Por Samadhi Yaisha / una versión de esta crónica fue publicada el domingo 26 de junio de 2011 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
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Si algo admiro de las mujeres en India, es que viajan en motora y luchan en el tráfico dragonesco vistiendo un elegante sari o conjunto de punjabi con sandalias. A veces, con una canasta en la cabeza y uno o más bebés en la falda -sin car seat- mientras el marido maneja el manubrio. Sean pobres o acaudaladas, el sari o punjabi siempre es de tela delicada y colores vistosos, a veces con pedrería, espejos diminutos y bordados dorados.
Una vez conocí las carreteras en India, el tráfico puertorriqueño de una tarde lluviosa de viernes de cobro en el Expreso Las Américas me pareció una tarea muy manejable. No me hubiese atrevido a imitar la audacia fememina india de dejar que la bufanda o dupatta revoloteara con la brisa, poluta por millones de autos y motoras sin filtro en el tubo de escape.
Pero eso fue antes de perderle el miedo a morir. Tras alcanzar un estado meditativo en el que sentí que ya no tenía cuerpo, varias cosas cambiaron: nació la necesidad urgente de vivir con intensidad antes de termine esta vida, y entendí más profundamente que cuando las cosas se ponen tan duras que uno quiere dejar el planeta, lo que realmente uno quiere es “morir” a las circunstancias, a la prisión mental de que no hay salida o alternativa, y nacer como una persona nueva.
Comprendí cómo el océano de energía que había visto en esa meditación daba de sí mismo para alimentar al mundo de las formas y la vida. Era una corriente que subyacía a todo lo que veían mis ojos. La vida no acababa con la muerte, sino que volvía a ese no-lugar y se reciclaba. Cada forma creada sería única y no se repetiría. Como la rosa mística de la que hablaba Osho, abriría por unos días, regalaría su fragancia a la brisa que la alimentó y devolvería sus pétalos a la tierra que la nutrió. Se me hizo claro que la transición hacia la vida y hacia la muerte es, realmente, una danza de agradecimiento de una hacia la otra.
“La muerte es una parte integral y orgánica de la vida, y es muy amigable con la vida. Sin ella, la vida no existiría. La vida existe porque la muerte existe; la muerte le da trasfondo. La muerte es, de hecho, un proceso de renacimiento… El ser humano que ha entendido lo que es su vida permite que la muerte ocurra y le da la bienvenida. Muere a cada momento y resucita a cada momento”, escuché a ese gurú decir en un vídeo dos días después. Y así iba aprendiendo a respirar, con la consciencia de que cada aliento me daba vida y cada exhalación me acercaba más a la tierra.
No era yo la única. Entre los visitantes del Resort Internacional de Meditación de Osho — hindúes, católicos, ateos, musulmanes, académicos, gays, empresarios, estudiantes, periodistas, profesores, desempleados, gente de todas partes del mundo– era común meditar en éxtasis y vasto silencio, con el rostro hacia el Sol, entre los jardines zen, las veredas y bancos de mármol blanquecino, junto a la suntuosa piscina, o tras salir de los elegantes edificios de mármol negro.
De pronto, aquellos 28 acres de bosque, fuentes, flores de loto y Budas de piedra comenzaban a despertar ante mí. Había algo vivo e invisible, una presencia inmensa que respiraba en el bosque y me observaba. Era extático permanecer flotando en aquel estado, pero también era hora de vivir.

De camino a tomar un autorikshaw (taxi sin puertas) para comprar manzanas, se detuvo, en su vespa, un italiano que había conocido en el resort. Preguntó a dónde iba y me ofreció pon. –¿En motora? ¿Por las calles de Puna?– preguntó mi raciocinio. “¡Por supuesto!”, le dije en voz alta a aquel milanés que pestañeaba los ojos más oceánicos que había visto.
El italiano no escogió las avenidas humeantes y tupidas de vehículos y ganado, sino una hermosa zona residencial en South Road y Fifth Lane, en las que árboles decenarios se inclinaban a dar sombra sobre la brea. Yo nunca me había montado en una vespa, y en la primera curva se me achuchó el esófago, pero las ganas de vivir pudieron más que el susto, y solté las manos hacia el cielo para tocar la arboleda. Se me salieron las carcajadas.
Era libre como la pantera negra que había visto correr por un bosque tras despertar de aquel estado sin cuerpo. Era el arquetipo que comunicaba que yo no era un borrego dócil, sino una leona. Esa misma noche, Osho narró la historia zen de una leona bebé abandonada y criada por una manada de ovejas. Un día, un león vio pasmado como aquélla de su especie pastaba con los corderos. La llevó a un lago para que se viera en el reflejo y le dijo: “No huyas de quien eres. Habrás crecido
entre ovejas, pero ahora eres una hermosa leona. Los leones son fuertes, independientes y bravos. Hay muchas cosas más que puedes hacer, lugares a donde ir y otros animales más allá de esta pradera segura”. La leona se atrevió a mirarse en el

lago y, cuando vio quién era realmente, rugió por primera vez.
Indagué más sobre la pantera negra, y la encontré, en la tradición eslovena y en leyendas medievales, como símbolo de las fuerzas de luz en su lucha con la oscuridad, representada en el dragón.
Le agradecí al italiano, un fascinante seguidor de Osho, rebelde entre los sannyasins de un místico rebelde. Sabía que pronto dejaría el ashram; mi visa de 90 días estaba a punto de vencer. Pero antes, quería explorar el otro arquetipo que había visto tras despertar: la arquera. Así que una mañana, brinqué mi clase de yoga Iyengar para encontrar a los arqueros zen.
La autora es un ser libre.