El terapista interior

Por Samadhi Yaisha / una versión de esta crónica fue publicada el domingo 29 de mayo de 2011 en el diario puertorriqueño El Nuevo Día 

“Exhalar en un salón de quietud sin tiempo, no deja espacios para mentirse a una misma”.

Tanto brincar en las meditaciones activas del Centro Internacional de Meditación de Osho en Puna (India) me había hinchado los tobillos, así que programé un masaje. Pero la masajista, a quien había confesado a corazón desnudo por qué estaba allí, no apareció. Mi mente saltó a pensar, otra vez, en abandono. Cerré los ojos y le pedí entendimiento a mi corazón. Me susurró: “En pocos segundos, verás por qué”.

–¿Esperas por alguien?– Abrí los ojos. A mi lado, un hombre con aspecto de actor de cine y acento británico vestía sotana negra en vez de morada; la señal de que no era un visitante, sino residente y terapista del ashram. Tras indagar los dos, una empleada nos confesó el error en la agenda de la masajista.

— Bueno, ella también me recomendó una terapia de hipnosis de shock. ¿Está disponible ese terapista? — pregunté.  — ¡Ése soy yo! — sonrió el inglés. Un error cósmico convertido en bendición.

La silla vacía

El salón de terapia olía a musgo esterilizado. Había un enorme colchón en el suelo, y sobre éste, dos sillas para meditar. Escogí la más cercana a la ventana y comencé a narrar mi letanía abreviada: “que en la comunidad en la que me había sentido sentía amada y aceptada, de pronto me sentí desamada; que me habían ayudado a quitarme el cuero de mis adicciones y me quedé tan vulnerable como andar sin piel… momento en que escogieron decirme que”… El terapista me interrumpió y caminó al otro lado del salón: — Ahora, ponte de pie y camina hasta aquí —

Cuando llegué a la esquina contraria y miré la silla vacía, el terapista inglés traspasó mis ojos con su mirada azul y sembró estas palabras: –Tienes que convertirte en tu propia terapista. Ahora visualiza que la persona sentada ahí es tu amiga–

Ocupó la silla e imitó todo mi cuento, incluidos los gestos volantines de mis manos: “No, por que yo… era feliz… y entonces ellos…. y yo me sentí… etcétera”. Me miró quieto. Se levantó y observamos ambos la historia deshabitada. –¿Qué le dirías a tu amiga? —

El silencio parecía acercar la silla en cámara lenta. Exhalar en un salón de quietud sin tiempo no deja espacios para mentirse a una misma. Vi, con mayúsculas, que esos pensamientos de abandono formaban un cinturón de asteroides alrededor de la cabeza de esa versión de mí.

— Que está atrapada en su mente. Va en círculos — le dije.

— Exacto — respondió.

El pensamiento circular

Bajo mis compulsiones y relaciones rotas yacía una gran necesidad de controlar lo que ocurría a mi alrededor, coraje con el prójimo que decidía por mí sin preguntar o tomar en cuenta lo que yo necesitaba o quería, y coraje conmigo misma por ceder a cambio de un poco de amor. Por primera vez aceptaba con honestidad que sí quería y merecía tener control genuino sobre mi vida, no el control falso de una nota de azúcar, extenuación por exceso de trabajo o sufrimiento por relaciones codependientes. Cumplir la necesidad universal de control sobre mi mundo particular, hacerme responsable de mis acciones y sentimientos llenaría deseos de paz interior, conexión y felicidad. El terapista inglés puso una pila de cojines rojos sobre una mesa -representaban adicciones, pensamientos de dolor y sufrimiento- y otro grupo de cojines color pastel -paz interior, conexión, felicidad y realización.

— ¿Cómo la conducta de cojines rojos que has tenido te ayuda a obtener los cojines de color pastel? — me preguntó.

Y ésa era la contradicción de mi comportamiento: para ser feliz, hay que sufrir; para ganar mucho dinero, hay que explotarse; para ser amada, hay que dejarse caminar por encima. ¿Cuándo comenzó? En un trance breve guiado por su voz, vi la imagen borrosa de mí a los siete años. No podía conectarme con ella. En la desesperación por verla con claridad, comencé a luchar con la erupción del llanto. Ahora temía mostrar mis gotas de sal. –¡No te aguantes, acepta tus lágrimas!– Tardó un rato en convencerme de que mis emociones no serían condenadas allí. Llevaba 26 años dándome contra la pared en intentos fallidos por ser feliz.

— ¿Eres capaz de agradecer a la niña que ha intentado tanto y tanto ser feliz?– cuestionó.

— No — respondí amarga — Hemos sufrido mucho las dos. Ya fue suficiente.–

Tiró los cojines rojos fuera de la mesa. –¿Y ahora?–

La imagen de la niña se dibujó con claridad en mi cabeza y sonreí.

–¿Qué le haría feliz a esa niña?– me preguntó. Escuché a la pequeña en mí.

–Lanzar los cojines rojos lo más lejos posible–

Abrió la ventana y lanzó las almohadas rojas jardín abajo. Nos reímos los tres. Luego me acercó las almohadillas apasteladas. –¿Con cuánta fuerza quieres lo que esto representa? —

Le arranqué los cojines de los brazos y los apretó contra mi ombligo. Los abracé mientras me arrullaba su voz.  –Ahora todo eso que quieres, es tuyo. Siente que la paz, la conexión, la felicidad y la realización ya están en tu interior. Siempre han sido tuyas.–

Se desató mi estómago. Había sido un nudo por 26 años. Mientras se expandía y relajaba, sentí que florecía un jardín en mi ombligo. Jamás pensé que mis vísceras pudieran ser felices.

Igual que en el ashram anterior, el crepúsculo vespertino reunía a todos los seguidores para escuchar al gurú. Esa noche, la grabación de Osho hablaba de que en el camino hacia la iluminación, había que soltarlo absolutamente todo. Y yo había soltado una miseria esquiva que había habitado en mi barriga como un alien sin piedad.

La masajista me buscó al día siguiente, preocupada por el error en la agenda. Le sonreí. –No te preocupes. Fue un desacierto estupendo.–

La autora es un ser libre.

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