Sincronías familiares

por Samadhi Yaisha/crónica publicada el domingo 5 de agosto de 2012 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

-Me voy a Puerto Rico, se casa una amiga querida- le dije a mi jefa, sonriendo de una sien a la otra. Estaba feliz de tomar una pausa del escritorio y el ventanal en Kansas City que me provocaba nostalgia. Desde allí veía una bandera que no era la mía ondear sola y mi mente registraba la escena como un error. “Me falta una bandera, o debe ondear la otra”, me escuchaba por dentro. No la encontraba a ella, y tampoco me encontraba yo. Me sentía lejos.

Llevaba un año fuera de la Isla, me había ido al vuelo sin saber cómo saldría aquella maroma de viajar a India, buscar a miDios interior y mi lugar en el mundo. Temía la parada en casa; no sabía cómo iba a reaccionar mi familia, y sentía que mi jornada aún no terminaba.

Aterricé en San Juan y me recibió la humedad pegajosa de agosto. Una de las primeras paradas fue el consultorio de mi terapista. Un año antes entendí cómo mis adicciones y codependencia surgieron en parte por una vieja separación familiar, por haber tenido que crecer rápido para llenar esos huecos, y por la ausencia física de mi mamá. La necesidad de conectarme a una fuente de crecimiento emocional me había llevado a todas las esquinas equivocadas. Había intentado sustituir a mi familia de muchas maneras.

-¿Cómo reconstruyo mis relaciones familiares con honestidad?- le pregunté a mi terapista. Poco a poco, un día a la vez. Pidiendo guía.

Coincidencias

Pedí guía, y sentí que una sabiduría interior me cargó los próximos días. En el primer reencuentro, una prima y yo compartimos métodos similares de alimentación, libros y autores que nos inspiraban a seguir adelante. Aún distanciadas, habíamos crecido en la misma dirección.

Luego llegué al portón de la casa de mi abuelo, al que no veía hacía un lustro. Esperaba un regaño por la ausencia prolongada, pero ya no me importaba recibirlo. “Bendito mija, no hagas eso de desaparecer así. Llevo años pidiéndole a Dios poder verte antes de irme”. No hubo reclamos. Hablamos sobre nuestras vidas en los últimos años, y me enseñó los libritos de oración con los que comenzaba su día. Entre los folletos, hallé una “Palabra Diaria” ajada y releída por él durante 13 años. Abrí los ojos, entendiendo la injusticia. ¡Tan fácil que era para mí conseguirla! “Abuelo, te voy a enviar una subscripción”, le prometí, y así lo hice.

Una prima supo que estaba allí y se detuvo a visitar. Temía verla a ella también, pues le prometí ayuda en un momento de crisis y luego me esfumé. Años después, la vida me devolvió la lección. Ella tampoco reclamó nada; nos miramos a través del portón soplándonos las lágrimas hacia adentro. Y entendí con todos los poros de mi piel que, mientras yo huía de mi misma e intentaba pegarme de nuevo, mi familia me añoraba todos los días.

La boda de ella…

Llegó el día de la aventura nupcial, precedido por el arreglo de uñas, los rolos y una bohemia. Además de ser una de las damas, presencié el instante en el que la mamá de mi amiga le arregló el velo frente al tocador. Todas nos quedamos en silencio. Era momento de desfilar y los nervios de la novia se aflojaban. Pero había algo más en el ritual de vestir a la novia y colocar el velo, y como habíamos sido amigas durante 21 años, en ese instante lo entendí. Significaba el fin de todo un trabajo de vida: desde los pañales y los proyectos escolares, hasta los rollos de la adolescencia y los esfuerzos universitarios. Todo se coronaba en ese breve segundo. Era como si mamá dijese: ya te he terminado, hice lo mejor que pude, estás lista para andar tú sola y formar tu familia. Colocar el velo era un rito de iniciación.

Temblaron mis pantorrillas y me bajó el azúcar. Me senté en el borde de la cama mientras me derrumbaba el relámpago de un recuerdo enterrado. Rememoré un jueves en un salón de matemáticas, y yo vestía el uniforme marrón del colegio, mientras mi mamá, hospitalizada, dejaba de hablar y comenzaba a entrar en coma. En vez de prestar atención a la clase, utilizaba mi calculadora científica para escribirle una súplica a Dios: “Por favor, no te la lleves antes de mi graduación y antes de que pueda casarme. La vida simplemente NO puede continuar sin ella”. Del álbum de bodas de mi mamá, la foto que atesoraba era la de mi abuela arreglándole el velo frente al tocador. Dos años después que mi mamá se fue, mi abuela falleció. Nunca lo dije, y jamás lo hubiese aceptado de frente, pero cuando conocí a mi madre espiritual años después, comenzó a brotar -tímida como una habichuela germinada- la esperanza de tener aquella foto, del término de una crianza trunca.

Ahora, sin madre espiritual, aterrizaba en mi realidad, sentada sobre una cama y mirando una pared, sabiendo que esa foto no existiría en mi vida. La maquillista me regañó mediante señas para que no me desmelenara allí, pues la novia también lloraría y adiós maquillaje. Me abaniqué la cara con las manos mientras huía hacia el baño. Allí me miré en el espejo, sobrecogida con el entendimiento de por qué toda relación que pudo terminar en matrimonio acabó en fracaso por mi mano y decisión. La vida no podía continuar sin ella, y yo había querido irme tras su vuelo, congelando mi vida en un fotograma bañado en sepia. Y sin embargo, fue absolutamente hermoso darme cuenta, porque podría adquirir herramientas para trabajar el otro lado del duelo: las experiencias esperadas y no vividas con la persona que partió.

El regalo

A pocas horas de tomar mi avión, le pedí a Dios ver algunas tías del otro lado de mi familia, aunque no había tiempo para ello. Las emociones fuertes y el delicioso bizcocho de bodas mandaron de vacaciones a mi dieta de vegetales frescos. Me esforcé para no detenerme en la panadería riopedrense que fue mi punto de azúcar desde la niñez, pero me tentaba el pan sobao que no encontraría en Kansas City. Cuando entré al local, una de esas tías estaba allí, ¡a más de una hora de su pueblo de residencia! Mi cita no era con el azúcar, sino con lo que escondía tras ella: mis escapadas, mi forma de relacionarme con los demás y las causas de ello. En los años en los que no nos habíamos visto, ambas sanamos algunas heridas de la vida que eran muy similares. Entendí que sanar emocionalmente era importante para no transmitirlo a la próxima generación. Se alegró de que saliera de la perfecta burbuja espiritual en la que vivía y de la jornada de crecimiento tras ello.

De vuelta en mi trabajo, mi jefa me preguntó qué tal el viaje. Me había dado cuenta que mi familia imperfecta jamás me hubiese pedido que me fuera a otro lado a sanar mis heridas internas. Fui yo la que se fue. Le respondí: “Aprendí que una familia imperfecta es un regalo. Que no proyecten perfección, y que puedan hablar de su humanidad, es una gran bendición”.

En Facebook: “90 días: una jornada para sanar”

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