Por Yaisha Vargas / crónica publicada en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día” el domingo 29 de noviembre de 2015

Llegar a California fue como entrar a otro país. Tras pasar la frontera de Arizona, encontré una estación parecida a un peaje. Una mujer que vestía un chaleco verde neón me hizo señas para que me detuviera. Ningún otro cruce entre estados me ofreció esa experiencia particular. Había guiado casi 1,600 millas desde Missouri y me faltaban unas pocas horas para arribar a San Diego. Había sido un zigzag de ocho días.
Así que cuando llegué a la estación de inspección —con mi rostro pelado de vanidades y mis greñas felices por su libertad— le sonreí a la empleada con extenuación entusiasmada, a ver si ello me liberaba de tener que abrir el baúl de mi “hatchback” y evitar la vergüenza de un desparrame de tereques. El temor de verlo todo destripado y de ser juzgada como una campesina de camino a la ciudad se disipó cuando la mujer me preguntó: “Aparte del pequeño cactus en un tiesto en el posavasos, ¿lleva algo más? ¿Plantas, semillas o animales?” Me sonrojé por su atención a ese detalle. Era entonces imposible que ignorara el resto del apiñamiento intravehicular. “Llevo mis gatos”, le dije, al tiempo que Romeo asomaba los bigotes para inspeccionarla a ella. La mujer sonrió.
Aterrizaje forzoso
Días después, mientras intentaba sacar una licencia de conducir y convertirme en residente del estado, me topé con una de mis primeras experiencias californianas: el Departamento de Vehículos de Motor (DMV, en inglés). La fila se amontonaba y serpenteaba hasta la calle. Cuando llegué al mostrador, resultó ser la primera de varias colas, saltos y vaivenes entre ventanillas. Ya en la tercera fila, el fotógrafo que terminaría de otorgarme la licencia se dio cuenta de que había un error tipográfico en mi nombre y tuve que comenzar el proceso otra vez. Al hacerlo, el funcionario que me atendió originalmente me mandó a tomar un examen escrito para poder expedir la licencia. Y yo, tan inocente, pensando que la ley de tránsito en California no sería muy diferente a la de Missouri o Puerto Rico, cogí el examen sin estudiar… y me colgué gloriosamente. Sólo se permitían seis respuestas erróneas de un total de 36 preguntas, y yo fallé y dejé de responder un total de seis. Tras lo cual, me entregaron un libro de casi 100 páginas para que me aprendiera bien las reglas de conducir, pues sólo podía tomar la prueba tres veces. Por los próximos días, tuve recuerdos muy bonitos de mis años de embotellamientos académicos y pesadillas de un college board vehicular. Una semana y varias uñas mordidas después, me enfrenté valientemente —anclada en mí misma y sin perder la paciencia— a la fila dragonesca, al examen capcioso, y a los dos empleados contagiados de distracción que querían enviarme a hacer la primera fila de nuevo por el mismo error tipográfico que cometió el primer funcionario. Posteriormente, se disculparon. Durante una tercera visita al DMV, pude registrar la tablilla de mi vehículo, y la empleada aseguró que no necesitaría una inspección de humo, pues se trataba de un automóvil híbrido. Una vez recibí por correo la licencia de conducir y el marbete del carro, me percaté de que ambos documentos contenían faltas fundamentales. El error tipográfico inicial, pese a haber sido corregido en dos ocasiones, aún aparecía en la licencia, y el DMV notificó que el vehículo sí necesitaría una inspección de humo, por lo tanto mi tablilla ya no era válida. Visitaría el DMV por cuarta vez. No extrañaba para nada el DTOP en Puerto Rico y me preguntaba por qué, si los puertorriqueños nos quejamos tanto de los pobres servicios públicos en nuestro país, estamos dispuestos a atravesarlos en la metrópolis, donde nos venden que todo es mejor. Consideraba estas cosas mientras uno de los empleados me entregaba la licencia válida con una sonrisa: “Ahora ya es residente. ¡Bienvenida a California!”
Conseguir un espacio de vivienda también ha sido una aventura sin precedentes. Todo el mundo quiere vivir en Cali, pues el clima es estupendo, las playas son maravillosas y existe una cultura de mente abierta, ambientalista, holística y cosmopolita. Gracias a ello, la especulación de propiedades, incluso en el mercado de alquiler, es extravagante hasta rayar en lo ridículo. Alquilar una habitación con baño y cocina compartidos cuesta tanto, o más, que una hipoteca en otros estados y territorios.
