La cebolla cósmica

Por Samadhi Yaisha / una versión de esta crónica fue publicada el domingo 6 de marzo de 2011 en el diario puertorriqueño El Nuevo Día

Eñangotada en la cocina comunal del ashram, Acha pelaba cebollas rojas casi todas las tardes. Ella no hablaba inglés y yo no hablaba hindi, pero sabíamos decir “hola”, “por favor” y “gracias”. Un día, mientras hervían las lentejas, agarré un cuchillo y me acuclillé junto con las cebollas. En lo que descifré cómo sacar la primera capa y cortar las esquinas, Acha ya había descubierto 10 cebollas, removiendo cada capa hasta dejarlas en nada.

Había prisa y algarabía en la cocina. Después de siete meses de ausencia, sufrir un accidente y varias cirugías dolorosas, el gurú que dirigía aquella misión había aterrizado en Bombay, India, y en pocas horas estaría en Puna.

Mientras ella se afanaba en desvestir cebollas sin que le ardieran los ojos, yo ponderaba que, en los 90 días previos, me había ido despojando de capas y capas de conductas autodestructivas buscando llegar al centro de mí. Así descubrí que, debado de la adicción a trabajar sin descanso, estaban, en orden descendente, el hábito de comer en exceso, establecer relaciones con ciclos de codependencia y aferrarme a emociones negativas. Capas que, con el paso de las décadas, habían conformado una gruesa coraza de personalidad-ego, más allá de la cual -intuía- existía mi Ser verdadero y eterno. A medida que me deshacía de esos hábitos, sentía atisbos de una paz extática y sobrecogedora.

Comenzaba a descubrir que deshojar esas capas de la personalidad era una práctica que no tenía fin. Y en esta etapa de prácticas espirituales, escogía levantarme antes del amanecer y, junto a otras ashramitas despeinadas y soñolientas, recibíamos al Sol con bhajans (cánticos devocionales) en un ritual conocido como satsang.

¨Wahe Guru, wahe Guru, wahe Guru!”, repetíamos después de haber oído el siguiente verso cantado del Bhagavad Gita: “Aquellos que desean conexión eterna, excluyendo todo lo demás, mediten en mí con devoción exclusiva. A aquellas personas les aseguro la unión de su conciencia individual con la Conciencia Suprema de forma perpetua.”

Se trataba de meditar, entrar en el Silencio, practicarlo hasta permanecer ahí.

A medida que aprendía los cánticos, visualizaba que acurrucaba en mi regazo la guitarra que dejé en Puerto Rico porque, igual que la vida que había dejado atrás, se había quebrado astillándose su brazo, y no resistiría el viaje.

Durante un satsang matutino, se sentó junto a mí una ashramita que no paraba de llorar. Tenía el cabello largo, la piel color azúcar morena y los ojos extenuados. La alfombra de tonos pardos absorbía sus lágrimas. La devoción que había fluido de mi interior esa mañana se contrajo cuando percibí que sus sollozos interrumpían la meditación de unas 15 personas. Mientras más resistía yo su llanto, más lloraba ella. Hasta que me invadió el recuerdo compasivo de la que había sido yo desplegando un dolor interior que no comprendía frente a una veintena de personas 90 días atrás: ¿qué necesité en ese momento? Floreció un pensamiento de aceptación. Cerré los ojos y exhalé mis resistencias hacia el silencio. “Acepto tus lágrimas. Recibe mi abrazo”, le dije en mis pensamientos. Y en ese instante precioso, dejó de llorar y entró en meditación. Aprendí ese día del poder de un pensamiento hacia otra persona que decide recibirlo.

Salí del satsang hacia un pasillo. En un gesto de reverencia, una devota besaba los cuadros de su gurú y de Ganesh. Me detuvo y me miró de cerca por un instante largo:

– Tienes paz adentro.

Señaló su corazón y luego el mío. Era hermoso conectarse con otros que percibían el río de amor que ahora sentía en mí de maneras cada vez más constantes, y que dejaba atrás poco a poco disgustos y refunfuños. No era que antes no estuviese ahí; estaba enterrado bajo capas de condicionamientos y programación que le habían restado poder. Exhalé y le dije:

– Sí, tengo paz.

