Una experiencia chamánica

Por Samadhi Yaisha/crónica publicada el 4 de marzo de 2012 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

Me sorprendía ver cómo la comunidad espiritual cristiana de nuevo pensamiento en la que me adentraba funcionaba casi como los ashrams que había terminado de visitar un mes antes en India. Aunque cada actividad se organizaba separadamente, por donde quiera que asomaba la nariz -el servicio de los domingos, la meditación budista, las clases de yoga o los cursos particulares de distintas disciplinas- los mensajes de cada semana se complementaban. Y esa semana en la que un clan de chamanes visitó el Templo de Unity en La Plaza en Kansas City, no fue la excepción.

Poco a poco comenzaba a descubrir cómo la estructura filosófica de este lugar se basaba en la recuperación espiritual y emocional, más que en las enseñanzas de dogmas o reglas.

Todos estamos en recuperación

“Cada vez que nos embarcamos en una aventura, una de las cosas que necesitamos hacer primero es recuperarnos de cosas que hemos vivido en el pasado, y todos y cada uno de nosotros aquí está en recuperación… Algunos nos hemos recuperado del alcoholismo, de la adicción a drogas o al juego, de comer en exceso, del rompimiento de alguna relación, de haber sido traicionado o rechazado por otra persona, de situaciones que nos hirieron y nos dañaron”, decía un ministro, a la vez que explicaba que recuperarse significaba “sanar y soltar aquello que crearía dudas en el proceso de alcanzar metas y sueños”.

Ser chamán

A pocas semanas de comenzar el año, Linda Star Wolf, su esposo Brad Collins y un clan de chamanes que no vestía pieles ni tenían plumas puestas, trajeron desde Carolina del Norte su bagaje espiritual proveniente de las tradiciones de norteamericanos nativos. Venían a transportarnos en un viaje hacia las estrellas por conducto de nuestra respiración.

Star Wolf narró cómo encontró esta corriente de espiritualidad durante su proceso de romper las barreras internas de sus adicciones, cuya capa más profunda era la codependencia, la cual definió como “la droga de arreglar a los demás”. Explicó que, con esa obsesión, uno evita mirarse y sanarse a sí mismo. “Para sanar algo, primero tienes que sentirlo”. Y lo más triste de permanecer en cualquier tipo de vicio es lo que se desperdicia de uno mismo: talentos y sueños que son la representación de nuestros regalos divinos para compartir en el planeta. “¿Qué estoy dejando de manifestar de mi propósito en la Tierra por estar enganchada a la adicción?”, cuestionaba Star Wolf. “La diferencia entre un adicto y un chamán es la sobriedad. Estamos aquí para aprender cómo convertirnos en verdaderos seres humanos”, apuntó.

El propósito de la respiración chamánica era encontrar el camino para sanarse a uno mismo en vez de esperar la sanación de parte de otro.

“El curandero está adentro. ¡No estás rota! Eres amor y estás hecha de amor. Aunque creas que has sido un accidente, no lo eres. Tu tarea es cuidar de ti misma”, nos animaba.

Un aura de misticismo llenó el templo: incienso, música de tambores y flautas, aullidos de lobo que provenían de la música previamente compuesta por la facilitadora. Comezamos saludando a los guías espirituales del este, sur, oeste y norte, y a la Tierra-Gaia-Pachamama. El suelo que pisábamos era ahora tierra sagrada. Nos preparábamos para nuestro viaje a las estrellas envolviéndonos en algunas mantas. Mi mente recordaba al terapista inglés del ashram de Osho en India que un mes antes había sembrado su mirada en la mía, dándome la “orden” de convertirme en mi propia terapista.

Nos pidieron que escogiéramos una compañera o compañero que nos asistiría en el viaje. En vez de moverme de mi lugar, me quedé quieta, intuyendo que la persona correcta me encontraría a mí. “¿Quieres que seamos compañeros?”, me preguntó un chico, y le narré lo que quería soltar y perdonar en el viaje. Me miró atentamente y me dijo: “Te he atraído a mí por una razón”. Nunca le pregunté cuál era.

