Samadhi Yaisha/ una versión de este escrito fue publicada el domingo 26 de diciembre de 2010 en el periódioc “El Nuevo Día”
“Cuando oí tu voz, a mí renuncié. Y mis barcos he quemado. Y el boleto de regreso no compré. Con la vista puesta en ti, seguiré; todo puente derribado, porque ya no pienso más en volver”. Jesús Adrián Romero
Esa tarde de septiembre, empaqué las últimas cajas.
—¿Te mudas?—Me preguntó un vecino anciano.
-—Sí.
—Pero, ¿ya tienes sitio?
—No. Y no sé dónde es.— Nos reímos los dos.
—Porque no lo has visto. Cuando lo veas, sabrás. Encontrarás el lugar perfecto— dijo como una profecía.
Una confesión de 16 años
Ya casi llegaba al pueblo en el que crecí para dejar mis armaduras en forma de ollas y libros, cuando la brújula del corazón apuntó hacia una vieja parroquia. El corazón se encargaba de dejar los espacios limpios antes partir y yo iba a donde dijera, aunque exhalando mis resistencias.
La antigua iglesia ya no estaba. Había un templo nuevo que estaba cerrado. Apreté mi nariz en la puerta de cristal. Aún existían las imágenes que atestiguaron la primera comunión, la confirmación y el primer beso en silencio.
—¡Buenas tardes!— dijo una voz simpática.
Del sobresalto, me giré. Había allí un señor menudo, calvo y de sonrisa graciosa. Sentí alivio. No era el cura irascible y antijuventud gracias al cual me había divorciado y -liberado- de los ritos rígidos.
—Ya me iba, pero he regresado por algo, mira qué casualidad— me sonrió.
Le dije que necesitaba hablar con alguien y que hacía 16 años que no me confesaba. Tuve ganas de decirle: “Es más fácil si le confieso que he incumplido todos los mandamientos, menos el quinto -No matarás- y así nos ahorramos un viaje al hospital”. Pero me salió: “¿Cómo era? ¿Ave María purísima…?”
—Olvídate de formalismos, dime lo más gordo.
Le conté todas mis rabias, con Dios, con el cura anterior, con iglesia, familia y humanidad.
—Quizás he hecho infeliz a mucha gente porque yo no era feliz. Creo que mi papá es quien más lo ha sufrido.
—¿No tendrías coraje contigo misma?— Una flecha al blanco.
—Sí.
—¿Y por qué vienes hoy?
-—Porque en tres días me voy a la India.
-—¿A qué?
—A hacer trabajo voluntario en una misión. Ando buscando a Dios.
Exhaló y anticipé una absolución tradicional, pero tampoco. Fue una terapia.
—Lo primero es que sepas que Dios te quiere, y muchísimo. Cuando entiendas que Dios te quiere, todo cambiará de color. Saldrás a la calle y gritarás: “¡Dios me quiere!” Y todo será más real.
¡Lánzate a la luz!
Fui al supermercado a abastecerme de algas y me topé con una maestra de yoga a quien admiro por haber montado su propio estudio. Le conté que viajaría lejos.
—O sea, que la persona que veo hoy, tal como es, no la veré más.
—Tengo miedo. Me siento desnuda.
—¡Lánzate! ¡Es un salto de fe!
—Tampoco tengo opción. Me pidieron las llaves.
—Pues qué bueno que saliste del cascarón.
—Estoy en un vacío.
—La vida es una transición constante. ¡De eso se trata! ¡Dejar la mente libre!
Nos despedimos y un desconocido me entregó un papel.
—Escuché de su viaje. Lea este libro y aquí le dejo mis señas.— Me miró a los ojos. —Y, en su viaje, nunca estará sola.
Miré el papel. Era el título “Bible: The Message” de Eugene Peterson.
En julio, cuando viví los primeros cambios, le rogué a Dios que me mandara una señal para encontrar su luz. Días después, en un semáforo de la parada 25, un anciano a bordo de un carro destartalado sonaba la bocina y me hacía señas desesperado. Bajé un poco mi cristal por si tenía una emergencia, y me dijo:
—¡Si quieres encontrar a Dios, lee Juan 1:5-8!
El semáforo cambió a verde y el señor misterioso siguió la marcha, dejándome atónita. La cita bíblica decía: “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él”.
Por esos días asistí al taller de un maestro de yoga que visitó Puerto Rico: “Si no tienes la luz como respaldo, vas a sufrir”. Entre las causas del sufrimiento, mencionó el apego.
¿Cuán cierta es tu historia?
Una visa retrasada me dio la oportunidad de conocer a un ministro que estaba de paso. Cargaba con la técnica de Byron Katie y sus cuatro preguntas. Las aplicó al conflicto que yo enfrentaba.
