por Samadhi Yaisha / crónica publicada el domingo 18 de agosto de 2013 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
Al meditar comencé a entender que mis emociones no eran buenas ni malas, simplemente eran parte de mi experiencia humana. Con algunas me sentía conectada con mi esencia, y con otras me desconectaba de mí misma. El denominador común era que todas llegaban, emergían en mi campo de conciencia y luego se disipaban, como visitantes de humo que arribaban, exudaban sus aromas, y se disolvían. El poeta persa Rumi lo describió en su “Casa de huéspedes”: “Esto de ser humano es similar a una casa de huéspedes. Todas las mañanas, una nueva llegada. Una alegría, un abatimiento, una malevolencia, un momento de despertar pasajero llegan como visitantes inesperados. ¡Dales la bienvenida y recíbelos a todos! Incluso si es una muchedumbre de preocupaciones que forzadamente vacía tu casa de sus muebles. Trata a cada huésped honorablemente, ya que podría estar vaciándote para una nueva delicia”.
Mi maestro de meditación expuso los pasos de ese proceso: ponerle nombre al estado mental o emoción, permanecer atenta a ella mientras atraviesa mi campo humano y volver a mi respiración, regresar a mi cuerpo-hogar. Entendí algunas emociones como círculos completos: amor, compasión, gentileza; y otras como insatisfactorias: aferramiento, aversión, agitación, duda. En vez de fingir que no estaban ahí y azucararlas con una sonrisa, familiarizarme con las emociones difíciles les quitaba poder. Decidí conocer la rabia que me había habitado, sentarme con ella y escucharla. Se había vuelto enorme en mí porque ponía todas mis energías en tenerle aversión y proyectarla fuera de mi cápsula humana.
Comprendí al rencor como una ausencia del Ser, un absentismo de conciencia. Creció como maleza salvaje en el lugar de mí en el que había comenzado a sembrar empatía y conexión interior; un proceso que se vio suspendido. Y eso mismo era la cólera: desconexión, una brecha, desconfianza en los demás, no encontrar el botón para encender mi luz, una interrupción de mi humanidad.
Por esos días asistí a una presentación de la autora estadounidense Sonia Choquette, quien narró la siguiente historia. Su hija disfrutaba de una cena con amistades en un restaurante con mesas al aire libre, cuando se acercó un vagabundo hablándole con demencia a los transeúntes y a los vehículos en medio de la calle. La joven lo invitó a sentarse en una mesa contigua y a pedir lo que quisiera. El mozo se sumó a la operación de ayuda y preparó la mesa con delantal, servilleta y sirvió lo que el hombre quiso. Aquel ser humano sin techo seguro, mal oliente y mentalmente desparramado, se tranquilizó. Mientras comía, un peatón se bajó del autobús y lo reconoció: “¡Fulano, soy yo! ¿Qué te pasó?” Ambos se habían conocido en Vietnam, y hacía muchos años que no se veían. El amigo le dio su información de contacto, le prometió ayuda y lo abrazó. La sanidad regresó a los ojos del vagabundo; todo lo que quería era que sus necesidades fueran consideradas, y se fue calmadamente.
Conocí mi rabia como un puente roto, una desconexión de la Fuente que me lo podía dar todo, porque había creído que ese manantial estaba fuera de mí, en la idolatría hacia otros humanos. Pero nada fuera de mi cápsula humana podía llenar ese hueco de maleza quemada. Mi práctica consistió en estudiar la emoción, aprender de ella, e integrarla a mi experiencia humana. Leí a Robert Solomon, filósofo y autor del libro “True to Our Feelings”, en el que menciona que las emociones son motivo de investigación científica. No son algo que nos ocurre, y tampoco son irracionales en el sentido literal, sino la forma en la que juzgamos al mundo. Son estrategias para vivir. “El miedo, el coraje… el amor, la compasión, todas son esenciales para nuestros valores, para vivir felices y saludables”.
