by Samadhi Yaisha/Especial El Nuevo Día originally posted on Sunday, October 17, 2010 at 12:01pm
Atención lectores: Continuación de relato publicado en la columna del 3 de octubre de 2010.
Me encantaría acelerar la película y narrarles ya el epílogo en el otro lado del globo, pero sería como desinflar un chiste contándolo desde el final. Leerían sobre una estadía geográfica más si no les relato el primer tramo del viaje, el que fue bajando la cuesta, quitándome lo que creía mío hasta dejarme de patitas en el aeropuerto.
El primero fue una llamada de auxilio a una amiga -a cuyo grupo de apoyo había intentado regresar, pero las reuniones habían pausado- y quien, tras descifrar los sollozos y las sopladas de mocos al otro lado del teléfono, concluyó naturalmente:
–Me parece que atraviesas una crisis.
Me dejó con media lágrima colgando de un ojo. Un silencio después, aspiré en medio resuello el agua colada por la nariz y exhalé más alivada. Mis oídos comenzaron a abrirse. Aunque me había dicho lo mismo, en sus palabras percibía una honestidad sencilla, sin reclamos de que tuviese que cambiar nada de mí. Era un mensaje certero, pero acompañado de tacto y compasión.
En el segundo aterrizaje, caí sentada en el consultorio de un terapista, a quien terminé de contar el doloroso relato justificando la acción de la persona que yo sentía me había herido.
El terapista me miró sin pestañear, con su mano en forma de L recostada entre la sien y el labio superior. Levantó las cejas en cámara lenta, haciendo un gesto de incredulidad al cual respondí abriendo los ojos, como si hubiese dicho algo muy equivocado.
No dijo nada, pero escribió con un marcador en su pizarra blanca: c-o-d-e-p-e-n-d-e-n-c-i-a.
Exhalé frustración. Dejé caer la cabeza sobre el espaldar del sillón y me planté la mano en la frente, en un gesto sobredramático de desgracia.
–Pero, ¿cómo es posible? ¡Si son personas buenas! ¡Daría la vida por ellos!
–Precisamente- el terapista volvió a señalar la pizarra.
Acababa de romper un mal hábito de alimentación que había requerido de toda mi disciplina y energía. Lo que leía en la pizarra significaba empezar otra vez. La película de un demoledor episodio de codependencia que había vivido con un chico problemático 12 años atrás comezó a rodar en mi cabeza como el chirrido de una cinta vieja que desempolvaba los recuerdos de horror que había combatido sola en el cuarto más apartado de un hospedaje estudiantil. Recordé que había trabajado intensamente durante al menos dos años para escalar aquel foso enfangado. Ahora, ese proceso que había dejado a mitad -porque el corazón me pidió una pausa, porque tratar de sanarse una misma a los 20 años requiere de una fortaleza formidable que costaba mucho empeñar- regresaba para reclamarme término.
¿Podía uno engancharse de un grupo de personas, de un colectivo, de la misma forma en que ocurre con un familiar o una pareja? ¿Cómo se rompe ese hábito?
El terapista me respondió con el título Love is a Choice, de los autores Hemfelt, Minirth y Meier (¡el cual no recomiendo trabajar sin supevisión!). Acepté la tarea de derribar esa práctica inconsciente que me regalaba infelicidad.
El viaje había comenzado.
Tras sanar el episodio anterior, había olvidado el paso más importante: estar atenta a las señales y mantenerme conectada a mis sentimientos y necesidades. Pero, como una buena codependiente, cuando sonaron en mi cabeza las alertas que decían cuidado, estás obviando tus límites, yo misma acallaba la voz pensando que allí recibía amor. Estaba dispuesta a pagar el precio de olvidarme de mí misma para evitar lo que más temía: el rechazo. Al dejar mi precioso ser interno rezagado, al ignorar o embozar la vocecita de la niña interior que pedía cuidado y amor, al mentir diciendo que sí podía hacer todo para los demás cuando quería decir que no y atenderme a mí misma, les entregaba a los demás un hilo de mi libre albedrío… Y dejaba a mi pequeña interior desnutrida, desvelada y despeluzada.
Sentí rabia por haberme fallado. Ya tenía puesto el pie en el acelerador conductual para repetir lo que más hacía cuando encontraba un prójimo falible, salir corriendo; pero el terapista negó con la cabeza:
– Vas a intentar establecer relaciones saludables allí mismo.
Ahora era yo la que levantaba las cejas en un gesto de imposibilidad, pues se habían multiplicado en mi cabeza recuerdos de instancias en las que yo había sobrecargado a los demás con mis lloraderas a cubos, y el sentido de culpa me había sellado los labios. Era mejor liberar a los otros de mi dolor y salir en silencio. Que no, insistió el consejero.
Abrí el libro como quien desenlaza un regalo. Parecía que los autores me hubiesen entrevistado para algunos capítulos. Todo el mundo tiene un grado de codependencia. En un nivel saludable, no hay problemas, pero en mi caso, casi rompía el termómetro.
Ese día me monté en una montaña rusa hacia el interior que, junto con otros procesos, me llevarían a lugares en mí que ni sospechaba que existían y que terminaron por transportarme geográficamente a paisajes que jamás había visitado. Fue como acceder a una puerta dimensional a través del alma.