—Y todo eso que me cuentas, ¿es cierto? ¿Sabes realmente si todo eso es verdad? ¿Cómo es tu vida con esa creencia? ¿Cómo sería si no creyeras en ese pensamiento?
Más adelante en mi búsqueda, encontré preguntas similares en el libro “Usted puede sanar su vida” de Louise Hay: “¿Es cierto eso para mí ahora? “¿De dónde vino esa creencia? ¿Aún creo en ella porque me lo dijo una maestra de primer grado una y otra vez? ¿Estaría mejor si dejara ir esa creencia?
Sus preguntas crearon una pausa en mi cabeza, suficiente para entender que era difícil soltar la creencia de que los demás me abandonaban o rechazaban porque había invertido en ella desde muy joven. Así que repetía la misma situación. Con la acorazonada más remota de rechazo o abandono, salía corriendo. Mi patrón de huida estaba al descubierto.
—El dolor que aguantas no es personal… Es importante que sepas que estás despertando. Todos estamos atravesando una transformación, un periodo de ‘demencia’, y necesitamos ver que regresamos a la cordura… No necesitamos sufrir por ello. La clave para todo es aceptación. Estás bajo el cuidado de Dios, como la oruga, y no puedes detener el proceso de convertirte en mariposa.
De oruga a mariposa
Durante mi mudanza, encontré en un baúl el dibujo de una mariposa saliendo victoriosa de una crisálida de fuego y dolor. La había trazado yo hacía 9 años al cabo de un curso, en el cual algunos compañeros me habían regalado cartas “para los días de lluvia”. Hallé mensajes de aliento, guía y amor. Entre ellas, una de mi papá: “Eres una hija especial. El regalo más lindo que Dios me dio”. También, una meditación con mi fecha de nacimiento: “Luz. Veo mi camino con claridad”.
¿Por qué no dije a dónde iba?
Cada vez que me entusiasmaba con alguna idea que tocaba mi corazón y podía cambiar mi vida, me afectaban las preguntas y las dudas de los demás.¿Cómo lo vas a costear? ¿Qué vas a comer? ¿Para qué es que tú quieres ir para allá? Intervenía en ese juego mi necesidad de aprobación. Decidí no darle paso. Mi voz interior había hablado con claridad, ya no cabía la voz de nadie más.
La gallinita roja
Llevé flores al lugar donde solía trabajar y donde había comenzado la crónica de un desapego angustiante. Verdaderamente intentaba dejar espacios limpios y sanos, pero cada vez que volvía allí sentía un dolor punzante. La transformación que viví tuvo apareciencia de locura -como explicó el ministro- y me había tornado en un inconveniente. Había silencios y límites nuevos, más lejanos, muy marcados. Para mi sorpresa, una de las encargadas me preguntó si en mi viaje iba a India.
—Quizás— le respondí.
—Pues, ¡regresas y compartes con nosotros lo que aprendas!
Me quedé anonadada. Parecía que la “demencia” ya no era inoportuna. Cruzó por mi mente el cuento de la gallinita roja que había pedido ayuda para sembrar su granito de maíz, cosechar la mazorca y moler los granos. Algunos animalitos le dijeron que estaban ocupados, pero cuando el bizcocho salió del horno, todos querían comer. Yo quise decir todo eso, pero me salió:
—No sé cuándo regreso. No tengo boleto de vuelta.
Sincronías
En la penúltima mañana antes de irme, medité en la playa. Cerca había una guagüita de comida con la radio puesta. Héctor Lavoe cantó “Todo tiene su final” y por la acera pasó un hombre con una camiseta que leía:“Don´t be afraid.” Yo quería hundir mi cabeza en la arena.
Ese día, una vecina me regaló una oración: “Guía. Mi sendero es claro y prosigo con fe. Quizás haya pasado por momentos difíciles en una relación personal, me hayan despedido del trabajo o simplemente haya llegado a un punto en el que cuestione mi propósito. Mas profundamente sé que nunca he estado sola. Dios está conmigo”.
Llegué al banco. Miré el balance -$646.46- y casi infarto. Algo bueno le tenía que sacar a lo que había vivido, así que decidí escribirlo. Horas antes, una amiga me había dado un cheque sin pedírselo. Lo agradecí con vergüenza, pero recordé que, cuando la abundancia rebosaba en mis cuentas bancarias, yo ayudé a amigos “bien arrolla’os”. La Ley de Causa y Efecto me devolvía, literalmente, la moneda.
Salí de allí y, en una luz roja, un camión de refrescos tenía este letrero: “Pa’ tras, ni pa coger impulso”.
Me detuve en un lugar donde horneaban delicias sin azúcar que necesitaría para el viaje. Oraron conmigo y agradecí sus bendiciones. Una de las personas me dijo: “Vas a encontrar algo por allá y no vas a volver”.
Tal parece que Jesús Adrián tendría razón.
La autora es un ser libre.
En Facebook, 90 días: Una jornada para sanar