Practicar la gratitud
La contraparte ha sido la oportunidad única de meditar en el monasterio de Deer Park, fundado en la tradición del maestro zen Thich Naht Hanh. Trato de llevar a mi práctica cada reto que confronto. Ha sido valioso aprender a respirar conscientemente dentro de mi corazón y poder acurrucar entre mis manos un plato de comida en el que veo al cosmos entero: el arroz de India, las papayas de México, los plátanos de Ecuador; frutos que contienen dentro de sí a los rayos del sol que iluminaron a sus plantas madres, a las nubes que se disolvieron sobre el suelo y entregaron su agua a raíces y tallos, y a los minerales de la tierra que sostuvo y nutrió las cosechas.
Mi práctica de agradecimiento ha crecido. Las desaveniencias que están más allá de mi control me han dado la oportunidad de dar gracias por cada buche de agua en medio del desierto. A través de la gratitud estoy aprendiendo el valor de la resiliencia, la capacidad de adaptarme a circunstancias nuevas y cambiantes sin sucumbir al desánimo.
He descubierto que los momentos felices, por pequeños que sean, son triunfos y hay que celebrarlos. Hace un par de semanas, tuve uno de esos logros que parecían simples: aprendí a poner el botón de pago de “PayPal” en mi página de servicios por internet. Lo celebré ampliamente pues, hace pocos años, en mi temporada más oscura e incapacitante, no era capaz de llenar una factura para enviarla a un cliente. Así me perdí varios pagos. Podía hacer lo básico: levantarme, preparar desayuno y tener un trabajo liviano, pues no podía trabajar muchas horas. Las ganas incansables de sanar, no importa cuán lejos tuviera que llegar ni cuánto me tardara, la generosidad de amor de tanta gente que encontré en mi camino tras varios tropiezos, desarrollar paciencia conmigo misma —aunque sintiera que daba un paso pa’lante y dos pa’trás— y agradecer cada cosa que sí salía bien, han dado lugar, bien lentamente, a un hermoso florecimiento que aún está en desarrollo. Como hasta las pequeñas cosas parecían imposibles, celebro cada cosa mínima que me echa hacia adelante. Así, un día a la vez, he ido construyento una plataforma para mis servicios. Cada paso ha sido un triunfo de sanación. Cuando aprendí a poner el botón de PayPal, hice toda una algarabía. ¡Algo tan sencillo!
Les debo tanto a las personas que han leído estas crónicas, porque muchas veces lo que me mantenía de pie hasta la siguiente semana era que me tocaba escribir el próximo relato. Pensaba en la gente que esperaba leerlo. Me han leído todas las lágrimas, así que les comparto las sonrisas de cosas que parecen simples, pero que para mí son grandes. Al celebrar cada peldaño de éxito, mi mente se abre a esperar el próximo.
La mente humana tiene pensamientos repetitivos día tras día. Sin darnos cuenta, nos ahogamos en los estribillos negativos. Al expandir mi mente para ver las cosas hermosas a mi alrededor, aunque sean las mismas (el ronroneo de mis churris cuando los acaricio, el amanecer, el mar, los mandalas que hago con mi comida, cada interacción positiva con otro ser humano o no humano), reprogramo mi mente para ver aquellas cosas buenas que sí se repiten en mi vida. Y agradezco aún más aquellas cosas positivas a las que no les prestaba atención: un verso que se cruza en mi pantalla, una luz verde, las guayabas a precio especial, un día de excursión con una buena amiga. No se trata de ignorar o echarle una cubierta de azúcar a las cosas que una necesita atender y cambiar de su entorno. Pero mientras eso ocurre, es de gran ayuda enfocarse en lo que va bien. Así queda más energía para echar hacia adelante.

Aprendo también de lo que dice Jack Kornfield sobre el agradecimiento en el libro “La sabiduría del corazón”: “Cuando nos abrimos a la abundancia… Podemos disfrutar de la neblina que flota mientras se derrite la nieve mañanera, y del vapor que se eleva desde el plato de sopa… Podemos apreciar la sonrisa a medias de la mesera cansada y celebrar el hecho de que estamos aquí, vivos y respirando en esta Tierra maravillosa… El corazón verdaderamente abundante ya está completo… El estado de abundancia está conectado a un sentido profundo de gratitud. En Japón existe una terapia budista conocida como ‘Naikan’, que utiliza la gratitud para sanar la depresión, la ansiedad y la neurosis. Con este acercamiento, se nos pide que revisemos nuestra vida de forma sistemática y agradezcamos cada cosa que recibimos”.
Hoy sé que la gratitud y la abundancia son sinónimos. Agradecer es el arte de ver que, teniendo lo esencial, ya lo tenemos todo. Doy gracias porque no es tarde para comenzar, pues el fin de semana de Acción de Gracias aún no ha terminado. ¡Visítame en Facebook y cuéntame lo que agradeces hoy!
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