90 días: Navidad que vuelve

Por Samadhi Yaisha Vargas/crónica publicada el domingo 22 de diciembre de 2013 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”.

220px-Phra_Buddha_Maha_Suvarna_Patimakorn,_Wat_Trai_Mit,_BangkokEn mayo de 1955, una gigantesca estatua de Buda aparentemente hecha de estuco era trasladada de la sencilla pagoda en la que había estado durante 20 años, bajo un techo de zinc, a un espacio más grande que era construido en el templo Wat Traimit en Bangkok, Tailandia. En el último intento por levantar la pesada escultura, la imagen cayó al suelo. El pedazo que se desprendió dejó entrever que bajo la cobertura de estuco había oro. Los trabajos de construcción se detuvieron para estudiar la estatua, cuya cubierta fue removida cuidadosamente para revelar una magnífica escultura de oro de tres metros de alto y más de cinco toneladas de peso.

Se cree que el Buda de Oro en Wat Traimit fue fundido entre los siglos 13 y 14 en India y transportado a Tailandia. Fue cubierto bajo yeso y luego pintado para evitar que fuera robado justo antes de que el reino de Ayutthaya fuese invadido por birmanos en 1767. Desde entonces, la pieza fue trasladada en varias ocasiones a diferentes templos, quizás como una estatua más del Buda, hasta que en 1935 fue traida a la pequeña pagoda. Se le tomó por una imagen común durante 188 años. En 2010, se le construyó un gran templo a esta obra de oro de 18 kilates, hoy valorada en unos 250 millones de dólares.

Mi pasado me había legado una gruesa capa de protección, que en su momento sirvió como una defensa muy eficaz. Pero con el paso del tiempo, pese a que ya no había fuerzas opuestas de las cuales defenderme, la armadura se quedó plasmada en mí como si fuera mi verdadera identidad. Era cómodo quedarme ahí, sin que nadie viera lo que había bajo el armazón. Fueron necesarios varios golpes agudos, hasta que comencé a rendirme al proceso de quitarme las capas de lo que yo no era. Atravesé varios años de oscuridad, incluso “desaparecí” del panorama.

Uno de los momentos más ordinariamente significativos ocurrió una Navidad, y al observarla en retrospectiva, hoy entiendo por qué celebramos el nacimiento de nuestra naturaleza divina (conciencia crística) justo después del solsticio de invierno, el día más corto y oscuro del año. Lo entiendo como una representación de que en esa noche más oscura, en el momento en el que la vida se nos ha contraído al mínimo, que se nos han agotado todos los mecanismos que nuestro ego conoce para manejar alguna situación, es cuando finalmente nos rendimos a un Poder Superior a nosotros, y nacemos a una conciencia nueva. Para ello hace falta estar dispuestas a seguir lo que dicta nuestra intuición y nuestra conciencia. María, la madre de Jesús, representa metafísicamente esa capacidad en nosotros de poder decir: “Hágase en mí según Tu palabra”. En ese momento, rendimos nuestra mente racional con sus limitaciones. Al reconocer y asociarnos con nuestra naturaleza divina, gestamos un estado de conciencia más elevado: nacemos de nuevo. Aunque es un proceso hermoso, puede que sea tan doloroso como un parto, pero sus resultados finales superan la vida que teníamos anteriormente.

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En mi noche más oscura, llegué al tercer destino de mi viaje espiritual dos días antes de Navidad, justo antes de una tormenta de nieve. Estaba lejos de familia, amigos, o cualquier persona conocida. Me costó trabajo conseguir un lugar para pasar la Nochebuena, y cuando finalmente lo hice, mi consuelo y ánimo consistió en agarrar mi guitarra y cantar el villancico “Qué niño es éste”, el cual había escuchado por primera vez en la flauta de un vagabundo en París diez años antes. Esa noche lo volví a oír del cantante italiano Andrea Bocelli. En el lugar sencillo en el que me hospedé, llamaba a mi propia naturaleza divina a que emergiera y me salvara de lo que parecía un viaje espiritual tornándose en locura. En medio de esa dificultad, nacía en mí la tesitura necesaria para salir adelante, confiando en esa persona nueva que surgía en mí. Ese periodo de oscuridad fue como un vientre, el pasillo entre dos puertas –la que se había cerrado y la que aún no estaba abierta. Entre la nieve y los días de luz tan breve, comprendí de manera diferente el propósito de las luces de Navidad, el nacimiento de Jesús y los Tres Reyes Magos.

