90 días: Mi propio camino al andar

por Yaisha Vargas/crónica publicada el domingo 19 de abril de 2015 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”.

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Foto por Yaisha Vargas. Unity Village, 2015

Era una mañana primaveral de rocío helado. Abrí los ojos a la cascada de luz que entró por la ventana de mi cuarto y me sumergió en un trance de paz. Mis ojos emergían de un sueño profundo y largo y yo estaba cómodamente acurrucada en mis sábanas termales. La luz que flotaba en mi habitación era tan hermosa que casi podía tocarla con mis dedos, una substancia traslúcida que lo permeaba todo y me acunaba dulcemente. Escuché una Voz que provenía de todas partes y de adentro de mí misma. Su tono apacible y sereno me susurró con firmeza: “Es hora de partir”. La reconocí con agradecimiento. Exhalé, me relajé en mi pequeño emborujo y, cerrando los ojos de nuevo, le respondí: “Okei”. Ni siquiera me preocupé. Me rendía a lo desconocido con el corazón henchido de agradecimiento. Era 11 de marzo. En esa misma fecha, exactamente dos años antes, me había mudado a la casa que habito. Aquí me había regocijado, y había llorado. Sembré rosas, alimenté a los pájaros, a los venados, me abrigué en los inviernos, me refugié en las tormentas de primavera y desplegué las ventanas en verano. Me sentaba en el balcón a mirar la torre de Unity mientras sonaba sus campanas y yo almorzaba acompañada de la brisa. La arboleda que se extendía frente a mi casa parecía salida de un libro de cuentos. El patio de atrás se poblaba de luciérnagas tras los extensos atardeceres de estío. Yo quería volar con ellas. Era mi mundo mágico, como el poema “Mi mundo” que escribí a mis 15 años. Comparto un segmento aquí:

 

“Cristalino espejo de mí misma,

mágico amor de mi alma,

rayos de mi luna de mañana que se filtran

en mi manantial de aguas que se calman.

 

Noche oscura cuando la luna falta

y de los ángeles el mirar se confunde con estrellas.

Lago de sueños, cantares y esperanzas,

mar de ilusiones, embrujado por sirenas”.

 

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Antigua casa de Rosemary Fillmore Rhea, Unity Village, 2014. Foto por Yaisha Vargas

Rosemary Fillmore Rhea, nieta de los fundadores de Unity Charles y Myrtle Fillmore, vivió en esta casa antes que yo. Residí aquí tras escuchar esa misma Voz que ahora me dirige a otro destino. Hace dos años, en medio de mi rebeldía por tener que mudarme por segunda vez en época de planillas, me convenció con firmeza pero con dulzura: “No dejes ir esta oportunidad, no será sólo una casa para ti. Ése será tu hogar y allí vas a escribir”. Y el crecimiento ha sido exponencial. En esta casa aprendí a ser dueña de mi vida.

Hace dos meses, mi intuición comenzó a decirme que empacara mis cosas, que pronto me mudaría otra vez. Tras sentir en mi corazón que el cambio sería ineludible, intenté negociar con Ella: “Si me tengo que mover, dame suficiente tiempo y dime hacia dónde voy”. Las señales me gritaban sutilmente, comencé a sentir ansiedad, y a tratar de que todo funcionara en el exterior, aun cuando ya no funcionaba en mí misma.

El remolino de adioses sospechados se acrecentó, hasta que se desbordó la represa de mis aguantes en un duelo premonitorio de lo inevitable. Me desahogué con dos mentores, expliqué por qué me tenía que quedar, que éste era mi hogar, que ya basta de darle la vuelta al mundo. Ambos me escucharon con infinita compasión y me aseguraron que no tendría que irme, que podía sentirme abrazada y bienvenida. Pero hay cosas que no están en las manos de nadie. A la semana siguiente, unos 90 días antes de mi cumpleaños, recibí una noticia: mi trabajo terminaría en dos semanas. Pedí la oportunidad de regresar a mi posición anterior en lo que dilucidaba mis próximos pasos. Pero la cosquilla intuitiva me dijo que siguiera adelante, no habría tiempo para pensar demasiado. Ese 11 de marzo me preparé para la entrevista como representante de servicio al cliente, pero la Voz me envolvió en paz: “Es hora de partir”. Fui a la entrevista de todos modos, pero no funcionó, ni para ellos, ni para mí. Me hicieron la oferta de que solicitara un tercer puesto que también había ocupado antes. Pero en ese momento, moví mi cabeza de lado a lado y confesé: “Creo que la Vida me ha dicho qué hacer y que siga adelante. Ya no la puedo ignorar”. Salí de la oficina de recursos humanos sintiendo que desplegaba mis alas. Al igual que el día en el que llegué a aquel edificio para trabajar, algo me cargó por los brazos y levantó mis pies del suelo: era hora de volar de nuevo.

