por Samadhi Yaisha /una versión de esta crónica fue publicada el domingo 7 de agosto de 2011 en el diario puertorriqueño El Nuevo Día
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Se te abrirán las puertas del mundo, y ya nada podrá detenerte… El recuerdo de aquellas palabras me pintaba una sonrisa en los labios. Me las había regalado una mujer argentina a quien había mostrado mi apartamento en venta justo antes de yo salir de Puerto Rico. Ella había vivido un cambio drástico diez años atrás, cuando partió de su país en medio del corralito y encontró una vida nueva en Puerto Rico. Noventa días después de haber cruzado camino con ella, yo dejaba el ashram de Osho en India con invitaciones a otros centros de ese mismo maestro en Grecia y otros lugares de Europa, con amigos en India, Italia, Grecia, España, Inglaterra, Alemania, México y Estados Unidos, y con una oportunidad para practicar arquería zen en Hawai.
–Te extrañaremos. ¡Por favor, regresa!- me dijo una facilitadora del ashram y percibí autenticidad en su sonrisa. Terapistas, arqueros y facilitadores me invitaron a participar de programas residenciales y trabajo voluntario allí. ¡Por supuesto que quería quedarme! Pero aun si trabajaba a cambio de alojamiento, necesitaría dinero para alimentos y otras necesidades. El cochinito del 401K que había roto para el viaje menguaba rápidamente gracias a la hipoteca del apartamento en Santurce que no había logrado vender. Al menos, hacía un mes había cedido la cuenta de mi carro híbrido, que ahora rodaba feliz en manos de un abogado cagueño. Si no vendía mi apartamento en un mes, tendría que aterrizar en algún lugar donde pudiera conseguir trabajo e ingresos.
Mi visa de 90 días para visitar India expiraría en 24 horas. Sabía por experiencia que las autoridades podían ser muy duras con los extranjeros que viajaban solos, y había leído de múltiples deportaciones de ciudadanos estadounidenses que se aventuraban a quedarse sin permiso, obligados a costear su propia expulsión del país asiático.

Así que invertí las últimas horas en regalar malas (rosarios hindúes), frutas y chocolates, y en celebrar la hermosa “coincidencia” de que en tres meses había participado en la celebración de cumpleaños de tres de los cuatro gurús que había ido a visitar, gracias a que la fecha original del viaje se había atrasado 90 días. El cumpleaños del maestro de yoga B.K.S. Iyengar fue el último de ese viaje, dos días antes de partir. Me enteré que amaba los chocolates. Apretujada entre cientos de estudiantes que asistieron a agasajarlo, logré entregarle una enorme caja de bombones franceses. Al recibirla, abrió los ojos, me sonrió como una campana, y a mí me brincó el corazón.
En esos últimos días apretó el frío del invierno tropical en Puna, y mi guitarra había sido una cálida compañera de celebración. Había tocado en un talent show del ashram la única canción que me sabía en inglés (The Rose de Bette Midler). Por primera vez en mucho tiempo, interpreté sin errores ni miedos, con la certeza de que yo también me vería florecer tras el invierno. El mismo día en que partía conocí a Sol, un flautista anciano que me invitó a tocar melodías devocionales sólo porque sí. Festejamos el almuerzo al son de Shri Ram Jai Ram y Om Namah Shivaya. Recuerdo que, embriagada de devoción y música meditativa, cerré los ojos y vi luces de colores.
— Suelo olvidar la gente fácilmente, y no recuerdo lo que pasó ayer, pero creo que a ti no te olvidaré– me dijo Sol, y con un beso en la frente, me echó la bendición como un abuelo. –¡Nos volveremos a ver!– me dijo. Le respondí: –Puede que no, ¡pero qué momento hemos vivido!–

