90 días: El mito de la Reina solitaria

por Yaisha Vargas / columna publicada el domingo 4 de octubre de 2015 en el diario puertorriqueño El Nuevo Día. 

Fall colors and waterfall in the Sipsey Wilderness, Bankhead National Forest of Alaba

Ésta es la historia verdadera de una mujer que reinaba sola en la naturaleza y era feliz. La rodeaban un follaje delicioso, animales de todas clases; la nutrían su propia savia y el sol que tibiaba su piel. Tenía tanto, que lo quiso compartir, y decidió dar a luz tantos hijos como le ha permitido su cuerpo en su etapa reproductiva. Se ha entregado a ellos sin medida para alimentarlos, vestirlos y para que disfruten de la vida a plenitud. Les ha regalado el paraíso sin esperar nada a cambio.

Al crecer, algunos de los hijos han tenido miedo de no recibir suficiente y no sobrevivir. Su ansiedad extrema se ha convertido en locura y han dejado entrar en su psiquis un virus mortal: el monstruo de la insuficiencia. El germen se ha apoderado de sus mentes y, en un arranque de psicosis, han secuestrado a la Reina. La han amarrado, han rasgado su esternón por la mitad, han cortado y extraído casi todos sus pulmones; le han inyectado veneno en su sangre y linfa, han abierto su piel y músculos para raspar el calcio de sus huesos, y le han arrancado las uñas y el pelo. Como esta materia prima es preciadísima, la transforman para venderla y se forran de dinero; actividad que también genera derivados inservibles que los vástagos le tiran encima a su madre, a ver si ella, como por arte de magia, los recompone para usarlos de nuevo.

Una y otra vez, los hijos vuelven donde la Reina esclavizada por más. Lo que ignoran es que su madre nunca terminó de cortar el cordón umbilical, pues es la única manera de mantenerlos vivos. Si ella muere, ellos también, y por más riquezas materiales que tengan, nada evitará ese destino. Además, ella podría escoger regenerarse, comenzar de nuevo sin hijos que la abusen; volver a la naturaleza rodeada de criaturas que no la maltraten, como cuando era saludable y feliz.

En este momento histórico, este relato no es un mito. Es tan real como el periódico o aparato electrónico a pulgadas de su nariz. La Reina es la Tierra, los hijos, los seres humanos; los pulmones son los bosques destruidos (sólo un 15% permanece intacto, según el Instituto de Recursos Mundiales), la sangre envenenada son sus ríos contaminados; el calcio extraído, las uñas y el pelo arrancados representan la explotación desmedida de minas y canteras. Los productos inservibles tirados de vuelta en espera de una descomposición mágica son los vertederos, las neveras lanzadas río abajo y la basura que dejamos tras un día de fiesta en la playa.

Las historias del “fin del mundo” son falsas. El planeta no se va a acabar. Pero, dejarán de ocurrir las condiciones que hacen posible al Proyecto Humanidad. La Tierra existe hace 4,500 millones de años. Nuestros ancestros humanos, según la evidencia de los fósiles más antiguos, arribaron hace unos tres millones de años. Hemos estado aquí un porcentaje ínfimo de la historia del mundo, y en ese periodo, hemos escrito nuestro Armagedón, y lo llevamos de la ficción a la realidad a través de nuestro modo de vida: un suicidio ecológico-humano lento, pero seguro. La Tierra seguirá existiendo—pero sin nosotros. La Reina seguirá adelante sin sus hijos.

Cuando yo era adolescente y gracias a la sagacidad de una maestra de biología, me uní a un Club de Ciencias Marinas en el que adquirí una base sólida sobre el funcionamiento de los ecosistemas, su balance sensitivo, la importancia de la relación entre las especies que viven allí y los efectos de la actividad humana. Con esos conocimientos a flor de piel y cerebro, escuché una conversación de adultos, la generación anterior a la mía, en la que se lamentaban de la destrucción del planeta, pero la justificaban utilizando el libro del Génesis de la Biblia, diciendo que Dios había puesto “al hombre” al mando de las demás especies y que los animales estaban ahí para servir a los humanos. Me horroricé. Me impactó tanto como para aún recordar dónde y con quiénes me encontraba. Nunca tuvo sentido para mí que utilizáramos nuestra inteligencia para destruir nuestro único hogar.

