Por Yaisha Vargas/crónica publicada el domingo 3 de mayo de 2015 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
“¿Qué ves?”, me preguntó mi maestro mientras yo meditaba. “El espacio en el que estaba mi herida emocional se está llenando de agua”, sonreí. “Está creciendo grama, hay una montaña, el sol, y se está formando un arcoiris. Los tonos del cielo son azul y rosado. Se parece a las fotos que he visto de Arizona. Pero yo nunca he estado en Arizona”. Abrí los ojos, y vi que mi instructor me sonreía de vuelta. La primera vez que me guió por mi paisaje interior, había allí una herida volcánica seca, un cañón de soledad que se quebrantaba en cenizas. Atravesaba entonces una transición muy dolorosa.
Me encuentro de nuevo en transición y la he asumido con mucho agradecimiento, poniendo en práctica lo que he aprendido de mi mentor. Tras saber que no tendría trabajo en dos semanas, y que, por consiguiente, me mudaría otra vez, lo más que me preocupó era cómo iba a empacar tantos libros. Hice lo que mejor sé hacer en mis encrucijadas. Pegué la frente al guía de mi automóvil y exhalé mi preocupación, en un acto moderno de rendición a lo desconocido. Tan pronto cambió el semáforo y levanté la frente para acelerar mi vehículo, vi un anuncio en la pegatina del carro frente a mí: “Yo te ayudo a empacar”. Cerré los ojos y le sonreía a la diosidencia: “¡Por supuesto!
Las transiciones de vida me han enseñado a navegar por aguas desconocidas y confiar que la vida me lleva a donde me toca ir. Hasta hace poco, mis transiciones eran tormentas de miedos. Mi sentido de seguridad radicaba en una rutina, un trabajo, las personas que veía todos los días y mis posesiones materiales. Todas estas cosas son necesarias para vivir efectivamente en el mundo. Sin embargo, llegaba el momento en el que sentía que se me atrofiaba el alma y necesitaba crecer. Con todo y la incomodidad que representa mudarse tan seguido, finalmente decidí hacer las paces con la sed de mi espíritu viajero. Resolví abrazar mi apellido guerrero y gitano.
Cuentan que de apellido Vargas fueron los valerosos que ayudaron al rey Alfonso VI a reconquistar Madrid en 1083 y a conquistar Toledo en 1085. Algunos gitanos adoptaban los apellidos de los nobles para los cuales trabajaban: Vargas, Heredia o Montoya. Entre la genealogía española que se montó en un barco sin regreso hacia las Américas, mezclándose posteriormente con los genes africanos y taínos que poblaron Borikén, navegó por generaciones el código genético que me compuso a mí. Heme aquí, guerrera y gitana, lista para empacar mis libros hacia mi próxima batalla espiritual … a la misma vez que dilucido si ya es hora de comprarme un “Kindle” para ahorrarme el tejemeneje, el costo y el cansancio de colgar tantos tereques en el camión que conduciré yo misma hacia mi próximo destino.
He aprendido a observar las señales de una transición: películas, libros, letreros en la carretera, llamadas o mensajes de texto de personas que no había conocido antes y la misma secuencia de números que grita por atención en tablillas de vehículos, recibos de compra, edificios, números telefónicos, el reloj y hasta el documento de terminación laboral.
Los mismos numeritos saltaron frente a mí en el monitor de mi computadora antes de renunciar a mi trabajo, en el boleto de avión a San Diego y en el edificio en el que renté el vehículo durante mis vacaciones en California. De regreso a Kansas City, el avión hizo una parada. Miré por la venta al sol que brillaba en tonos azules y rosados sobre una montaña. Me di cuenta que nos habíamos detenido en Arizona. Lo que vi semanas antes en mi meditación lo veía ahora por la ventana del avión. Me sobrecogió un sentimiento de confianza.
Esperando el segundo vuelo, degusté un riquísimo plato vegetariano oriental. Cuando me ofrecieron la galletita de la suerte, dije “no gracias”, tras lo cual me percaté de que, aunque no la consumiera, tendría un mensaje para mí. Dejé mi comida enfriándose y volví al mostrador. Aunque esperé más por ese bocadito empapelado que por mi almuerzo, mi intuición me decía que no me moviera de allí. Finalmente, desenvolví mi albur azucarado y lo quebré con cuidado, deslizando fuera de allí el mensaje cósmico en forma de papelillo: “Llegará algo nuevo sobre cuatro ruedas”. Una carcajada flotó fuera de mi garganta: “¡Por supuesto! ¡El camión de la mudanza!”