Me aventuré de nuevo por la ciudad para encontrar una guitarra. Tras varias piruetas en autorikshawsy a pie, llegué a un

Aprendiendo a tocar bhajans en el ashram.

edificio de poca altura y muchas tiendas pequeñas que, como tereques apiñados, vendían telas, comida, artículos de primera necesidad y -por qué no- instrumentos musicales. Probé varias guitarras; estudiaba sus maderas, verificaba su procedencia, aspiraba sus aromas de barniz y me deleitaba al descubrir sus melodías. La que llamó mi atención provenía de América. Parecía brillar mientras colgaba de lo alto de una pared. Cuando rasgué sus cuerdas sentí que no había separación entre su madera y la mía, como si fuéramos un solo corazón.

– Ésta es.

Le compré un estuche fuerte. Ahora tenía compañera de viaje. Y anhelaba que el gurú le diera su bendición.

Llegué al satsang vespertino y observé que la mitad de los discípulos estaba fuera del templo principal, abarrotando las escaleras, siendo pobremente contenidos por ujieres que les rogaban no abacorar al maestro nonagenario que llegaba a bordo de un vehículo sencillo. Sus pies tocaron tierra para sentarse en la silla de ruedas que ahora lo transportaba. Se acercó al santuario donde descansaba su predecesor y pidió que le quitaran los zapatos. Un flamboyán revestido con luces de navidad -por la cercanía de Diwali, el año nuevo hindú- cobijaba el lugar sagrado. A lo lejos, explosiones y luces de fuegos artificiales. El mantra por la sanación del maestro …Om Tryambakam Yajamahe… se había convertido en una melodía de júbilo. Muchos olvidaron sus zapatos en los portales del templo y corrieron descalzos a verlo llegar.

Su presencia era abarcadora y profunda. En los próximos días sentí que una energía vital pulsaba desde su módica residencia, y le daba vida a los proyectos humanitarios que nacían de aquella misión: alimentar a los pobres, operar de cataratas a centenares de personas en riesgo de quedar ciegos, proveer educación y tratamientos médicos a bajo o ningún costo. Su visión era dar, dar y dar, tal y como brillaba el sol para todos, sin excepción.

Y en medio de aquella hermosa energía, sentía cada vez menos resistencia a una rendición total hacia el Ser que moraba en mí. Tal parecía que primero meditaba y luego existía.

Pocos días después, aún frágil, el gurú recibió un abarrotado homenaje auspiciado por jóvenes. La gente no cabía en el enorme templo. Estuve en primera fila, guitarra en mano, sentada en el suelo y rasgando notas desde el corazón, cuando me sobresaltó el anhelo de que la bendijera. Me colé entre algunos discípulos y extendí las manos para tocar las medias que cubrían sus pies. Me avasalló una corriente de éxtasis y brotaron lágrimas. Le mostré la guitarra para que la bendijera, y me respondió:

– ¡Levántate! ¡Levántate ahora!

Su presencia era una corriente de vida; una meditación absoluta y perenne. En su mirada no había dudas ni separación entre su humanidad y el Ser. ¡No había nada!

¡Y entonces lo entendí! ¡Era como la cebolla! Al remover la última capa no había nada, sólo energía pura; la sensación de que algo pulsaba eternamente para que yo respirara y latiera, ¡pero yo no era nada ni nadie, sólo una capa imaginaria que cubría esa Verdad! Y entendí el deseo de este gurú de darse constantemente a los demás sin treguas, hasta que no quedara nada de sí.

Al salir del templo, miré las estrellas, y escuché una espléndida carcajada en mi interior. Sentía que podía amar sin excepciones a los más de seis mil millones de seres humanos que pisaban el planeta. Era como estar enamorada sin poder evitarlo. Fluía de agradecimiento por todo lo que había vivido y porque me maravillaban las casualidades, como si las estrellas se hubiesen movido después de haber estado 90 días en oscuridad. El mismo día que el maestro alzó vuelo desde América y desde su tortuosa convalescencia de seis meses de hospital, los mineros chilenos renacían desde el vientre de la Tierra, y yo había levantado los pies fuera de mi abismo.

Un día no muy lejano a ese, al pie de unas escaleras de mármol y mientras aguardaba un asomo del gurú por su balcón, se me acercó su discípula más cercana y sucesora para dirigir la misión.  Vestía de blanco y llevaba recogido su cabello gris, largo hasta la cintura. Miró mis ojos:

– Deberías quedarte aquí. Para siempre.

Tembló el suelo bajo mis pies. Se me contrajo el esófago, pero se me expandió el alma. Por mis venas había una corriente de agradecimiento… Pero, ¿realmente me tocaba quedarme allí?

La autora es un ser libre.

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