Por Samadhi Yaisha / crónica publicada el domingo 1 de septiembre de 2013 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
“¿Por qué te ubicas fuera del grupo?”, los ojos verdes de mi supervisora se enclavaron en mi rostro. Se reunió conmigo esa mañana tras notar que, en cada reunión de equipo, yo no me sentaba con el resto de la gente. Me quedaba en una esquina, detrás de un cubículo que protegía la mitad de mi cuerpo, cerca de la salida. Lista para irme.
“¿Es que no te has dado cuenta de que tú perteneces aquí?”. Una flecha al blanco de mis temores. No me había percatado de mi conducta: mi mente jugaba a quedarse fuera, anticipando lo que se había repetido en mi vida una y otra vez. Pertenecer en un grupo era quizás la lección que más miedo provocaba en mí. El aislamiento era mi zona segura.
Durante una reunión, enfatizaron sobre el trabajo en equipo, y nos mostrarnos un vídeo sobre cómo se comportan los gansos cuando migran en bandadas durante los cambios de estación. Al volar en formación de “V”, la eficiencia de vuelo de todos aumenta en 71%. A medida que los gansos que van alfrente baten sus alas, crean un estímulo que levanta a los que van detrás, los cuales a su vez graznan fuertemente para animar a los que van delante. Cuando uno de los gansos deja la formación, siente de inmediato el peso de viajar solo y vuelve a la “V” para aprovechar el empuje del grupo. Si el líder de la formación se cansa, rota su posición con alguno de los que va detrás. Cuando uno de los gansos se enferma, o es herido por un tiro, otros dos gansos se salen de la formación con él y se quedan en tierra hasta que el afectado muere o puede volar de nuevo. Aprovechan el paso de la próxima bandada migratoria para seguir su curso.
Observé aquel vídeo con admiración y añoranza. En mi experiencia, era raro ver un ganso andar solo por la ciudad. Incluso cruzaban la calle en grupo. Pero desconocía de su sincronicidad en vuelo. ¿Sería posible encontrar una bandada humana con ese empuje de solidaridad?
“Nos necesitamos unos a otros para iluminarnos”, escuché al Lama Surya Das, un maestro de meditación que durante cuarenta años había estudiado budismo tibetano, zen, vipassana y yoga. A sus veinte y pocos años llegó a lugares lejanos en India, Nepal y otras partes de Asia en búsqueda de enseñanzas. En sus largas travesías, viajaba en trenes con el mínimo equipaje. En una ocasión vivió en una casucha hecha de barro, y en otro momento enfermó de hepatitis por las condiciones del agua en la villa en la que recibía enseñanzas. Admiraba que nada detuvo el espíritu de este hombre, quien nació en Nueva York en 1950 bajo tradición judía con el nombre de Jeffrey Miller. Su jornada espiritual comenzó tras perder un amiga en un tiroteo en la Universidad de Kent State, Ohio, en 1970, durante el cual la Guardia Nacional le disparó a estudiantes. Agradecí todo lo que había atravesado Surya Das para llegar al templo en el que ahora me sentaba a escucharlo.

“La iluminación es la restauración de la salud espiritual”, nos dijo. “Llegamos al fondo de la cuestión espiritual a medida que despertamos juntos”, acentuó. Tuve la oportunidad de hacerle siguiente pregunta: “He tenido una práctica de perdón por más de dos años. Aún hay amargura, aunque mucho menos que antes. Me gustó su definición sobre la iluminación, ‘restaurar el camino hacia la salud espiritual’. Pero yo necesito ayuda cuando mi mente a veces intenta regresar al instante que lo cambió todo. Me he vuelto adicta a tratar de cambiar el pasado”.
No sé qué tienen los lamas, que algunos pueden escuchar más allá de lo que uno les cuenta. Yo no le dije nada más. Esperaba una respuesta general sobre el perdón, alguna práctica que me ayudara. Mis expectativas eran mínimas, y sin embargo, lo que escuché me bañó por dentro como un bálsamo de empatía. Su mirada le hizo una radiografía a mi alma, y mientras me observaba sin pestañear, bajó la voz y me dijo en un susurro claro: “Tú sabes cómo le llaman al trauma: desorden de estrés post traumático. Yo no estoy tan seguro de que sea un desorden, sino las reacciones apropiadas cuando ocurre una experiencia traumática”. Hizo una pausa, y yo sentí que su presencia me envolvía en una nube de compasión. Por fin, alguien que me entendía hasta el tuétano. Y mientras él le hablaba con comprensión a esa parte de mí que aún estaba aislada e insegura, yo sentía que algo en mí se disolvía y se abría a los demás. Ese día entendí la compasión. “Es bueno seguir enviando amor y bondad, forjar nuevas relaciones, tener un grupo nuevo, un sangha nuevo, terapia, todo eso. Espero que estés haciendo algo de eso”. Me abrazó con su sonrisa: “La práctica de perdón es sumamente importante”, enfatizó.
Frank Ferrante, el carpintero de California que sanó múltiples afecciones del cuerpo y el corazón, me había dicho lo mismo. Lo conocí en persona durante su décimo tercera visita a la ciudad mostrando su documental “May I Be Frank”. Era la tercera vez que yo lo veía. “Tienes que encontrar tu tribu. Y ya hay una tribu aquí. Éste es un gran lugar”, respondió a una pregunta de la audiencia sobre la búsqueda de apoyo para sanar.
“Nuestro trabajo (como humanos) es sanar al planeta, traer luz. La arrogancia apaga el brillo del espíritu”. Y yo sabía lo que era la arrogancia: el miedo demoledor a no poder pertenecer, a no percibir aceptación. Mirar por encima del hombro era una manera de anticipar el rechazo ajeno, y protegerse de él con antelación. Inspirada por sus palabras, le pregunté qué hace que una repita esa experiencia de rechazo una y otra vez. Me respondió: “El pasado. Hay que aprender a dejar ir. No se trata de condonar lo que otras personas hicieron, pero uno lo deja ir por la felicidad de uno”.
Le pregunté a mi maestro de meditación qué era un sangha y cuál es su función. Explicó que en la tradición budista de Vipassana, un participante toma refugio en tres aspectos: el Buda, el Dharma y el Sangha. Cada uno de éstos tiene, a su vez, un aspecto externo e interno. Externamente, se toma refugio en la figura histórica de Buda, en las enseñanzas y en los otros miembros de la comunidad de meditadores. Internamente, tomamos refugio en nuestra naturaleza búdica o iluminada (en ese aspecto, todos los seres son budas), en nuestra propia práctica (Dharma) y en la red que conecta a todos los seres que han despertado y que apoyan nuestra práctica.

El Sangha es una comunidad espiritual que respalda el crecimiento de sus miembros. Lo que me ayudó más en el proceso de confiar fue escuchar que, en momentos de reto, el Sangha proveería apoyo y compasión mientras una atravesaba ese tramo. Durante meses observé cómo funcionaba su dinámica, hasta que me sentí segura de poner un pie adentro, confiar un poco, a ver qué pasaba.
Poco a poco descubrí que mi capacidad de construir algo hermoso seguía estando ahí pese a que había procesado tanto dolor. Comencé por practicar abrazar a otros cada vez que recordaba algún abrazo no recibido. Y descubrí en cada uno, una solicitud de encuentro del Absoluto con su propio Ser.
En Facebook “90 días: una jornada para sanar”
Foto de gansos canadienses en vuelo: http://www.wikipedia.org
Hermoso!!!
¡Gracias!