Agarré de nuevo el libro “Al estar en transición”, de Robert Brumet. “En esta era actual de incertidumbre, quizás lo único cierto es que la vida cambiará. El cambio es una parte inevitable de nuestra experiencia humana… La mayoría de los que vivimos hoy estamos presenciando y experimentando más cambios es unos pocos años que los que nuestros antepasados posiblemente hubieran experimentado en el curso de toda una vida. Estos cambios continúan ocurriendo en un porcentaje creciente. Ciertamente parece que el tiempo mismo, de alguna manera, va más rápido”.
El autor del libro que me ayudó durante dos transiciones seguidas en Puerto Rico en 2008 y 2010, se convirtió posteriormente en mi mentor. Brumet explica que, además de los cambios veloces en la tecnología y en nuestros estilos de vida, también se ha alterado la manera en la que nos percibimos a nosotros mismos. Experimentamos una evolución rápida en nuestro interior. El ministro Unity asegura que algunos de nosotros “hemos elegido conscientemente el embarcarnos en un viaje de crecimiento y transformación personal, aparentemente buscando y aceptando el cambio”. Sin embargo, eso no quita que nos resistamos, ya sea obvia o sutilmente. Esto es normal, pues traemos de fábrica un mecanismo de auto-preservación. Buscamos significado a la experiencia del cambio, sobre todo cuando nos sentimos perdidos y ya no somos el puesto de trabajo que teníamos, ni tenemos la cantidad de dinero que poseíamos o estamos en la relación de pareja que atesorábamos. Atrás quedó lo que le daba sentido a nuestras vidas. Quizás sentimos que morimos a lo que éramos. Pero al morir a lo antiguo, crecemos a una vida nueva. Brumet me presenta de nuevo la lección que aprendí con Osho hace cuatro años y medio cuando “morí” en un curso sufi en India: al temer a la muerte, que es tenerle miedo al cambio, también tememos a la vida. “Para estar vivos plenamente debemos estar dispuestos a cambiar, a entregarnos al momento sin resistencia; debemos estar dispuestos a ‘morir diariamente’, inclusive momento a momento”, dice Brumet. Tal y como aprendí del sufismo antes, hoy doy pasos mientras la muerte exhala sobre mis hombros, anunciándome que, segundo a segundo, espera darme su abrazo final. Y entonces me doy cuenta que entre los sufis, quienes practican una rama mística del Islam, también hay viajeros gitanos.
Que las cosas mueran no es culpa de nadie. En el campo de vida que transitamos, todo terminará algún día. Nadie le pregunta a una flor por qué, tras ser tan hermosa, se marchita y se muere. Tampoco se nos ocurre echarle la culpa a la flor. Pues todas las demás cosas son como las flores. Incluso nosotras mismas. Al intentar preservar lo que está destinado a desaparecer o a transformarse en algo diferente, creamos resistencia y sufrimiento.
Y mientras termino de escribir esta crónica, rodeada de las cajas de la mudanza, saboreando los últimos días en mi hermoso hogar, el paisaje mágico de mi ventana, los venados que pastan frente a mi casa y las mariposas que nacieron con la primavera, me doy cuenta que lo disfruto mucho más ahora que sé que se va a acabar, como el sol que es intensamente más hermoso justo antes de sucumbir al horizonte. Amo haber vivido aquí y me chupo cada instante soleado. Creo que finalmente estoy aprendiendo a morir. La oruga que se rinde al capullo creyendo que va a fallecer, resucita en mariposa. La vida creció en la flor y creció en la mariposa. Cuando me toque, la vida que me hizo crecer a mí en una cápsula humana abrirá el estuche y quién sabe si me dé alas para mi próxima etapa de evolución.
Mi intuición me asegura que todo saldrá bien. Es la única evidencia que tengo, además de la segunda galletita de la suerte que abrí una semana después de mis vacaciones: “Recibirás actos de bondad en los próximos meses”. Y también, la lectura que mi papá y yo hacemos todas las mañanas. Esta vez, compartimos el libro “La mente: el poder maestro”, de Charles Roth. “La osadía es necesaria para saber que Dios me guiará”.
Agradezco el amor de tanta gente que ha seguido estas crónicas. Qué mucho los quiero. No saben cuánto. Gracias por leer. Sin eso no habría aventura. ❤
Gracias por escribir, sin eso moriría de aburrimiento! Donde quiera que vayas te seguiremos para reir o llorar contigo…Que tengas una marejada feliz!
Gracias Maria. Con tanto cariño de los lectores, sé que estaré segura. Un abrazo. 🙂