por Samadhi Yaisha / crónica publicada en el diario “El Nuevo Día” el domingo 26 de mayo de 2013.
“Te amo, cigarrillo estúpido”. Con esa frase, una amiga meditadora encontró la puerta de salida de su hábito de fumar. Se había dado cuenta de que odiar a la fumadora en ella sólo la hundía más en su adicción, así que en vez de decirle al cigarrillo que lo odiaba, ella escogió amar esa parte de sí. Comprendió que el vicio era sólo una parte tangible de los sentimientos negativos que tenía hacia su propio ser. Escuchar su relato fue algo sumamente poderoso para mí. Yo no había logrado amar en mí a la que comía compulsivamente, procrastinaba y criticaba a los demás. Había entendido el concepto de amar todo de mí, sin reservas, pero a escondidas aún creía que tenía muchas cosas que arreglar de mi personalidad; defectos de caracter que me hacían un ser falible que no merecía amor incondicional.
Sentí el apasionamiento con el cual mi amiga transmitía su experiencia; su desesperación por dejar el cigarrillo y no poder. Hasta que finalmente se rindió ante la posibilidad de que no le tocaba manejar aquello sola. Comprendió ya no estaba sentada al volante conduciendo su propia vida, había algo más poderoso que ella a cargo.
Su experiencia me ayudó a entender mis obsesiones y cómo cada una era un mecanismo para huir de mí misma y del momento presente. Huía compulsivamente. Así que cuando llegué a mi casa, me senté con todas ellas a la mesa: “Amo a la criticona en mí, a la que procrastina, a la comelona compulsiva, a la adicta al azúcar, a la llorona….” Tras un rato de práctica, comencé a sentirme sumamente agotada. Todo mi cuerpo comenzó a relajarse, y no me resistí. Experimenté que lo estaba soltando todo y algo se derretía en mi interior: “Amo a la que se equivocó en el pasado, a la que quiere cambiar lo ocurrido, a la que confió a ciegas, a la ansiosa, a la peleona, a la que siempre quiere tener la razón. ¡Las amo a todas!” Recosté mi frente sobre la mesa, percibiendo cómo mi cabeza, mi cerebro y todo mi sistema nervioso se relajaban. Me mantuve presente ante la experiencia, y hasta sentí que mis neuronas eran libres. “Escuché” a mi mente “decir” que estaba bien agotada de estar en control, y que no había dormido en años. Así descubrí el antídoto para mi insomnio. Mi mente “dijo” que estaba cansada de sostener el juego, la pretensión y el sufrimiento. Me “confesó” que por eso a veces había querido morirse, porque el tren de vida no paraba. “¡Meditar, por favor, meditar!”, la “escuché” decir. Y le hice caso; me senté a meditar. ¿Podría amar a mi mente obsesiva como mi amiga amó su adicción?, le pregunté a mi maestro de meditación. “Inténtalo como experimento”, me respondió.
Así que comencé a practicar: “Te amo, mente bonita”. Cada vez que observaba mi mente obsesionarse con algo: “Tengo una mente preciosa”. Cuando me latigaba a mí misma: “Eres maravillosa”. Hasta que un día, mientras meditaba, sentí que de mi corazón brotaba un flujo de energía que subía hasta mi cabeza y nutría mi cerebro. Mis neuronas comenzaron a despertar. Mi corazón no se había resistido a amar todo de mí, pero hasta ese momento mi mente no supo dejarse querer, y cuando se rindió, ocurrió ese milagro. Fue fundamental estar rodeada de un sistema de apoyo humano que entendía este proceso.
Yo había aprendido a usar mi mente solamente para hacer cosas, memorizar, trabajar, explotarme, para lo que el sistema y la sociedad esperaba. Había aprendido a criticarla y maltratarla por no ser perfecta, y por eso se había deprimido, entre otras razones. Ahora yo estaba lista para aprender a utilizar con sabiduría este instrumento, el más preciado de un ser humano luego del corazón y su capacidad de amar. Y me senté a meditar: “Amo a la que se cree perfecta en mí, a la que no quiere mirarse en el espejo sin maquillaje, a la complaciente compulsiva en mí, a la que recuerda con rencor. ¡Amo a la que no se ama en mí!”
