Por Yaisha Vargas Pérez / crónica publicada el domingo 12 de junio en el diario puertorriqueño El Nuevo Día
Las tarjetas para mamá aleteaban en celebración bullanguera abarrotando la góndola en la farmacia… Un mes después, las tarjetas para papá se doblaban tristes en una esquina. “¿Por qué la diferencia tan marcada?”, le pregunté al dependiente. “No lo sé. Siempre llegan y se venden menos tarjetas para los padres”.
De momento desperté. Aquella era solo una muestra de la cantidad de gente lastimada por su relación, o ausencia de relación, con una figura paternal.
Yo tuve una relación difícil con mi papá durante años. Por un tiempo, no hablamos. Hasta que reconocí el hueco en mí donde se suponía que estuviese su alegría, y acepté que lo extrañaba con todo mi ser. Poco tiempo después, recibí una postal suya por correo.

La vida nos puso a ambos en circunstancias muy difíciles que nos llevaron a la humildad de la reconciliación. Se nos desplomó la armadura y nos desgarró la piel. Yo había procesado su violencia emocional con rabia y, en mis esfuerzos poco hábiles por ganar su empatía, lo lastimaba de vuelta. Estaba convencida de que su labor como papá era estar sano para darme amor y todo lo que yo necesitara. Entendía su pasado en Vietnam racionalmente, pero en mi corazón había mucho dolor. Los maestros budistas Jack Kornfield y Thich Nhat Hanh me guiaron hacia su experiencia de la guerra. Un día, durante una meditación profunda, sentí una navaja que me cortaba el esófago por dentro, desde el cuello hasta la boca del estómago, y mientras me “desangraba” por todo el suelo de madera, vi los tanques de guerra frente a mí, sentí el retumbe en ristra de los rifles automáticos, me traumatizaron los gritos de los niños, respiré el agente naranja… Y supe lo que era llorar desde la deshumanización.
El grupo de meditación en el que estudiaba me enseñó a enviarle sanación a mi papá a través de la herida de guerra que descubrí en mí. Muchas de las herramientas de sanación que aprendí no existían cuando mi papá tenía mi edad. Recordé todos sus esfuerzos por sanar cuando era joven, su épica espartana para reclamarle a un gobierno que no lo escuchaba. Lidiaba con el rechazo de la población en las décadas de 1960 y 1970 por haber peleado en un conflicto al que no quería ir y con las burlas de la gente hacia esos veteranos “locos”. Tras haberse criado campo adentro, sensible y feliz, mi papá fue arrancado a la guerra cuando tenía 19 años. “La guerra me robó mi juventud”, me cuenta. Lo que vio fue tan horrible que ya no podía sonreír. Tardó más de 50 años en sanar.
Thich Nhat Hanh me enseñó que es posible sanar nuestra línea ancestral.
Propone que busquemos una foto de papá cuando tenía cinco años y meditemos para comprender el dolor que recibimos de él. La meditación aparece en su libro “Reconciliation: Healing the Inner Child”. Comparto un fragmento:
“Es importante encontrar un lugar tranquilo y no ser interrumpido. Puedes decirte las siguientes palabras: ‘inhalando, me veo a mí mismo como un niño de cinco años. Exhalando, sonrío compasivamente al niño de cinco años en mí’”.
“El niño interior de cinco años necesita mucha atención y compasión… aún está vivo en nosotros… Ese niño de cinco años no solamente somos nosotros. Nuestros padres sufrieron cuando niños. Incluso como adultos no sabían cómo manejar su sufrimiento, así que hicieron sufrir a sus hijos. Todos los padres tienen un niño interior de cinco años, frágil y vulnerable. Mi padre y yo no somos dos entes separados. Yo soy su continuación, así que él vive en mí. Ayudar al niño de cinco años que es mi papá nos sana a los dos. Nuestros padres y todos nuestros antepasados están presentes en cada célula de nuestro cuerpo. Practicamos de esta manera: ‘inhalando, veo a mi padre como un niño de cinco años. Exhalando, le sonrío al niño de cinco años que es mi papá’”.
“Tu papá fue un niño de cinco años antes de convertirse en papá… era muy vulnerable. Podía ser herido fácilmente por tu abuelo o abuela, y por otras personas. Si alguna vez fue rígido o difícil, quizás se debió a cómo fue tratado. Quizás fue herido cuando era niño. Si entiendes esto, quizás ya no te enojes con él. Quizás sientas compasión”.