La cueva de un fraile ladrón

Por Samadhi Yaisha/esta crónica fue publicada el domingo 4 de septiembre de 2011 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”.

Tarragona – diciembre 2010. Foto por Samadhi Yaisha

–Es que yo leo que dices en tus crónicas “la autora es un ser libre”, pero se cuela un resquemorcillo en lo que escribes. Yo no sé si serás libre de verdad, ¿eh?–

No pude más que reírme y abrazarlo. Las palabras de mi amigo monje –quien años antes de su sotana había sido mi compañero– mostraban la bendición de su amistad honesta. Tenía un arte admirable para decirme las cosas con franqueza indolora, y por más dura que fuera su verdad, la intención de gentileza siempre transpiraba diáfana. Tan así, que pocas semanas después de decidir que no habría más compromiso entre nosotros, habíamos podido trascender hacia una amistad auténtica.

Era cierto lo que me decía. Aún con las experiencias profundas y las múltiples celebraciones que yo había vivido en India durante 90 días, algunos recuerdos revoloteaban entre mis cejas, así como la imposibilidad de regresar al lugar en San Juan que una vez abracé con todo mi ser.

— ¿Por qué no vuelves a Puerto Rico? — había interrogado mi terapista por Skype.

— Ya no tengo trabajo allí, ni espacio espiritual al que regresar. Todo lo que vea me va a recordar lo que perdí– le respondí. Había cometido un error de juicio allí; pedí perdón muchísimas veces, le pedí a Dios en mi mente y mi corazón con todas mis fuerzas y ganas durante 90 días recibir perdón y no perder el hogar espiritual que tenía, pero nada de lo que intenté se tradujo en reinvindicación, sino en aislamiento.

Tarragona, España – diciembre de 2010. Foto por Samadhi Yaisha

Esa carga de un error laboral que no tenía vuelta atrás me pesaba en los tobillos casi 180 días después. Sí, todavía; aun tras haber vivido momentos de liberación y éxtasis.

Ahora hacía una pausa en mi viaje de sanación en este monasterio español que me daba un atisbo de hogar.

— En aquella montaña hay una cueva — comenzó a narrar mi amigo, señalando un monte cercano que el invierno aún no había pelado. Allí había vivido, siglos atrás, un fraile que colgó la sotana y se volvió bandolero. Un día, regresó arrepentido al monasterio y pidió, entre confesiones, una segunda oportunidad para volver a la orden. Sus muestras conmovieron al abad, quien lo abrazó y le dio la bienvenida. Luego, el fraile se mudó a aquella cueva, donde vivió entre penitencia, rezos extáticos y hasta milagros de curación, según la historia popular.

La cueva estaba a más de una hora a pie. Yo descansaba con los pies muy hinchados luego de semanas de meditaciones en India que incluían mucho ejercicio físico, al punto de sentir que cuando caminaba sonaban desencajadas las coyunturas de mis tobillos. Tampoco ayudaba que, tras reencontrarme con la comida occidental, comencé a ganar peso demasiado rápido y en menos de una semana ya no estaba en los huesos. Menos me animaba que el monasterio y su hospedería contigua a veces eran arropados por una densa y quieta neblina invernal, parecida a la que rodeaba a la casa misteriosa de la película “The Others”. Pese a todo, era más fuerte la necesidad de corroborar la historia del fraile. Si un monje convertido en ladrón había sido perdonado, yo tendría esperanza de reinvindicación laboral en alguna parte del mundo.

Partimos por una calle vecinal que colindaba con unos viñedos. Por unos segundos fugaces, se nos olvidó que los años habían pasado y caminamos de la mano con espíritu de aventura. Luego seguimos una vereda pedruzca, empinada desde el principio. Algunos turistas bajaban mientras subíamos, pero a más altura, se acentuaban la quietud, la luz solar y el verdor. Emocionado, mi amigo monje me señalaba los pueblos contiguos que ahora podían verse hasta el Mar Mediterráneo, algunos riachuelos y hasta una pequeña cascada que, con el frío, había formado algunas estalactitas. De no haber sido por la flora conífera y el frío, hubiese pensado que estaba de vuelta en Puerto Rico.

Llegamos a una zona en la que las piedras que formaban la montaña eran de un rojo herrumbroso y arenoso. Al borde del camino había una gigantesca hendidura triangular; allí estaba la pequeña cueva del fraile transformado. Subí con dificultad algunos peldaños y me senté en medio de la ermita natural del santo medieval. No tenía letreros, no había reliquias; su templo había sido la intemperie. Había pasado tanto tiempo, que ya no quedaba ni el asomo de su santidad. Respiré un rato sentada allí, pero no pasó nada más allá de mi fe de sentirme perdonada y renovada. Preguntas como –¿me aceptará alguien como empleada? ¿se habrá arruinado mi resumé? ¿cómo evito que me suceda lo mismo?– se posaron conmigo cuando me senté en la arena rojiza. Y se las pregunté al silencio de la cueva, que no me devolvió respuesta, pero me regalaba serenidad.

Cueva en Tarragona, España – diciembre 2010

Mi amigo monje me dijo que era hora de regresar, antes de que se pusiera el Sol. En el camino de vuelta, veríamos otras pequeñas maravillas. Pero su paso acelerado contrastaba con mis tobillos lastimados. Tras casi tres horas de caminata, el dolor era punzante e imposible. Se ofreció a ayudarme caminar, pero la única forma era deteneniéndose y casi cargándome. Y él se veía tan libre, que no quería que cargara mis lamentos. -Tú sigue adelante- le dije.

Y suspiré. “Qué bueno que no llegamos a casarnos”, pensé mientras bajaba la cuesta. “Hubiese terminado siendo un mal día matrimonial”.

Y se me ocurrió que algún día sería capaz de pensar “qué bueno que salí de aquel hogar espiritual; me hubiese perdido otra libertad”.

La autora es un ser libre.

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