La mitad de los participantes nos acostamos en el suelo arropados por mantas y abrigos. Cerramos los ojos mientras nuestros compañeros de viaje permanecían junto a nosotros apoyándonos mediante la meditación. A medida que la música se intensificaba, Star Wolf nos instruía cómo respirar desde la nariz hasta los pies, aspirando vigorosa y profundamente por las fosas nasales y exalando rápido y fuerte por la boca. Después de pocos minutos, comencé a sentir mucho frío, y de repente, me fui del mundo. Lo próximo que recuerdo pareció haber ocurrido en un sueño.

Vi una puerta blanca en el suelo del templo. La abrí y encontré una escalera que descendía a un sótano. La oscuridad era absoluta. Algo me dijo que aquella era mi muerte y ésa era mi tumba. Seguí respirando. Apareció frente a mí una pequeña luz verde, una bombilla que danzaba y flotaba, invitándome a bailar hacia mi defunción. Y mientras bailoteaba en aquella visión, me topé con personas a quienes había dejado atrás y les dije: “Estas relaciones ya no funcionaban. Dejemos que mueran y se conviertan en cenizas. Si acaso queremos cruzar caminos alguna vez, comenzaremos algo totalmente nuevo; porque yo seré alguien nueva y posiblemente ustedes también. ¡Adiós!” Sentí agradecimiento y liviandad.

Luego, vi un castillo en la lejanía. Mientras me acercaba, noté que tenía vitrales en todas sus ventanas, y encontré una puerta que irradiaba luz. Adentro del castillo, había algunas sombras y entre ellas reconocí la presencia de mi mamá y mis abuelas, junto con otros familiares que ya habían partido y estaban del otro lado. Me daban la bienvenida con aplausos. Cuando puse un pie dentro del castillo, sólo había luz por todas partes; nada más. Luego vi la imagen de una arquera montada a caballo y acompañada por una leona. Nuevamente se presentaban esos dos arquetipos que había visto en India.

Ya en este punto, sentía que respiraba como si flotara en el cielo, hasta que vi un aura boreal repleta de estrellas.

No recuerdo cómo aterricé. Lo que sí sé es que, cuando abrí los ojos, mi compañero de viaje me dijo, sin aún contarle lo que yo había visto: “Hubo un momento en el que sentí que te ayudaba a hacer cenizas algo que ya se había muerto”. Entonces fui yo la que entendí por qué nos tocó viajar juntos.

El fin y el principio

Un día después de aquel taller, hubo una reunión de apoyo en la que narramos nuestras experiencias. Al final de ésta, un joven repartió unas hojas con algunos mantras y símbolos. Cuando uno de los papeles cayó en mis manos, abrí los ojos y sonreí. Una imagen de Shiva, el dios hindú, me saludaba ahora en su aspecto transformador y creador. No paraba de maravillarme que, unos cinco meses antes, sentada frente al altar que tenía en mi apartamento de Santurce, miraba la estatuilla del Shiva que danzaba sobre fuego -tal como si bailara sobre mi ego chamuscado- mientras yo rasgaba una guitarra astillada buscando una melodía de consuelo ante el reto de atravesar mis recuerdos más dolorosos para poder sanarlos en el mar. Ahora, tras una segunda vuelta de 90 días, Shiva regresaba, no para destruir, sino para anunciarme que su danza avanzaba de Tandava (destructiva) a Lasya (creativa). Las llamas en su mano izquierda significaban destrucción, y el Torana o Arco de Llamas, la manifestación del Universo con su ciclo de nacimiento y renacimiento. El agua del río Ganges en su pelo simbolizaba el flujo a través del cual se remueve la ignorancia. La luna creciente sobre su cabeza se refería al ciclo de la creación, y un pequeño tambor en uno de sus brazos derechos hacía referencia a la vibración rítmica de la Creación o el Om. Y casi al pie de la página, el mensaje: “Su danza cósmica destruye a un Universo cansado para abrir paso a la creación y al renacimiento”.

Aquella experiencia fue una confirmación de que dejaba atrás la vida que tenía y comenzaba una etapa nueva.

La autora es un ser libre.

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