90 días: Aprender a vivir de nuevo

por Samadhi Yaisha / crónica publicada el domingo 28 de septiembre de 2014 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

Vegetarian_dietCuando una se ha perdido en el otro lado de sí misma, se ha rebuscado las sombras hasta descubrir que están hechas de creencias y percepciones falsas, y ha vivido durante largo tiempo en la burbuja protectora de un proceso de recuperación, regresar a vivir en el mundo de hierro y concreto puede ser una experiencia turbulenta.

Yo no sé si hay un manual para cómo regresar a la vida “normal” tras haberse estrellado. Pero la instrucción de “un paso a la vez” y “un respiro a la vez” que utilicé tanto en etapas más tempranas de mi proceso de Doce Pasos, también me ha servido para volver poco a poco a la vida laica. Quizás lo más difícil ha sido hacer las paces con el hecho de que la persona que yo era se fue para siempre. Por más que lo intente y quiera, ya mi psiquis no aguanta ni interesa janguear hasta el amanecer, cultivar relaciones confusas ni disfuncionales y vivir fuera de un contexto saludable.

La etapa más escabrosa quizás ha sido relacionarme con cosas fuera de mí misma. Como las relaciones humanas aún me resultan complejas, opté por empezar a relacionarme con seres más sencillos, como plantas y animales.

Comencé a plantar flores alrededor de mi casa, a no olvidar echarles agua regularmente, a celebrar cada vez que brota una flor. Y hablar con ellas, por supuesto. Cuando no lo hago, me dan menos flores. La tierra se regala en generosidad y buena energía cuando decido trabajarla y jugar un rato con ella para conspirar una rosa.

Comencé a estar más presente en la vida de mis dos gatichurris, más atenta a su lenguaje y a sus necesidades. Hemos restablecido lazos de confianza y límites saludables, con resultados satisfactorios para ellos y para mí.

Durante un año y medio, aprendí a relacionarme con los alimentos de manera saludable cocinando en mi casa, midiendo y pesando mis porciones, alejada de cualquier comida que sirviera de catalítico para un resbalón que podía durar más de un mes con severas consecuencias emocionales y laborales. Salir de mi paréntesis social fue un gran reto. Solamente otras personas en recuperación podían entender mi pavor al enfrentarme a un ‘salad bar’, a la fila en una cafetería vegetariana, o mi inseguridad al tratar de explicarle a algún mesero bajo presión que necesitaba una orden especial. En una ocasión, uno de ellos reaccionó con una carcajada que sentí como una burla. No sé si fue mi propio nerviosismo. Cuando cosas así ocurrían, volvía a mi cascarón de seguridad, a mi cocina, mi pesa, mis tazas, al resentimiento de que, como la comida en exceso es una droga socialmente aceptada y promovida en anuncios agrandados, el mundo parecía no estar ni remotamente listo para apoyar la recuperación de una adicta a la comida.

Pedí ayuda divina para aprender a andar de nuevo en el mundo humano y poder disfrutarlo. Y yo, que había dejado de creer en los cuentos de hadas y en los finales felices, acepté que el cosmos me mandó por envío expedito una madrina que se llevaba su programa de recuperación, no sólo a comer fuera, sino también de viaje a otros países, y hasta de crucero, sin tener recaídas. Me quedé asombrada, conmovida y agradecida al ver cuánto amor me expresaba mi Poder Superior. Quizás las hadas madrinas no existen en el mundo de hierro y concreto, pero las madrinas que se han recuperado con amor incondicional existen en los programas de apoyo.

Un pasito a la vez, escribiendo mi propio currículo de recuperación sobre la marcha, aprendí a pedir exactamente lo que necesitaba, a solicitar un poco de paciencia y a ser paciente conmigo misma. Practiqué medir a ojo en el ‘salad bar’ y en la cafetería vegetariana, a confiar en que lo que estaba en el plato era exactamente lo que necesitaba comer, y le entregaba los resultados a mi Poder Superior.

Unos meses después, ya era costumbre poder comer fuera de casa y escoger sabiamente. Me atreví a visitar un restaurante más subido precio, de los que visten las mesas con mantel de tela y ponen cubiertos con diseños italianos en orden de tamaño y uso.

