Samadhi Yaisha /esta crónica fue publicada el domingo 22 de septiembre de 2011 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
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Me arrullaba -por tercera vez en poco más de una semana- la turbina de un avión, mientras miraba con cierta familiaridad la melena corta, negra y picuda que se movía en el asiento de enfrente.
Al fin abordaba un aeroplano hacia América, dos días antes de Navidad. Horas antes, en la estación de tren de una provincia catalana, me despedí de mi amigo monje con un largo abrazo, agradecida por el hospedaje, la comida y el aura de hogar. El monasterio quedaría libre de visitantes para que los monjes hicieran sus ritos de Nochebuena y Navidad. Mi amigo me ayudó a subir mi maleta pesada al tren, segundos antes de que cerraran las apresuradas puertas del vagón. Posé las manos en el vidrio helado de la ventanilla y le dije adiós suspirando hondo mientras el tren se alejaba. Desconocía cuándo volveríamos a vernos.
En medio del invierno, me dirigía hacia una ciudad que sólo había visto una vez y en la que no conocía a nadie. La brújula de mi corazón apuntaba fuerte hacia allí. Necesitaría trabajar para seguir adelante.
Le había dejado un poco al azar y al destino dónde pasaría la Nochebuena. Tenía una amiga en Madrid que había sido mi jefa de redacción, pero no tenía la fuerza de cara para escribirle de súbito: “Estoy aquí, ¿puedo imponerme de imprevisto en tu vida familiar navideña?” Así que busqué por internet el único hotel que conocía en mi próximo destino en América y solicité una reservación por varios días. Si por casualidad estaría cerrado por las fiestas, enviaría a mi amiga el e-mail de urgencia; pero el hotel aceptó mi reservación en línea y seguí la travesía.
El vuelo que ahora abordaba había salido de Barajas y haría escala en Washington, DC, así que tomé una larga siesta sobre el Atlántico. Me despertó la vejiga y, cuando regresé del baño, volví a mirar la melena juguetona, pero esta vez reconocí a quién pertenecía. “¡Hola!” Hacía años que no nos veíamos, y esta ex compañera universitaria y yo nos abrazamos con la sorpresa. Nos reímos por haber roncado en asientos contiguos sin percatarnos una de la otra. La última vez que supe de ella, había recibido el golpazo de un despido a quemarropa que amenazaba con dejar en el aire una causa que ella defendía desde el alma y las palabras. Convencida de que se había cometido una injusticia y que no era la primera vez que ocurría, demandó a su patrono anterior, “para que la situación no se repita”. Su demanda sacó a la luz lo que ella verdaderamente había vivido, sin disimulos.
Había aplomo en sus palabras, certeza de que hacía lo correcto. Y me atreví a confesarle. Yo también había visto situaciones penosas del lugar donde trabajaba y estudiaba, pero -quizás contrario a ella- nunca dije nada, porque yo no mandaba allí. Sólo juré que no cometería los errores ajenos. Tampoco mostré solidaridad. Cuando el golpe vino sobre mí, nada pudo detenerlo. Bebí la soledad de los que me habían precedido, y ahí fue que pensé que, a menos que alguien hablara, la historia se repetiría bajo el amparo del mismo silencio. Estaba convencida de que ninguno de los que quedaba allí merecía pasar por aquello. Hablar con ella me hizo entender lo difícil que se me había hecho levantar la voz para defenderme a mí misma, volcándome en la palabra escrita que ahora llenaba aproximadamente la mitad de mi equipaje de mano.
Ella había plasmado su historia en una demanda, y yo en una serie de crónicas. La palabra escrita nos había dado la fortaleza interna para poner los pies firmes en tierra y decir en voz alta que aquellas pérdidas que habíamos sentido tan injustas sí habían ocurrido. Que aquella sacudida había evocado en ella el duelo por su madre, al igual que me había ocurrido a mí.
Y enfrentar con la palabra escrita lo que habíamos vivido nos había sacado una fortaleza que nadie sospechó que mostraríamos; la osadía de arrojarnos a una aventura de vida nueva, y contar cómo habíamos salido adelante. La necesidad de tomar distancia en tiempo y espacio para superar aquella transición me había halado a mí hasta India y Cataluña; y a ella, hasta un pueblito europeo, donde encontró estudios que alegraban su corazón. Ahora, pocos años después de su despido, me decía: “Pero si aquello no me hubiese pasado, no hubiese conocido esta vida”. Por la ilusión con la que hablaba del poblado en el que vivía, supe que había encontrado una familia académica acogedora, y un hogar en el que su corazón compasivo y combativo aprendía cosas nuevas y recuperaba fuerzas. Como había escuchado decir a un gurú 90 días antes: “La muerte es como un atardecer. El Sol parece irse, pero realmente amanece en otro lado”. Unos años antes, había escuchado sobre la “muerte” súbita de la vida anterior que tenía esta antigua compañera, pero ahora presenciaba su amanecer. ¡Qué mucha esperanza me daba su relato! Antes de montarme en el avión para cruzar el horizonte atlántico, me había abacorado la incertidumbre. Pero este encuentro “accidental” y la historia de ella gestaban en mi corazón la certeza de que la Vida me sostenía y me guiaba, y que no pasaría mucho tiempo antes de que finalmente pudiera cruzar la puerta del Sol.
La autora es un ser libre.
Lo que mas me gusta de lo que leo de ti, es que sabes leer las señales, las personas que uno encuentra en el camino, las cosas que ocurren, no pasan porque si, uno debe detenerse a pensar, a mirar el significado que todo eso conlleva, y tu lo haces, yo suelo hacerlo, pero no con todo, siempre voy distraida y cuando pasa algo realmente importante, es que pienso en ello, pero deberia seguir con paciencia como tu las señales. Gracias Samadhi Yaisha. Me encanta leerte y tengo una envidia sana hacia tu cabeza de escritoraaaa. Un abrazo.
A veces me distraigo, eso es normal. Se me hace difícil permanecer en el presente. Estoy practicando ahora estar consciente de mi cuerpo, eso me ayuda. Y cuando uno está en un lugar de dolor, buscando sanar con desesperación, se da cuenta que está abierta a todas las señales. Es como si la herida fuera un canal de comunicación desde el más allá. Me has dado una frase que posiblemente use en una crónica futura. Gracias por leer, gracias, gracias. ❦
Graciassss a ti, de corazón.