Por Samadhi Yaisha/crónica publicada el 16 de septiembre de 2012 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
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Salía de una de mis clases de veganismo crudívoro cuando una compañera me contó que, como estaba cansada de su trabajo y de su jefe, hacía el mínimo de sus tareas y esperaba que la despidieran pronto porque estaba harta. Aunque su comentario parecía incongruente, podía ver que tras su comportamiento se escondía el temor de responsabilizarse por su propia transición. Era comprensible que tenía miedo y era más fácil culpar a su jefe por un despido que aceptar que quería dejar su trabajo. En mi camino de recuperación he aprendido a no dar consejos que no me han pedido, porque resultan en una forma sutil de control; como meterse en la cabeza de otra persona y manejar su voluntad. Pero algo me animaba a contarle me historia y decirle que, si hubiese estado conectada a mi necesidad de cambios en vez de dejar mi vida a cargo de los demás y lo que creían que era mejor para mí, quizás me hubiese evitado mucho sufrimiento.
Para ese momento, ya me había percatado que algo en mí me avisaba cuando se avecinaba una metamorfosis, pero yo ignoraba el mensaje, o le daba más importancia a las necesidades y opiniones de otros, quedándome estancada hasta que sobrevenía un golpe. Mi concepto de las transiciones era que conllevan mucho trabajo y una descarga muy grande de fuerza interior. A veces, he ignorado el aviso porque la idea que viene a mi cabeza sobre mis próximos pasos no tiene sentido.
Así que la próxima vez que sentí una inquietud de transformación, no la ignoré, sino que le presté atención. Me senté a escuchar la bocina de mi corazón y a escribir en mi diario. Tras escribirlo, vi en mí la necesidad de un horario diferente o un trabajo nuevo que me permitiera oportunidades de recogimiento espiritual. Comencé a sentirme incómoda en mi posición laboral. Me detuve a observar mis sentimientos y a recordar mis reacciones anteriores en una situación similar. No quería repetir el escenario, así que lo puse en mis meditaciones, pidiendo claridad y guía a cada pequeño paso; e incluí la intención de aprender la lección que era la cima de mis dificultades durante mis transiciones: la paciencia.
Puse en práctica el ejercicio que me había contado una amiga en Puerto Rico cuando se le presentaron dos oportunidades de trabajo a la vez. Me relató que, durante el proceso, cerraba los ojos y se veía a sí misma extendiendo sus manos para que su guía espiritual la dirigiera en cada movimiento y decisión. A ella le funcionaba la imagen de Jesús. Yo no utilicé ninguna imagen, pero hice el ejercicio, dejándole saber a la fuerza de la Vida en mí que estaba lista para escucharla.
Días después, pasé frente a un tablón de edictos en mi lugar de trabajo y sentí la inquietud de nuevo. Presté atención a esa cosquilla y miré el panel, en el que habían colgado varias posiciones con sus requisitos. Me llamó la atención una de ellas y quise presentar una solicitud, pero no actué de inmediato. Seguí meditando y preguntándole a mi Ser Interior si era la mejor decisión.
La intuición me sugirió que explorara por mi cuenta el departamento en el que tenía interés. Durante varias semanas, hablé con empleados, les pregunté sobre su experiencia y observé el tipo de trabajo que hacían. Hice un ejercicio de empatía: notar sus expresiones corporales cuando me respondían y cómo me sentía yo al observarlos. Me senté a meditar otra vez y pedí guía. Hice una lista de los pros y contras. Finalmente, un mes después, cuando percibí que era el momento correcto, presenté la solicitud. Posiblemente no fui la primera candidata en someterla, pero confié en que, si estaba para mí, no tendría por qué preocuparme. Recuerdo que le dije a la Vida, a mi Ser Interior: “Si no está endosado por ti, y si no vas conmigo, yo no quiero ir”.
Simultáneamente, esa voz interna me animó a dejarle claro a mi supervisora sobre mis intenciones de solicitar una plaza en otro departamento. Aquello despertó en mí el temor de que su comportamiento hacia mí cambiaría cuando expresara mi necesidad de transición, cosa que me había pasado antes. Sin embargo, su reacción fue alentadora. Tras haber sido honesta con ella, recibí apoyo en mi búsqueda. Ello me animó a mantenerla informada a cada paso.
-No me gustaría que te fueras, pero sé que no puedo detenerte- fue su respuesta. -Si no funciona, ten en cuenta que puedes regresar cuando quieras y tendrás tu plaza de vuelta-
Aquella mujer quizás no imaginó que sus palabras desarmaron mi ego fugitivo en segundos. Me di cuenta de que todo lo que quería mi personalidad escapista era tener un lugar seguro económicamente y emocionalmente para regresar.
Le di las gracias por haber creído en que sí podía trabajar pese a la metamorforsis que vivía, incluso cuando yo lo había dudado. Las tareas que me habían tocado fueron la transición perfecta para regresar al mundo laboral y confiar en que volvería a ser autosuficiente. Mi confianza en que podía ser así, se rehabilitó al ver que este patrono estaba al tanto e informaba a sus empleados sobre las leyes de trabajo que le correspondía cumplir. Como parte de mi adiestramiento, me hicieron un examen de personalidad. Así supe que yo era eficiente cuando recibía instrucciones de un solo supervisor en vez de múltiples, y se me asignaban tareas en orden en vez de todas a la vez. El “multitasking” no iba con mi cerebro, aunque me había forzado a aprenderlo para sobrevivir, obligando a mi sistema neurológico a trabajar contracorriente. La gracia fue que ése era el tipo de empleado que estaban buscando, pues la labor que se hacía requería enfoque, paciencia y empatía. Aquella experiencia laboral confirmó lo que me había dicho mi terapista: una no tiene que dejar de trabajar al atravesar un momento difícil; hay patronos que sí están dispuestos a hacer acomodos razonables cuando un empleado atraviesa un proceso de recuperación o transición, y los resultados son gratificantes para ambas partes.

Pocas semanas después, mi nueva supervisora me mostraba cuál sería mi nuevo escritorio. Allí había un letrero: “¡Bienvenida Samadhi!”. Fue un gesto simple, pero me sobrecogió profundamente. Era el amanecer del que me habló el primer gurú en India. Cuando uno anochece en un lugar, situación, relación o trabajo, siempre madruga en otra parte; lo que me hace pensar que también ha de ser así cuando abandonamos el cuerpo físico.
-Entonces sí sabes hacer transiciones saludables- me preguntó una compañera de un grupo de apoyo a quien también le narré la historia. Viajera como yo, había vivido en ciudades distintas y cambiado de trabajo.
Era muy fácil para los codependientes salir volando a otro lugar, pero la transición en sí muchas veces nos resulta caótica y espantosa.
-Bueno- le contesté. -Estoy aprendiendo
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