Las necesidades y emociones irreconocidas del vagabundo se convirtieron en una olla de presión que había estallado en locura. Una vez alguien las reconoció, la sanidad regresó a sus ojos. Como parte de mi jornada de sanación espiritual, busqué ayuda de un terapista del Wellspring Retreat & Resource Center de Albany, Ohio; un centro especializado en ayudar a personas que han sufrido experiencias religiosas coercitivas y ayudan a entender por qué es difícil superarlas. Había pasado un tiempo razonable como para dejar atrás mis experiencias, y sin embargo, mi psiquis aún expresaba desconfianza y miedo hacia mi nueva comunidad espiritual. “Atendemos situaciones como la tuya todos los días. Es, lamentablemente, bastante común”, me explicó el terapista. “Lo que ocurrió no fue culpa tuya. Tienes derecho a tener coraje sobre ello”, me aseguró. También me ayudó a perdonarme por las decisiones que tomé, pues yo había entregado mi poder personal. Era momento de retomarlo y hacerme responsable de mi vida. Una vez llamé a la experiencia por su nombre, pude comenzar a dejarla atrás. Finalmente.
La expresión de emociones negativas no es motivo de vergüenza; reprimir tristeza o coraje se convierte en depresión y locura. Había maneras seguras de expresarlas en vez de almacenarlas en mi cápsula humana. Le di paso al coraje a través de la escritura y la pintura. Convertí su energía en algo positivo que me ayudara a seguir adelante.
Frank Ferrante, el carpintero de California que había sanado de adicciones y cirrosis, y expuso su historia en el documental “May I Be Frank”, visitó la ciudad nuevamente. Le cuestionaron si era necesario mostrar su proceso tan desnudo física y emocionalmente, y si ello no era perturbador para la audiencia. “Hacer eso (quitar las escenas difíciles) le hubiese removido el corazón a la película, porque eso es la vida misma (lo positivo y lo negativo)”, respondió. Se sintió integrado en la comunidad en la que sanó cuando escuchó: “El profesor Englehart me dijo ‘perteneces a este lugar’, yo imagino que él no sabía lo que estaba haciendo, porque yo estaba sangrando y él detuvo la hemorragia”.
Asistí a una meditación budista en la que hablaron sobre Thich Nhat Hanh, un maestro vietnamés, activista por la paz y poeta. En su libro “Being Peace” explica que la vida es ambas –terrible y maravillosa. Practicar meditación es armonizar con los dos aspectos y entender que la vida puede ser ambos al mismo tiempo.

Un día, mientras meditaba en grupo, percibí que mi cuerpo brotaba de la tierra como un árbol. Me vi emerger en los demás cuerpos también. Todos salíamos del mismo lugar; yo estaba en ellos, y ellos en mí. De camino a mi centro de trabajo, le dije hola a un compañero quien no saludaba mucho. Sentí la necesidad de reconocer que él estaba ahí. “Qué bueno verte”, le dije, y respondió: “Es bueno verte también”. Y entonces, una chispa de reconocimiento. Había saludado al Absoluto en la otra persona, y me había saludado de vuelta. Algo en mí se conectó cuando el otro reconoció que yo estaba ahí, y entendí la necesidad del vagabundo. Otro día me detuve en un jardín de rosas. Me quedé mirando una flor, y al rato sentí que me miraba de vuelta. El Absoluto expresado en el mundo físico espera ser observado, por eso se ha hecho visible.
En mis sufrimiento, alegrías, logros y desgracias, lo que había querido era que otro ser humano me entendiera y recibir compasión –no conmiseración—y entendimiento. El coraje era ausencia de conexión, conmigo misma y con otros, y había encontrado su antídoto: la empatía. La forma de sanar mi rabia era aceptarla sin decirle que era una emoción equivocada. Era amarla tal y como era. Entender su vastedad, era comprender al amor desde su ausencia.
En Facebook, 90 días: una jornada para sanar
Fotos por: http://www.rumibook.info y gimp-savvy.com