Por Samadhi Yaisha / crónica publicada el domingo 7 de diciembre de 2014 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
Recuerdo la primera vez que, durante mi jornada de sanación y en la soledad de mi automóvil, planté mi frontispicio en el volante y pensé que la tarea era desmesurada y el llanto era demasiado. Aquello no tenía fin. Visitaba servicios psicológicos y psiquiátricos, y me habían recetado un antidepresivo. Cambié mi dieta para desintoxicarme de aquellos alimentos que contribuían a la depresión. Todo funcionaba por un tiempo breve y luego cesaba, lanzándome de nuevo al sufrimiento.
—¿Esto vale la pena?—le pregunté al Universo, que era mi concepto de un Poder Superior en aquel momento.
—No te rindas, que algún día vas a contar cómo saliste— escuché en mi interior. Aquel hilito de voz sutil fue lo único que tuve para aferrarme, secarme las lágrimas, sacudirme la nariz y encender el auto de nuevo para seguir adelante.
Han pasado más de siete años. Recientemente recordé este momento que viví cerca de una oficina naturopática en Río Piedras. Mirando hacia atrás, necesité soltarlo todo para sanar.
Desengancharme de mis adicciones fue el reto más fuerte, sobre todo porque todas habían sido el escape hacia el único concepto de felicidad que yo entendía —intenso y fugaz. Todas las adicciones tienen en común la seducción, seguida de una cúspide breve de placer que acaba en un descenso veloz hacia la esclavitud. Buscaba quedarme en esa cima anhelada, agarraba ansiosamente el próximo chute, una y otra vez, incluso cuando ya no funcionaba. Me esclavizó la rueda del samsara y comenzó un deterioro de vida del cual pensé que no podía salir. La comida fue mi adicción más severa, y el azúcar, gasolina para el sufrimiento. Mi cerebro y sistema nervioso se debilitaron. Perdí la capacidad de ser yo misma. De las azúcares y las grasas de las que abusé por ignorancia, el chocolate me llevaba del paraíso al abismo estrepitosamente. Volvía a ello con la esperanza de “controlarlo”, pero me estrellé cada vez.
El chocolate no es una sustancia negativa. Todo lo contrario, en su forma más natural, tiene antioxidantes y muchos beneficios. Además de ser una fina delicia y un símbolo de dulzura y cariño, el chocolate es un estimulante de endorfinas, las hormonas naturales que produce nuestro cerebro y que generan en nosotros placer y un sentido de bienestar. También ayuda a producir serotonina, el “químico feliz” del cerebro. No es casualidad que sea tan venerado.
Pero mal manejado, el chocolate se convirtió en una de mis adicciones más fuertes y también muy costosa. Me distraía de la vida y de los problemas; hasta pedía dinero prestado para ir a la máquina expendedora cuando no tenía efectivo. Durante muchos años, fue una alegría dulce y esclavizante. Pero cuando no pude parar de consumirlo, se tornó en sufrimiento. Gané peso, me dolían las rodillas, me molestaba subir escaleras y era incómodo ponerme el cinturón de seguridad. También gané un bagaje emocional de angustia, y un ciclo del cual no pude salir sola. Tenía 30 años.
Mi cuerpo buscaba su dosis de endorfinas y serotonina con sustancias externas. Sustituí la capacidad natural que tiene mi cuerpo de crear estos químicos felices (mediante el ejercicio, la yoga y otros hábitos saludables) con componentes que, en exceso, fueron nocivos.
Mientras practiqué mis adicciones, pensaba que no había vida más allá de ellas, y que mi condición seguiría en deterioro. Eso hubiese sido cierto de no ser por mis programas de recuperación y por el regalo de aquellos que habían salido y compartieron cómo.
Una vez removidos los hábitos dañinos más pesados, me he dado cuenta que todos tienen la misma raíz de ansiedad: un sentido de insuficiencia interior, de que una debe sentir vergüenza de una misma y de su propia humanidad porque hay algo innatamente erróneo en los seres humanos. Es un dolor con el que nos acostumbramos a vivir y ya ni siquiera nos damos cuenta.
Las adicciones son esfuerzos disfuncionales para tratar de cubrir aquello de nosotros mismos por lo cual sentimos vergüenza. Cuando entendemos que ya somos amados, que vinimos estando completos, que estamos bien como somos, que somos una bendición desde nuestro origen, comenzamos a entender que no necesitamos nada para “arreglarnos” o recubrirnos. Pero esa energía de ansiedad y disfuncionalidad se ha vuelto un hábito: también nos hemos vuelto adictos a ella.