Un taxi de autorikshaw se había ofrecido a llevarme al aeropuerto con todo y las tres maletas, la mochila y la guitarra. El equipaje pareció arroparme dentro del pequeño vehículo sin puertas, y tuve que hacer peripecias para que no se volcara en la calle. Volé desde Puna hasta el aeropuerto de Nueva Delhi, donde seguí cantando mientras aguardaba unas 12 horas para el vuelo fuera de India. Pero cuando llegué a registrar las maletas, me dijeron que tenía 40 kilos de exceso (unas 80 libras) por las cuales debía pagar 60,000 rupias (mil dólares) de transporte o de lo contrario, dejar la mitad de lo que cargaba allí. Ello significaba dejar múltiples libros de yoga, bloques, mantas y mi estufa portátil. –No llevo mercancía. Lo que va aquí es lo único que tengo ahora mismo– traté de explicarle a un supervisor obeso de ojos brotados y turbante que me hablaba con rudeza. Los extranjeros en India parecíamos tener tatuado un signo de dinero en la frente. Alrededor mío, otras personas indias cargaban equipajes similares sin inconvenientes. Este señor mostraba actitud de que no cedería, así que cerré los ojos, pedí guía y apareció en mi cabeza la imagen de la pantera que había visto en mis meditaciones. Era hora de dejar que aquel arquetipo me defendiera de lo que sabía era un trato desigual. El supervisor mantuvo su testarudez hasta que me trepé en la pesa contigua al mostrador, defendiendo mis maletas, acercándome a su rostro desfigurado y diciéndole que ya su línea aérea me había cobrado el exceso de equipaje desde Puna, por lo que un segundo cobro o exigirme dejar una de mis maletas allí para que se quedaran con mis pertenencias equivalía a un robo que no permitiría y que le correspondía registrar mi equipaje como estaba. Posiblemente desacostumbrado al enfrentamiento de una mujer, encima extranjera, mostró coraje pero también se contuvo, y me dijo, con más templanza, que bajaría el precio, pero que tomara en consideración que para ser una sola persona, tenía demasiado equipaje. Le puse la correa a la leona en mí y miré con más calma mis cinco piezas de equipaje: dos maletas enormes, una maleta pequeña, la mochila de la computadora y la guitarra. Quizás tenía un poco de razón. –Entonces deme una tercera alternativa– le pedí. Mostró una actitud de apertura y me mandó a la oficina de correos. Quedaba poco tiempo para que el vuelo despegara. En una hora debí decidir llevarme lo esencial, sobre todo la ropa de invierno, una cacerola, dos o tres libros, mis diarios y el yoga mat. Envié a Puerto Rico la mitad de mi equipaje y les dejé la maleta vacía.

La guitarra sí viajaría conmigo, pero debía irse por la correa de equipaje frágil. La vi irse chorrera abajo con la espina de tampoco volver a verla. Ahora que ya no estaría rodeada de otros ashramitas y que el viaje se volvía más solitario -como me había augurado una mexicana- aquella guitarra y la melodía de sus cuerdas eran mi única compañía. Mientras volaba hacia Europa, lidiaba con el vacío interior de haber dejado atrás el ashram e India por razones económicas y de la visa, haber tenido que soltar la mitad de mi equipaje que se había convertido en mi hogar portátil, como el de un caracol, y haber perdido alguna joyería que tenía valor sentimental durante mis últimos días allí.
Montada en el avión, busqué consuelo en uno de los libros de Osho que sí pude llevarme, y lo abrí al azar: “No acumules nada, lo que sea: poder, dinero, prestigio, virtud, conocimiento, incluso todas las llamadas experiencias espirituales. Si no acumulas nada, estás lista para morir en cualquier momento, porque no tienes nada que perder. El miedo a morir no es realmente el miedo a morir; el miedo a morir proviene de las acumulaciones de la vida. Entonces tienes muchas cosas que perder. Te aferras. Ése es el significado de lo que dijo Jesús: ‘Bienaventurados los pobres de espíritu’”.

Luego de un vuelo de conexión que aterrizó en Londres, finalmente llegué al aeropuerto de Barcelona. Esperaba impaciente la única maleta grande que tenía y la guitarra mientras miraba el reloj. Debía tomar un taxi hacia la estación de Sants para montarme en el último tren hacia Tarragona, que partiría en una hora. Encontré mi maleta grande y la correa se detuvo. La guitarra no había llegado. La adrenalina comenzaba a apoderarse de mis sentidos. Reporté la guitarra en el mostrador de equipaje extraviado, haciendo el mayor esfuerzo por no escuchar el mal agüero de las personas en la fila que habían perdido maletas para siempre. Debí llenar un papel en el que estimaba el costo del instrumento en caso de que no apareciera y la dirección en la que me hospedaría. Me aconsejaron que la esperara en la correa de equipaje frágil, y allí me senté, entre carritos de bebé y maletas chic que otros pasajeros no habían reclamado. “A veces llegan en el próximo vuelo”, me decía un empleado. Y mientras la correa seguía girando, algunas personas iban y venían encontrando su equipaje perdido. Los pasajeros de los últimos vuelos nocturnos recogían sus maletas y seguían su camino. Los empleados del aeropuerto pulían el suelo, limpiaban los baños y terminaban su turno. Algunas luces del aeropuerto se fueron apagando y el bullicio fue amainando. Sólo giraba el leve chirrido de la correa. No podía irme sin la guitarra, aunque perdiera el tren. Hasta que la correa se apagó, y la guitarra no llegó. Quizás también me tocaría dejarla ir. Fue como ver a Tom Hanks perder a Wilson en Cast Away. Había sido verdaderamente una lección de decirle adiós a India y a lo poco que creía mío.
La autora es un ser libre.