La sacudida fue liberadora. Cuando acepté que las cosas tampoco funcionaban para mí, tuve la claridad de que la situación no era culpa de nadie. Era simplemente lo que tenía que ocurrir para que todos continuáramos nuestra evolución. Entregué una hermosa carta de renuncia y agradecimiento, resumí todo lo que había logrado y aprendido, sobre todo la sanación que había recibido y que había compartido con otros seres humanos.

¿Pero hacia dónde vas?

Me han preguntado eso tanto. Desde que el maestro zen Chan Huy, de la tradición de Thich Nhat Hanh, me inició en mayo pasado, anhelé visitar el monasterio en Deer Park en el condado de San Diego, California. Quería ir a un retiro y ver el lugar. Ahora la vida me daba quizás la oportunidad de otro boleto de ida sin regreso fijo.

Mi jefa anterior había crecido en San Diego y se había mudado de vuelta desde Kansas City para estar cerca de sus padres octogenarios. Conocí a otra persona en la ciudad a través de mis redes de recuperación. Busqué en internet los hostales que ambas me sugirieron, pero la sabiduría de Google me guió a llamar a otro lugar. El dueño se sorprendió de que mi llamada fue transferida a su teléfono celular. Él y su esposa ofrecieron recogerme en el aeropuerto y, una vez aterricé, me preguntaron sobre mi jornada hacia el monasterio. Les narré que vivía el final de un hermoso capítulo de vida y necesitaba un retiro restaurador. “Qué curioso”, dijo ella. “La inquilina que vive en la casita de atrás de mi propiedad se muda a finales de abril”. Respiré y no respondí nada. No podía ser tan fácil.

Mi pluma se detiene cuando trato de describir lo que viví en cuatro días de retiro, tras dejar atrás los aparatos electrónicos, no tomar selfies mientras estaba en los predios y escuchar profundamente. Llegué a una habitación sencilla que compartí con otras cinco mujeres. Nos levantábamos con las campanadas de las 5:00 de la mañana para sacudirnos el sueño y marchar a las 5:20 en caminata meditativa hacia el salón de meditación. Luego, nos sumergíamos en el silencio. Recitamos los sutras y gathas que aprendimos de las monjas que vivían en el lugar. Yo dejaba que el silencio saciara mi cansancio. No me di cuenta de cuán abrumada estaba hasta que me distancié del remolino. La transición editorial que había vivido durante más de seis meses me desgastó hasta los huesos. Mi niña interior me había mostrado sus heridas de la guerra. Yo ya no tenía energías.

En el monasterio recibí alimentos tan similares a los que preparo en mi hogar que casi me arrodillo de gratitud. Conocí a otros visitantes, veteranos de guerra e hijos de veteranos, quienes atravesaban por transiciones muy similares a la mía. Una de ellas era una maestra de yoga que llevó su guitarra. Compartimos canciones y nos hicimos amigas.

Campanario en el monasterio de Deer Park, California. Foto por Yaisha Vargas, 2015
Campanario en el monasterio de Deer Park, California. Foto por Yaisha Vargas, 2015

Escogí un rincón en el tope de una colina para meditar. Me arrodillé y puse mi frente en el suelo, postrándome ante el hermoso paisaje, entregando mi extenuación. Practiqué lo aprendido, convoqué a mis antepasados y pedí ayuda en mi transición. Sobre todo, pedí al Infinito saber con claridad lo que me toca hacer.

La enseñanza más poderosa la recibí de una monja vietnamesa. Tras escucharme con sus ojos oscuros y atentos, me enseñó a caminar. Observó que mis pasos eran ligeros, la planta de mis pies apenas tocaba el suelo. “No, no, no, así no”, me corrigió con amor. Me tomó de la mano y caminó conmigo, sus dedos pequeños me halaban hacia el suelo. No sé cómo lo hizo, pero desde su corazón hacia el mío se tendió un puente. Entendí que, cuando una camina, tiene que posar el pie entero en la tierra, hundiendo la planta y levantando el talón. Y confiando que el camino se va formando a medida que el pie toca el suelo. Respiré, entendí y lloré. Y comencé a hacer camino con mi propio andar.

Para el poema completo, visita en Facebook “90 días: una jornada para sanar”

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