Practicar meditación a largo plazo nos otorga el gran regalo de darnos cuenta cuando esa energía está surgiendo en nosotros para detenerla a tiempo, antes de que nos lleve a comer, fumar, beber en exceso o cualquier otro hábito dañino. Eventualmente, con práctica y diligencia, el cerebro se reconecta en su forma natural. Poco a poco retomamos la capacidad de escoger conductas constructivas. Si las adicciones son hábitos que causan sufrimiento —una relación disfuncional, el uso de sustancias legales o ilegales, no poder dejar de trabajar más allá de horas razonables, no dormir, comer más allá de lo necesario para la salud y enfermarnos por ello— la felicidad se construye con conductas saludables.
Cuando vivía en mis adicciones, me aventaba en una montaña rusa entre dulzura ilusoria y el hades tormentoso. Hasta que sólo quedó la desesperación. El camino de vuelta fue escabroso. ¿Valió la pena, como le pregunté al Universo hace años? Decirle adiós al sufrimiento fue difícil porque era tan familiar. ¿Cómo voy a sobrevivir sin chocolate y sin comer en exceso para manejar mi vida? No lo podía dejar, aunque se hubiese tornado en veneno. De la misma forma, parece imposible dejar ir la relación, la conducta dañina, o lo que sea que nos mantiene esclavizados.
Lo que puedo decir hoy es que las adicciones me trajeron regalos escondidos cuando decidí confrontarlas y salir de ellas. Como la única forma de superarlas es arrestar su ansia letal un día a la vez, a veces una hora a la vez, o un respiro a la vez, a veces sintiendo que el deseo es más fuerte y quema la fuerza de voluntad, y que una siente que se quiere morir, cada día y cada instante en el que soy libre de esas cadenas es un momento de agradecimiento. Cada respiración en libertad se convierte en una expansión de alegría. Cada amanecer es una pequeña resurrección. Abrir los ojos y saber que estoy viva es motivo de una sonrisa.
Descubrí que hay vida más allá del chocolate. No necesito los enganches que tenía para vivir: ninguna sustancia, persona o disfuncionalidad. Hoy encuentro la dulzura de la vida en tantas otras cosas. Al igual que las enfermedades y los diagnósticos difíciles, superar adicciones o llevarlas a un estado de remisión trae la lección de volver a disfrutar de la vida, pero esta vez con una perspectiva diferente, de balance y serenidad interior. Como tuve tantos días de dolor, hay veces que hasta la bondad más simple hace que mi día sea una maravilla. Cosas como que el sol se cuele por la ventana de mi oficina y me dé luz, que mis gatos me ronroneen una nana antes de irme a dormir, o que alguien me diga una palabra amable o me haga un favor. Agradezco que tengo techo y transportación. Y más recientemente, debido a las lecciones que obtuve por relaciones disfuncionales pasadas, recibo con agradecimiento el trato amable y digno de personas nuevas en mi vida. Aprendo a apreciar a quienes son genuinamente buenos, con quienes puedo dejar salir mi bondad sin temor a ser herida. Cuando una ha salido de un infierno de caramelo hirviente, pero falso, la vida en serenidad se convierte en una dulzura real, un milagro diario.
Ya no tengo interés en que nada exterior me quite la capacidad de producir mi felicidad interior: ni gente, ni cosas materiales, ni condiciones. La felicidad condicionada desemboca en un pozo de mucho dolor. Cualquier cosa externa o persona a la que le asignemos la capacidad de darnos felicidad, es capaz de controlarnos y traernos sufrimiento, sobre todo cuando deja de ser nuestra fuente de alegría. Cuando se me ha hecho difícil dejar algún enganche atrás, cualquiera que sea, repito: “Hoy te quito la capacidad de producir mi felicidad. Tú no eres capaz de hacer eso por mí. Tampoco tienes control sobre mí. Te digo adiós. Soy libre de ti, ya no formas parte de mi vida”.
La vida sin hábitos dañinos no es pan comido, pero los momentos de paz que disfruto son definitivamente más dulces que una caja entera de chocolates.
Gracias por tus escritos. No solo son hermosos, pero que alivio dan. Gracias. Que siga bien, que la seguridad no se vaya de su lado, que siga feliz.
Qué hermoso tu pensamiento y qué hermoso tu deseo para mí. Lo recibo con mucho cariño y deseo lo mismo para ti. Que encuentres paz y realización interior y que la compartas con el mundo. Muchas bendiciones y paz. 🙂