por Samadhi Yaisha / una versión de esta crónica fue publicada el 20 de febrero de 2011 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
Recordar este momento y compartirlo con ustedes me llena de la misma paz que sentí en aquel instante. Me ha encantado ver cómo esa paz ha manejado los altibajos que he vivido luego de ese momento; los momentos en que se ha expandido y se ha profundizado, los momentos en los que la he olvidado y la he vuelto a encontrar…. Espero que los disfruten tanto como los he disfrutado yo. Fue interesante observar que este instante ocurrió el 10 de octubre de 2010, y eran cerca de las 10 de la mañana. Lo apunté en mi diario como una sincronía cósmica, no para tratar de justificársela a nadie, sino como algo que pudo haber ocurrido en cualquier otro momento, y pasó ahí. Otros momentos ordinariamente hermosos pasaron otras fechas, sin relojes, ni calendarios.
Un abrazo en luz.
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Fue semanas después de haber llegado al ashram, trabajar en la misión contigua y meditar en silencio mañanas y tardes en el lugar de descanso de un gurú que ya había trascendido. Había comenzado a escuchar un repetido susurro que parecía provenir del santuario en el que me sentaba, y que me invitaba, con dulzura y paciencia: “Sana”.
A medida que meditaba más, comenzaba a experimentar una aparente contradicción: que agradecer dificultades y entregárselas a un Poder Superior me ayudaba a estar más en paz. Y que, si existía en mi corazón una intención genuina de perdón absoluto, aunque todavía no lo sintiera sinceramente, abría una ventana de aceptación en mi alma.
Había noticias de que el líder espiritual de esta misión en Puna, India, llegaría en pocos días. Sus devotos ebullían de expectación y se derrumbaban decepcionados cuando la fecha de arribo se atrasaba otra vez. Lloraban abrazados. Habían esperado siete meses por su regreso. Se aferraban a su fe. Yo también, aunque por momentos parecía no encontrarla. Aún me quedaban algunas dificultades que superar en aquel viaje y existían en mí dudas de que aquel gurú, con 92 años y varias cirujías de las que convalecía, sobreviviera en su viaje hacia Puna desde América.
Alimentaban a esas dudas sus discursos grabados más recientes:
– La vida es una preparación para el último viaje.
Mientras los devotos se ajoraban en preparativos, y yo pulía la pluma para escribir su llegada, pasaba tiempos largos en el santuario de quien fuera el gurú fundador, recargándome en la corriente de energía de paz que emanaba de allí. Le pedía fe.
Llamó mi atención una breve historia con la que me topé mientras escribía, como parte del trabajo voluntario que hacía allí. Años atrás, el gurú más joven, ahora líder, había sido dejado fuera de una importante reunión durante tres días. Mientras se protegía del frío pensó irse lejos y nunca más volver. Su tío, quien había fundado la misión, salió a los tres días, lo abrazó y le dijo que sólo quería enseñarle el concepto de que él realmente no era nada, que su espíritu no estaba hecho de la personalidad, de las posesiones, ni de la posición que tenía. Lo abrazó y lo llevó consigo nuevamente adentro. Al menos tres días de espera sonaba un poco más razonable que 90.
En tanto, descubría especias nuevas en los mercados indios, algunos esparcidos por la ciudad -en carretas, mantas en el suelo y bajo toldos- y otros en aire acondicionado y protegidos por la seguridad perenne que no daba paso a olvidar actos terroristas ocurridos en el pasado. Me absorbió sin reservas la particularidad de un paquetito de granitos negros, en cuya redondez diminutísima parecía morar la perfección. Eran semillas de mostaza. Nunca las había visto. En mi país, la mostaza venía en un pote color amarillento y se usaba para aderezar cosas que también llevaban ketchup. ¡Qué hermosas eran como semilla!
Aterrizó en mí otra vez la sensación de sincronía y saqué de mi cartera el libro de meditaciones que había leído en esa mañana de un 10 de octubre: “Si tuvieras fe como un grano de mostaza…” Mi mano jugaba con el paquete granulado. ¿Tan pequeño? ¿Ésta es toda la fe que necesito?
– ¡Eres tu propio sanador! ¡El sanador está adentro! – eran las palabras grabadas del líder espiritual que estaba de camino a América.
Así que hice el experimento. Era una sensación poderosa sostener en mi mano una circunferencia tan ínfima y saber que creer así de mucho sería suficiente. Caminé otra vez, descalza, hacia el santuario. Sobre el mármol fresco continuaba percibiendo, en forma de cosquillas, una vibración que me invitaba a descargar pesares y a recibir su energía. Cuidé no pisar las hormigas cuando me senté sobre mis talones.
-Acepto que hay coraje y resentimiento. Te lo entrego a ti, ya no lo quiero. Que no haya nada en mí que se pueda sentir ofendido. Quiero perdonar y amar sin condiciones.
Esperé, no pasó nada. Pero en el próximo segundo, como un estallido sutil, me inundó una hermosa y apacible luz que se expandía. Un sentimiento de paz comenzaba a danzar en mi corazón, como un lucero verde que se regocijaba en el baile de una flauta. Me atreví a abrir los ojos y descubrir que el sol parecía brillar un poco más. Le permití que me atravesara sin resistencias. Y allí, en el momento más ordinario, rendida ante lo que tenía que ocurrir, vi al sanador, según lo describí en mi diario: “Una luz poderosa que me bañaba desde el centro de la frente hacia todo el interior.”
Momentos después, ya no sentía necesidad ni deseos de llegar a ninguna parte, no por pereza, sino por éxtasis. “¿Se acabó el viaje?”, pensé. “¿Tan rápido?” Había una intención automática de compartir lo que había encontrado.
Días antes, un devoto de Osho que había encontrado en este ashram de otro maestro, me invitó a una exhibición de libros que estaban en descuento. Por $40 adquirí lo que en América me hubiese costado $200. Sobre una mesa estaba su versión del tarot. Levanté una tarjeta y brotó la imagen de una mujer sentada sobre una flor de loto:
-“Florecer: Debes extender la mano a otras personas. Tu estado de felicidad, tus bendiciones, tu éxtasis, no debe estar contenido dentro de ti como si fuera una semilla. Debe abrirse como una flor que extiende su fragancia a todos sin excepción – no sólo a los amigos, pero a los extraños también. Ésta es la compasión verdadera, éste es el amor verdadero: compartir tu iluminación y tu danza con el infinito… Puede que te sientas como un jardín de flores ahora mismo, un aguacero de bendiciones que llueven de todas partes. Dale la bienvenida a las abejas, invita a los pájaros a beber de tu néctar, reparte tu felicidad, compártela con todos”.
Eso trato. Sigo descubriendo para poder contar que la luz llega, luego de haber limpiado la casa, en el momento más ordinario. Y es la misma luz para todos.
La autora es un ser libre.