Siempre había visto las luces cubriendo árboles verdes y saludables en el Caribe, pero en aquella Navidad vi las guirnaldas adornando árboles que parecían estar muertos. Aunque en la naturaleza invernal todo parece deshabitado, lo que realmente ocurre bajo la tierra es la preparación para un ciclo nuevo. Las hojas y frutos que cayeron al suelo en el otoño se descomponen y reciben la humedad de la nieve, nutriendo la tierra que florecerá en la primavera. En ese periodo en el que comencé a vivir en una latitud más fría y estaba deprivada de luz solar, los colores presagiaron la celebración de esa pausa en preparación para el próximo ciclo; lo que realmente ocurría era que estaba renaciendo. El niñito Jesús es un símbolo de ese nacimiento nuevo.

Los Tres Reyes Magos representaron todos los regalos que ese momento de oscuridad vino a traerme. Las lecciones y experiencias que viví, las personas que conocí, y las habilidades que desarrollé, entre otras muchas bendiciones, me dieron herramientas para la vida que ha seguido después. Son tesoros para toda la vida.

thecornerwithaviewEl regalo más grande que recibí de todas mis experiencias llegó a mí una Navidad en la que regresé a Puerto Rico. Varios familiares nos reunimos la mañana del 25 de diciembre para ver a los más pequeños abrir los regalos. Coincidimos en la misma casa, como por “casualidad”, justo en ese momento. Mientras los adultos nos sentamos a mirar los niños descubrir lo que habían recibido, me sobrecogió la realización de que ya no estaba sola, como la Navidad anterior. Los adultos compartíamos en complicidad silente la alegría de ver cómo otros disfrutaban de lo que habíamos traido. Yo pensaba que abrir los regalos cuando era pequeña era la mayor felicidad, hasta que comprendí que era mucho más divertido hacer lo contrario: regalar a otros. Durante ese momento de silencio y alegría, me sentí plena, sentí que pertenecía, y percibí algo más grande que yo misma, una Presencia colectiva que nos abrazaba y sobrecogía. Era el regalo de estar juntos y compartir el mismo espacio, disfrutar de que estábamos presentes ante los seres que amábamos. La presencia de mi familia aquella Navidad fue el mayor regalo. La palabra presente se abrió para mí en todas sus connotaciones. No la hubiese entendido como la comprendí si no hubiese estado lejos.

A veces le tenemos miedo a dejar la vida que ya no nos funciona, no necesariamente porque las circunstancias sean negativas, si no porque nos toca crecer, renacer, volar. Como el Buda de oro, creemos que la capa de yeso que nos protegió, debe seguir funcionando cuando ya no nos sirve. Sí, la vida nos trae lecciones que se sienten como golpes fuertes, pero pueden ser regalos extraordinarios si abrimos el corazón, como hice muchas veces luego de aquella Navidad, tras la cual le dije a la vida: “¡Aquí hay una lección, hazme crecer!” Esa afirmación me ha servido en innumerables ocasiones para convertir los retos y las noches oscuras en luces de colores, renacimientos y regalos para mi evolución. Cada dificultad ha terminado con una epifanía, una canción de crecimiento y renovación. Cuando me rindo a ella y a lo que vino a traerme para crecer, la vida en sí se convierte en una celebración de Navidad que vuelve constantemente para bendecirme.

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Imágenes: wikipedia.org; raisinglittlesaints.org; thecornerwithaview.org; wallpapersxl.com

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