Con las primeras páginas empezaba descifrar el acertijo de las lágrimas: bajo cada gramo del azúcar que había sido mi equivalente a una botella de alcohol, había una memoria dolorosa cristalizada en caramelo que esperaba a ser liberada y sanada. La frase que repetía constantemente desde la adolescencia -“No sé por qué estoy llorando”- finalmente comenzaba a tener una respuesta más allá de las hormonas.
Esa noche me senté a escribirle en mi diario al único ser que nunca me había fallado: La rueda del karma gira y necesito este salto cuántico tal y como necesité el anterior hace dos años. Estuviste ahí en todo momento. El panorama se ve ahora más solitario. Hay menos gente según se estrecha el camino. Hay silencio. Se me ha ido cayendo la armadura y me he ido quedando desnuda. Ayúdame a saltar esta valla que parece una montaña. Ayúdame a quedar vacía absolutamnte de todo dolor y sufrimiento.
En el episodio anterior, aunque brutalmente doloroso, pude terminar agradeciendo cada paso como algo necesario para crecer. Esta vez me estaba costando más trabajo, pues tenía mucho más que perder. De veras que quería agradecer el proceso, haber descubierto que había defectos que superar, pero aún no podía hacerlo con honestidad.
Me tomaría 90 días empezar a subir la cuesta, apenas unas horas antes de ver salir a los mineros chilenos de su abismo, para poder comenzar a ver las cosas del otro lado, estando yo situada geográficamente en el otro lado del mundo.
Una persona codependiente:
- Tiene una o más compulsiones
- Las más obvias: trabajoholismo, alcohol, drogas, sexo, desórdenes de alimentación.
- Las menos obvias pero no menos compulsivas: obsesión por amasar dinero, fama y poder; necesidad de contabilizar cosas repetidamente, organizar objetos geométricamente o en una línea, lavarse las manos compulsivamente, corregir excesivamente.
- Se atormenta por cómo eran las cosas en su familia de origen – y los sucesos que vivió lo persiguen como si fueran fantasmas. Todo el mundo tiene esos recuerdos del pasado. Una persona con un nivel bajo de codependencia los puede mantener silenciados, pero a una persona como el termómetro de codependencia en números rojos, esas memorias le hacen ver las circunstancias presentes torcidas.
- Su autoestima y madurez son, con frecuencia, bajas – ¿Cuán feliz me siento conmigo misma (o)? ¿Me defiendo constantemente de la crítica injusta?
- Está seguro (a) de que su felicidad depende de otros- de lo que digan o piensen, de que otras personas cambien o asuman otras conductas.
- A su vez, se siente excesivamente responsable por otros – que lleva sobre sus hombros la felicidad, sentimientos, acciones y pensamientos de los demás, incluso la responsabilidad de que no se metan en problemas o cometan errores.
- Su relación de pareja oscila de manera desequilibrada entre la dependencia y la interdependencia – lo opuesto a la codependencia no es la independencia, si no la interdependencia; personas que son suficientemente dependientes para abrirse a otros y ser vulnerables, pero al mismo tiempo, mantienen un concepto único de sí mismos que no necesita ser completado por más nadie.
- Es un maestro (a) de la negación- (¿Codependiente yo? ¡No puede ser!) No puede ver las cosas como son; justifica el comportamiento de su familia de origen, aunque haya sido maltratante, y finge que las cosas negativas que ha vivido no han ocurrido.
- Se preocupa por cosas que no puede cambiar, aunque trata de hacerlo – se frustra y trata de controlar a las personas y circunstancias que están fuera de su control y siempre lo estarán.
- Su vida se caracteriza por los extremos – sus relaciones interpersonales están marcadas por altibajos.
- Continuamente busca algo que falta en su vida – Algunos lo describen como “caminar por ahí sintiendo un enorme hoyo adentro; algo falta en mi interior”.
Estas 10 características mantienen a la persona codependiente repitiendo tres tipos de conducta:
- Su concepto de familia está moldeado por las experiencias de la niñez y está atado a repetir las vivencias familiares que recuerda.
- Permite que esas experiencias de la niñez influyan en casi todas sus decisiones adultas, incluso en la forma en que percibe las circunstancias presentes.
- El pensamiento racional y lógico no afecta a las primeras dos características. El hijo de un alcohólico se jura a sí mismo: “Nunca más me casaré con un alcohólico o someteré a mi familia al sufrimiento que viví”. Sin embargo, la lógica y la razón vuelan ventana abajo cuando escucha las seductoras sirenas del pasado. Casi sin excepción, escogerá a un alcohólico o a una pareja similarmente disfuncional, pese a sus buenas intenciones y conocimiento.
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Abhi Samadhi :)
October 18, 2010 at 6:37am · Like
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Samadhi, I love your candid honesty. It takes great courage, a strong heart. I enjoy reading your story, and sharing your journey.
I think the most beautiful words are the ones at the very bottom:
“The author is a free woman.”
Namaste
I feel honored by your words. I have been practicing healing through writing; that was my purpose. After everything started to go downhill I just couldn’t stop writing. It was obsessive, at all times, day and night. I could be doing anything, and I had to stop to write. So, these posts are the summary of all that. I will start translating the third one. Actually, in the Spanish versions I am near number 30, so I have some translation to do!