El valor de ser vulnerable

Por Samadhi Yaisha / crónica publicada el domingo 16 de septiembre de 2012 en el diario puertorriqueño El Nuevo Día.

Foto por Samadhi Yaisha

Así que agarré un avión y me fui a Nueva York… por un fin de semana. Llevaba en la mochila mi computadora y una historia que contar que iba a traduciendo a trazos entre llamadas y crónicas.

De camino al aeropuerto de Kansas City, escuché la canción “This is where the healing begins”, de la banda Tenth Avenue, un adelanto de lo que viviría en el taller.

Me aterraba viajar sola a una ciudad tan grande, así que me repetía: “No puede ser peor que lo que ya viví”. Esa declaración me sirvió de combustible.

Tan pronto pisé el aeropuerto de La Guardia, supe que nunca viviría en Nueva York. La Ciudad de los Rascacielos y protagonista de “Sex and the City” empequeñecía ante mis ojos por las aceras rotas, las calles desniveladas y el olor constante a basura y falta de higiene. Un paseo por Manhattan en taxi confirmó que los hoyos en las carreteras, la sobrepoblación y las construcciones sin terminar eran una epidemia nada diferente a la de San Juan; incluso en Times Square, el cual se veía significativamente más empobrecido que en todas las películas y series que había visto. El altar mundial de la opulencia -meses después tomado por ocupas- se sentía en mi piel como la memoria de una gloria pasada, de un concepto de éxito desplomado.

La sopa étnica de neoyorquinos y foráneos caminaba con prisa eléctrica y ojos atomizados. Entendí la película “I Am Legend”, y ya no me parecía ficción: el Nueva York que vi era una ciudad derruida poblada por zombis.

En mi habitación de hotel, un nido casi en el tope de un rascacielo, escuchaba con claridad el jaleo citadino a medianoche y aspiraba el aroma de antigüedad húmeda. Las ciudades, como las gentes, tienen su carácter y su olor.

En el taller que tomé conocí a la autora Cheryl Richardson. De ella escuché por primera vez sobre el valor de ser vulnerable. Narró que en una ocasión, durante una sesión con su ‘life-coach’, se latigaba a sí misma por ser tan sensible: “¿Por qué no puedo ser más fuerte como los demás?”

Sentada entre cientos de participantes, absorbía cada vocablo. En mi cabeza martillaba el recuerdo de un reclamo similar, acompañado de un jamaqueón de hombros: “¿Por qué eres tan vulnerable? ¿¡Por qué no te puedo hablar fuerte como a mis demás estudiantes, que sí aguantan!?” Frágil, débil, sensible, mantequilla en palito… Había comenzado a ver mi responsabilidad en la situación, pero aquella memoria aún me abatía.

Taller con Cheryl Richardson, 2011. Foto por Samadhi Yaisha

Richardson prosiguió: “Mi ‘life-coach’ me respondió: ‘¿Por qué te latigas? Tu sensibilidad es un regalo. Deberías protegerla en vez de atacarla.’

Algo en mi cabeza cambió de dirección. Yo me había esforzado por cambiar mi naturaleza en vez de aceptarla. Me puse de pie para leer un ejercicio. Su respuesta me llenó de aliento y ayudó a sanar aquella memoria: “Eres una mujer fuerte”, respondió.

Para Richardson, la valentía consistía en proteger nuestra sensibilidad en un mundo violento.  

Restaurar lo sensible

Meses después, Judith Lasater visitó Kansas City. Estudiante avanzada del maestro de yoga indio B.K.S. Iyengar durante 30 años, Lasater desarrolló posteriormente su propio método de yoga restaurativa, conocido como “Relax and renew”. Su concepto me llevó a un punto de relajación absoluta. Con la yoga restaurativa, ya había experimentado un punto de quietud interior en el cual escuché a mis nervios gritar por ayuda y sentí que vibraban dolorosamente como cables pelados. En las lecciones de esta maestra encontré la explicación.

