¿Qué iba a pasar con mi proceso holístico?

Comencé a respirar con pánico mientras me aguantaba de la silla y me hundía más en el abrigo. Sobrevino el mismo sentimiento de culpa que aquel día creció enorme como un rascacielos en Dubai. “No puedo llorar, no puedo llorar”, corría una cinta en mi cabeza. “Hoy es domingo como aquel día. Mañana lunes me van a llamar para decirme que no era el foro para llorar, que vaya a otro lado”. Aquella voz de pavor no tenía sentido en el presente, pero no podía detenerla.

Al final del documental, Frank Ferrante estuvo allí en persona: una impresionante versión sanada del hombre que vimos al principio. Las luces encendidas revelarían mis lágrimas, así que tenía que salir de allí. El patrón de huir. Mi pecho se comprimía con fuerza y gritaba la necesidad de justicia. Mi expectativa de ayuda no había sido irrazonable. Otra vez con la frente sobre el guía de un automóvil -que debía entregar en pocos días- sentía el corazón latir con dificultad, mi brazo izquierdo comenzaba a arder y adormecerse. En la pantalla había visto un proceso holístico con principio y fin para la adicción a la comida que ni las experiencias en India habían sanado. ¡Estaba en California! Pero ya no tenía dinero para llegar hasta allí. La nieve juguetona se había convertido en un voraz temporal de hielo que azotaba mi parabrisas a medida que conducía ansiosa hacia una reunión de apoyo. Tenía que llegar a un lugar seguro. Allí me dijeron que tuviera confianza para hablar, pero tenía la garganta amarrada; eso mismo había escuchado hacía siete meses cuando las memorias suprimidas comenzaron a brotar, que podía confiar en el apoyo de aquel grupo.

“He podido sanar todo lo demás, sólo me queda esto. ¡Quiero olvidarlo de una vez y perdonar! ¿Por qué no lo puedo soltar? ¿Cómo perdono a quien me enseñó a perdonar?”, le dije a un alma noble que se quedó a hablar conmigo, sabiendo que el perdón era el único camino posible. “Eso se va a tardar mucho tiempo en sanar”, me sonrió compasiva. “Tienes que tener paciencia”.

Paciencia y entendimiento. Aquella experiencia me enseñó cuán profunda había sido la herida de aquellos a quienes les había prometido apoyo incondicional en sus momentos más vulnerables para luego desaparecer.

Y la comprensión de que mi mayor esclavitud había sido guardar silencio: que me había despojado de mis adicciones para agarrar un opio espiritual que ahora hervía amargo, por el cual lo abandoné todo, incluso lo que sí me había funcionado para sanar porque era intensamente criticado. Que las últimas palabras que escuché cuando ya no quise sentirme zarandeada por tres voluntades distintas era que me fuera de allí lo más lejos posible. Ahí estaba mi imposibilidad de volver. Que la delgadez que admiraban fue producto de dejar de comer por la tristeza. Que escuché que era ilusa y desesperada por querir venir a esta ciudad. Aún no conseguía trabajo. Temía que tuviesen razón.

Y que mi desgracia mayor, como lo había descubierto Frank, era que no sabía cómo amarme a mí misma. Que por dejarme quebrar el ego, se había lacerado mi autoestima. Y que me era muy dificíl aceptar responsabilidad por todo ello. Y perdonar, ay perdonar, se volvió pronto un acto de rebeldía contra el rencor, el cual sentía como un traje de hule caliente que, por más que lo intentaba, no me podía quitar.

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