Una sabrosa conspiración

FulHabía visitado ese restaurante elegante para almorzar con unas amistades, y fue allí que un mesero se rió a carcajada mordida de mi pedido. Se me quedó el sabor de hacer eso que he visto en las películas: volver al lugar del agravio para salir airosa del desafío. Pero no lo hice sola. Cuando pedí ayuda divina, fui guiada hacia un compañero de travesía en uno de mis grupos de recuperación, quien también era mesero en un restaurante de caché. Nos dimos a la tarea de practicar vivir en el mundo de nuevo, con la intención de interactuar de manera sana con quienes nos servían en el restaurante, y de disfrutar de nuestra compañía y la de los demás. Durante la velada, le pregunté amigo gay por el uso de cada cubierto, por si acaso las reglas habían cambiado, y resulta que sí. Ahora el tenedor de la ensalada y del plato principal son del mismo tamaño, y en algunos casos, ya no hay dos tenedores, sólo uno.

Abrir el menú pasó de ser una experiencia temerosa a un acto de empoderamiento. Cambié un ingrediente en el plato que escogí, y añadí más vegetales al plato principal. Gracias a Dios que me mandó un mesero afable, quien se esmeró por complacerme en lo que había ordenado. La salsa de pepinillos que acompañó a los vegetales fue tan sublimemente exquisita, que la elevé al nivel del éxtasis utilizando adjetivos celestiales. Tan así fue, que cuando el mesero se acercó a nosotros para preguntar si todo estaba bien, escuchó el final de mi oda culinaria: “Floto sobre el paraíso”. El mesero destelló la sonrisa de una súper nova. Yo creo que el comentario lo alegró más que la buena propina que se mereció. Tras la comida, mi amigo pidió café y yo pedí té, el cual me trajeron en una pequeña y hermosa tetera de plata con un colador que contenía las hierbas de la tisana, y una taza de porcelana para servir. Fue toda una ceremonia, y me disfruté hasta el último sorbo.

Aquella cena fue una práctica para ambos, él en búsqueda de un compañero de vida y yo de un alma femenina para compartir mi sendero.

Mientras salíamos del restaurante, se asomó en mi mente el recuerdo oportuno de un retiro que tuvo lugar un año antes, en el cual una ministro me leyó el alma: “¡Tu alma grita que tengas una vida exquisita y jugosa!” Sí, así mismo me quedé yo cuando me lo dijo. No sólo miró dentro de mis ojos sin pestañear, sino que sentí que hizo contacto con aquello que mira desde adentro de mí.

“¿Y cómo rayos voy a hacer yo eso?”, repetía en mi cabeza esta pregunta, en aquel momento apenas dos meses tras levantarme Nelumbo_nucifera_(Indian_Lotus)_in_Hyderabad_wikide una recaída de seis semanas en la que por poco perdí el trabajo que tenía. Hay cosas que una no puede diseñar por sí misma, algo más grande está a cargo. Yo solamente he seguido instrucciones, un pasito a la vez, un respiro a la vez. Y desde que escuché esa orden, gritada desde mi alma a través de la garganta de aquella ministro, ha habido días que ha sido un pestañeo a la vez. No porque haya ocurrido algo terrible, pero sí porque algunas cosas o ciclos han terminado para dar paso a este nuevo capítulo. Siempre que eso pasa, me surge la lección de dejar ir apegos que me eran muy entrañables. Esto de ser humana se trata de practicar dejar ir para aprender a vivir de nuevo.

Un año después, restableciéndome en las vidas de las plantas, de mis mascotas, de seres queridos, de un trabajo con oportunidades de crecimiento, voy entendiendo la predicción de mi alma. Haber atravesado mi dolor un respiro a la vez fue la práctica, el abono, el lodo para el loto en el que ahora florezco al disfrutar un instante a la vez. Ya no vivo ausente de mí misma. Quizás finalmente estoy despertando.

En Facebook “90 días: una jornada para sanar”

Imágenes por wikipedia.org

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