El sistema nervioso se divide en dos: simpático y parasimpático. El simpático se encarga de preparar el cuerpo para la acción: aumenta la fuerza y frecuencia de los latidos del corazón, dilata los bronquios, estimula las glándulas suprarrenales y dilata las pupilas, entre otras funciones; y activa nuestra reacción de pelea o huída bajo una situación de amenaza. Mientras, el parasimpático se encarga de mantener un estado de relajación tras el esfuerzo, y realiza funciones como la digestión o el acto sexual. Participa en la regulación de los sistemas cardiovascular, digestivo, genitourinario y respiratorio.

El estrés que me había quebrantado años antes ocurrió porque mi sistema nervioso simpático se quedó con el botón pegado. El trabajoholismo que practiqué, tan glorificado en este sistema económico en el que no sobrevivimos los “vulnerables”, se había comido mi salud corporal y mental. Yo también había sido zombi y mi vida se había desinflado como Wall Street.

La ansiedad con la que vivimos nos carcome por dentro. El sistema que veneramos se sostiene con nuestras conductas compulsivas en vez de conscientes: trabajar, comer, comprar, tener sexo, estudiar… Con la consecuencia de que deterioramos el hogar que habitamos en nuestros cuerpos y en nuestro planeta. He tenido amistades con úlceras en el esófago a los 20 años y sé de quienes han fallecido a los 40 de un ataque al corazón. Ante la epidemia de salud por estrés, la yoga restaurativa de Lasater me ofreció una solución práctica: aprender a relajar hasta la coyuntura más pequeña de mi cuerpo y permitir que el sistema parasimpático -sensible y necesario- estuviera en funcionamiento por periodos prolongados. Con la yoga tradicional, la energía del cuerpo aún va hacia afuera; el sistema simpático aún está a cargo. “Les estoy enseñando un tipo de yoga para ir profundamente hacia adentro”, nos aleccionó.

Aprendí a organizar los accesorios de apoyo de yoga para que, en vez de mi cuerpo hacer la postura, la pose “me hiciera” a mí. La relajación era inmediata y profunda; sentía que el calor de mi cuerpo se redistribuía. Terminaba mis rutinas sintiéndome energizada, pues el sistema parasimpático se encarga de restablecer la energía del cuerpo.

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Taller con Judith Lasater, 2011. Samadhi Yaisha

La máxima fortaleza

“Muchos piensan que la vulnerabilidad no es algo bueno, que significa ser débil, que te abre a que te hagan daño y a que te desintegres. Pero, añoramos vivir con el corazón abierto”, nos decía Lasater. “Hemos confundido vulnerabilidad y fortaleza. Cuando nos permitimos brillar desde nuestro ser más profundo, tenemos poder infinito. La vulnerabilidad es la máxima fortaleza”.

Ello no significaba vivir sin límites saludables tanto física como psicológicamente en el mundo relativo que habitamos. “Por algo existen fronteras y carriles en la carretera. Por algo las células tienen membranas; son guardianes de la integridad de la célula. Sin membrana, la célula se muere. Es importante para un organismo vivo tener límites, son verdaderamente importantes… No estoy diciendo que no debes protegerte a ti misma”.

Una vez fuéramos capaces de entender los límites que preservan el balance de la vida, podríamos entender aquello que no tiene límites, resaltó.

Nos enseñó una secuencia para abrir el corazón en todas sus direcciones. El valor de ser vulnerable consistía en matener el corazón abierto pese lo vivido. Para ello había que ser brava: “Si amas, vas a ser herida. Te garantizo que te van a herir; pero ama como quiera. Habrá decepción, separación, lágrimas, traición. ¡Ama como quiera!”

Yo no sabía si era capaz, pues aún levantaba muros; pero estaba dispuesta a practicar, como la flor que se abre camino rompiendo la brea, y el riachuelo suave que esculpe un valle entero.

En esos espacio de quietud restaurativa -y mientras escuchaba meditaciones sobre el perdón- la oscuridad comenzó a toparse con la luz, tal como decía la canción de Tenth Avenue. Prosiguió una sanación más profunda, y el entendimiento de que los ocupas -los humanos despiertos que retomaron Nueva York- lo tienen claro: un modelo económico inclusivo, de cooperación en vez de competencia, que abarque las necesidades humanas y no destruya el planeta. Y yo le añado, que tome en cuenta al sistema nervioso parasimpático.

En Facebook: “90 días: Una jornada para sanar”

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