Admiro la labor de la NASA para hallar vida en otros planetas. Me fascina aprender sobre el universo y guardo un espacio en mi corazón para la astronomía aficionada, por todas mis noches de universitaria que me quedé dormida en el techo de mi casa estudiando las constelaciones. Pero buscar vida en otros planetas mientras destruimos el único hogar vivo que conocemos es como invertir dinero en las demás casas del vecindario cuando la nuestra se cae en pedazos. La Tierra en la que estamos parados ya es nuestra nave espacial, a bordo de la cual navegamos el cosmos—como en el Principito—a miles de millas por hora. Sólo que no nos damos cuenta de quiénes somos ni dónde pisamos, porque estamos adormecidos de sufrimiento.

Jane Goodall, una antropóloga británica y mensajera de paz de la Organización de las Naciones Unidas, lo resumió en una oración: “Aquí estamos, la especie más inteligente que jamás haya vivido. Entonces, cómo es que podemos destruir el único planeta que tenemos”.

Pensamos que las compañías grandes y los gobiernos son los primeros llamados a no maltratar el planeta. Pero el impacto más grande se logra con las decisiones de cada ser humano durante sus actividades diarias. Somos más de 7,000 millones que consumimos agua y alimentos, y algunos tenemos el privilegio de quemar gasolina o vestir joyas. La conciencia sobre nuestra huella ecológica es el paso más importante para que el Proyecto Humanidad no muera. Si desarrollamos conciencia en nuestro interior y actos diarios, por consiguiente, escogeremos políticos conscientes y auspiciaremos empresas responsables. ¿Qué podemos hacer? Mi jornada se trata de compartir lo que me ha ayudado a sanar:

-Vegetarianismo- Sin ánimos de sonar panfletaria, soy vegana 95 por ciento del tiempo y vegetariana 100 por ciento; lo que quiere decir que mis proteínas consisten de habichuelas, tofú, semillas y nueces, todas libres de modificaciones genéticas, y una vez al mes consumo queso o huevos. No ingiero ningún animal. Mi cuerpo se siente liviano y he dejado de participar en la actividad humana que más contribuye al cambio climático según un informe de la ONU: la industria ganadera. Hay personas que dejan de comer animales una vez a la semana (por ejemplo, viernes vegetarianos) y así ayudan al planeta. Hoy es un buen día para hacer algo así, en la fiesta de San Francisco de Asís, amigo de los animales y la naturaleza. No hay diferencia entre las criaturas que amamos como mascotas y aquellas que van al matadero.

-Duchas más cortas y concienzudas- En vez de dejar que el chorro se desgaste mientras pienso en musarañas, me enfoco en dar a mi cuerpo cuidado y atención. Me baño mejor, con menos agua y en cinco minutos.

-Reducir el uso de gasolina- No doy viajes innecesarios en mi auto. A veces me falta un ingrediente para cocinar o se me acabó el pintalabios que más me gusta. Me sale muy caro en tiempo y gasolina ir a comprar un solo artículo, así que espero mi próximo viaje al supermercado y me invento una receta nueva.

-Consciencia al reciclar, reusar y consumir- Separo los objetos reciclables: plástico, cartón, vidrio, papel y aluminio. Reutilizo las cosas tanto como sea posible. Compro artículos en empaques reusables, reciclables o biodegradables y observo que sus ingredientes y procesos sean responsables con el ambiente; que no destruyan bosques ni hayan sido puestos a prueba en animales. Por ejemplo, utilizo una pasta dental cuyo tubo plástico y cajita son de material reciclado, reciclable y biodegradable. Durante cualquier aventura consumista, tomo en cuenta si la empresa que visito tiene prácticas responsables con el ambiente y con su mano de obra. Trato de ir a restaurantes que sirven en vajilla y utensilios de metal, en vez de cartón, plástico y “styrofoam”. Ya no está de moda participar de la destrucción planetaria para tener un negocio, proyecto o exponer una imagen de riqueza y felicidad. Aunque la propaganda de un producto asegure que es pro-ambiente, miro las letras pequeñas a ver si de veras ayudan a la Tierra.

En mi jornada, descubrí que mis afecciones de salud estaban atadas a la manera en que los humanos tratamos al planeta. El sufrimiento que me abrumaba me llevaba a consumir desmedidamente —comida, alcohol, cigarrillos, objetos lujosos, viajes de huida— en intentos desesperados por aplacar mi dolor. Nada de eso funcionó. Sí me sanó ir pelando todas mis capas de sufrimiento, y con ello, vi desvanecer mis adicciones. Sané cuando entendí que estaba conectada a mi Madre: la Tierra.

Hago estas cosas porque me importa el Proyecto Humanidad, y que los humanos dejemos de sufrir en nuestro interior para que no destruyamos a nuestra Madre. Para que la Reina nos continúe llevando de viaje por el universo, y que el Armagedón siga siendo un mito y no una realidad presente.

En Facebook, 90 días: una jornada para sanar

Foto por hqworld.net

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