Por Samadhi Yaisha Vargas/crónica publicada el domingo 10 de noviembre de 2013 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
Ese día dije: “¡Se acabó!” Ya no como una promesa lejana, sino como un acto de solidaridad hacia mí misma. Tantísimas veces incurrí en relaciones de compraventa o contractuales de servicio inalámbrico en las que, mientras me explicaban los términos y las letras chiquitas, sentía como si alguien metiera su mano esófago abajo hasta mi ombligo y manipulara mis vísceras. Como una buena codependiente, me había vuelto experta en pensar que quizás esta vez no caería de mangó bajito, que quizás esta otra compañía no haría lo mismo que la anterior, que quizás era posible encontrar una corporación que no necesitara esconderse tras letras diminutas para chuparse mi dinero, que podría encontrar honestidad en la intrincada red de servicio al cliente, al fondo de la cual, tras apretar 10 opciones en el menú y esperar 30 minutos, quizás, esta vez quizás, no se caería la llamada.
Casi necesité encontrar un grupo de recuperación y hacer un primer paso: “Reconocí ser impotente ante las condiciones contractuales. Mi vida financiera se ha vuelto ingobernable.”
Me cansé de recibir facturas de internet y teléfono celular con sumas exorbitantes a las que no había accedido conscientemente. Mi paciencia se finiquitó tras escuchar representantes de servicio al cliente explicar a gritos que yo había accedido a las condiciones del contrato, que leyera bien lo que había firmado. También me hastié de jugar a ignorar las letras pequeñas y luego cantarme víctima de sus consecuencias.
Ese día, dije: “No más”. En una misma semana, recibí una factura incorrecta por una bicicleta estacionaria que compré en precio especial en una tienda de artículos deportivos, y me cortaron el servicio de internet tras haber prometido un mes adicional gratis. En ambos casos, los representantes de servicio al cliente se cantaron desconocedores de las ofertas prometidas por los vendedores en la tienda. Antes de dejar salir mi pantera a rugir por la bocina del teléfono, me senté a meditar. Sí, a meditar. Es en los menesteres profanos y cómo una responde a estas cosas, que una se da cuenta cuánto ha progresado en su práctica. Para ello hay que calentar el cojín todos los días. En esa práctica decidí ver a las compañías con la que estaba lidiando como si fueran una entidad humana. Si es una relación entre dos, ¿cómo escojo interactuar? Le envié esa pregunta al Universo. Me debatía entre huir de las conversaciones pagando las facturas infladas o drenar mi energía peleando con el sistema corporativo. Ambas conductas eran extremas y codependientes. Si algo me había enseñado mi práctica de Vipassana era a permanecer con la incomodidad, no para sufrir, sino para mirar la vida de frente. Durante mi meditación, surgieron las palabras de mi maestro: “No te abandones a ti misma”. Siguió a ello el entendimiento de que yo sí podía escoger. Tenía la capacidad de decidir si me quedaba o no con la bicicleta estacionaria; y si cada vez que me sentara en ella me sentiría en paz tras haber pagado más de lo que accedí. Decidí escucharme por dentro con autenticidad, y la respuesta fue que no. Pedalear con resentimiento por haber desembolsado más de lo que podía iba en contra de mi integridad. Antes de levantar el teléfono, establecí mi intención de permanecer serena y centrada, y pregunté una vez más, si alguna de las ofertas prometidas en la tienda había sido adjudicada a mi cuenta. El empleado me respondió con la misma amabilidad con la que yo lo traté: “No tiene ninguna de las ofertas”. Fue un momento de luz en el que no necesité discutir, simplemente decir desde mi espacio íntegro: “Pues yo voy a devolver el producto. No lo puedo pagar”. Me arropó un sentido de paz. Cuando llegué a la tienda con la bicicleta dentro de la caja, sin dramas ni reclamos corajudos, una gerente me preguntó las razones. Le hice el cuento del tejemeneje telefónico que se había tragado dos semanas de mi tiempo. En ese momento, tampoco perdí la paciencia. Tras lamentarlo e indagar un poco, ella detectó dónde había ocurrido el error y me ofreció honrar la oferta. Pero yo estaba honestamente cansada de todo el asunto, la caja pesaba demasiado como para llevarla escaleras arriba de nuevo y sin ascensor. Le di las gracias y me fui de la tienda sin resentimientos, porque había escogido mi serenidad.
Con el servicio inalámbrico la historia fue distinta. El empleado me pidió que volviera a la tienda a hablar con la vendedora que hizo la oferta y que lo llamáramos desde allí. Hasta que no hiciera esa gestión, no reactivarían mi servicio. Observé mis pensamientos y mi reacción interior: un dragón de frustración se asomaba por mis narices. Respiré, y en tono firme, pero sin gritar, le hice un breve recuento de todas las promesas incumplidas de diversas compañías de servicio inalámbrico que colgaban de mi memoria. Más de 10 años de batallas. Me había resistido a comprar el servicio esta vez, pero los guardias de seguridad prácticamente me botaban de la biblioteca pública y del parking casi todas las noches por el uso del internet, y ello me empujó a adquirir una tarifa súper económica para mi presupuesto fruncido.
“En pocas palabras, puedes ver que mi paciencia se secó”, le dije al representante, sin alzar la voz, y casi casi, sin perder mi paciencia. “Si tengo que regresar a la tienda, va a ser a devolver el aparatito. Yo quiero una relación de honestidad con su compañía, no voy a jugar a pagar de más para luego resentirlo. Prefiero volver a mi trinchera en el parking a usar el internet”. Su silencio fue un profundo hueco de entendimiento. Tras hablar brevemente con su supervisor, otorgaron el mes de servicio prometido. Durante un año no he confrontado más dificultades, y recientemente regresé a la tienda para añadir un servicio.
Aquel día pude ver que, antes de ese momento, mis relaciones económicas también habían sido codependientes, basadas en la victimización y la culpa hacia quien entendía era más grande y poderoso que yo. No solamente entendí que yo sí podía escoger, como me había enseñado el libro para manejo de codependencia “Love is a Choice”, sino que comprendí que el sistema económico de la sociedad en la que vivo –saludable o corrupto– está basado en esa relación básica de confianza o desconfianza en lo acordado. Los titulares noticiosos destilaban indignación por cómo el sistema hipotecario privado sudaba por zafarse de su responsabilidad por miles de ejecuciones de hipotecas. Gente sin techo y nadie iría preso.
Ese día supe que no tenía por qué sentirme víctima en términos financieros, ni sentirme culpable por proteger mis recursos económicos. Mis procesos de recuperación de 12 pasos tejían confianza en mí para que esa promesa –perder el miedo a los asuntos de dinero– y otras se manifestaran en mi vida. Ese día decidí establecer un contrato de solidaridad conmigo misma.
En Facebook “90 días: una jornada para sanar”
Imágenes: wikipedia.org, garudashop.com, diasnotary.com