Esta práctica me ayudó a dejar de pelear conmigo misma. Aprendí a dejar mi mente descansar de críticas, y de repente se volvió más fácil ir a dormir. Lo más que me asombraba era escribir en mis diarios cuán cansada estaba mi mente de tratar de controlar cosas más allá de su capacidad: “Amo a la que quiere regresar a una vida que ya no existe”.
También repetí: “Amo en mí a esa que tiene rabia”. Y aquí me detuve a observar que cuando amaba a mi sentido de humanidad mientras atravesaba la experiencia de sentir rabia –sin hacerle daño a los demás, sólo estando presente ante ella–, la emoción se disipaba, no porque la había ignorado o empujado de lado, sino porque la había mirado de frente.
Durante días no paré de buscar cada resquicio interior que guardara recuerdos o percepciones negativas sobre mí: “Amo a la que siente terror por las opiniones de los demás, a la que siempre tiene hambre. Amo a mi corazón cuando siente dolor por el pasado”.
Vi que el peor miedo de mi mente era que no sobreviviría. “¿Qué pasa si repites que vas a sobrevivir?”, me preguntó mi maestro. Y repetí: “Voy a sobrevivir. Me siento protegida”, lo que resultó sumamente sanador para mi sistema nervioso; mi ansiedad se redujo considerablemente.
Poco a poco, tras comenzar amarme así –desde el desamor– dejé de tenerle cosa a gente que había querido criticar básicamente por las mismas razones por las cuales me azotaba a mí misma. Comencé a aceptar mis lágrimas, errores, fracasos, pérdidas y duelos. Y gracias a eso, también pude aceptar mis alegrías, éxitos, amigos, mascotas, trabajo, compañeros, padres y familia. Empecé a aceptar a la gente que me había herido, y si no podía aún, al menos admitir lo que había ocurrido que provocó dolor. A esa parte de mí que temía no sobrevivir, le repetía: “Merezo sentirme protegida. Voy a sobrevivir”.
Entonces pedí al Universo recibir en mi vida con amor aquello que me resultaba más difícil: los talentos que Dios me había dado para compartir. Dejé de fijarme más en la gente que no había podido o querido extender apoyo, e hice una extensa lista de los que sí estaban presentes para ofrecer respaldo.
Con el paso de las semanas y todos estos ejercicios que surgían de mis prácticas y meditaciones, finalmente entendí que mi mente había necesitado nutrirse de apoyo, seguridad emocional, amor incondicional, belleza, de saber que su mejor esfuerzo era suficiente y que sí sobreviviría. No había nada que arreglar en mí, sólo amar todo al unísono; mis contradicciones, sombras y aciertos.
Abrí el libro de poesía de Rumi, pidiendo una casualidad cósmica, y me topé con la siguiente estrofa:
“¿Quién se ha ubicado en mi casa?
Hace señales con la mano.
¿Qué quieres de mí?
Nutrirme, y la intimidad de una sola verdad”.
Visita el grupo de Facebook: “90 días: una jornada para sanar”
Imágenes: http://www.livingwordyork.org, http://www.allposters.com, http://www.madamenoire.com
Hola, Samadhi:
Me encantó tu relato de hoy. A esto aprendí a llamarlo, “abrazar mis sombras”. Es un proceso casi mágico. Cuando abrazo mi sombras, tal como lo has hecho tu, la luz que está al lado de ellas también surge, pues son hermanas que no se separan. El el tarot, este proceso es representado por el 2 de Copas. Que tengas un lindo domingo. Me encanta leerte.
Gracias Aurora… El dos se repite en mis dualidades. Soy géminis, así que te imaginarás… Abrazar mis sombras ha sido un proceso extraño, pero necesario para llegar a un estado de salud integral. Escribiré más sobre eso…. Gracias por tu lectura y apoyo, que son tan importantes. Un abrazo….
Recordada amiga.
Cómo siempre leerte me da fuerzas y encuentro de una u otra manera centrarme de nuevo en mi; de regreso a casa, contenta y liada, pero de una manera tranquila e intentando; primero sobrevivir económicamente y luego buscarme un refugio para poder meditar, normalmente lo hago de noche de día es imposible con tantas idas y venidas, pero siempre dejando 30 minutos para ello. Siempre has sabido explicar lo que mi corazón me grita, por eso siempre es un éxtasis leerte. Mucho amor, paz y alegrías, querida amiga. Hasta siempreee.
Meditar para mí es la solución a todo… Te envío un abrazo y la certeza de que todo estará bien.