Por Samadhi Yaisha/crónica publicada el domingo 31 de agosto de 2014 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

En el Jardín Botánico de la Estación Experimental en Río Piedras, hay una charca que sirve de hábitat para las flores de loto. Tras algún tiempo practicando meditación, comencé a observar el estanque. A veces, la turbidez se asentaba, y sólo quedaban el agua clara, las hojas flotantes y las flores abriéndose hacia el sol de mediodía. Un día distinguí que todas estaban conectadas por el mismo sistema de raíces.
En su libro “Reconciliation”, el maestro zen vietnamés y activista por la paz Thich Nhat Hanh habla del estanque de flores de loto que hay en Plum Village, Francia, donde reside junto con su comunidad de monjes y monjas. “Sabemos que el loto no puede crecer sin el barro. Necesitamos el barro para poder tener el loto. No podemos plantar el loto sobre el mármol. El barro juega un papel vital en producir el loto. El sufrimiento juega un papel vital en traer entendimiento y compasión”.
“No me gustaría enviar a mis amigos o a mis hijos a un lugar en el que no hay sufrimiento, porque en ese lugar no tendrían la oportunidad de cultivar entendimiento y compasión… Es a través de nuestro sufrimiento que podemos ver el camino hacia la iluminación, la compasión y el amor”, añade. Esos tres elementos son necesarios para experimentar felicidad genuina.
Tratar de aliviar mis pesares con cosas fuera de mí nunca funcionó. No hubo suficiente alcohol, cigarrillos, azúcar, comida, apego a los demás, a la rabia, a un sentido de injusticia, que aplacara mis angustias. Con esas cosas sólo traté de enmascarar, pero nunca sanar, las causas verdaderas de mi sufrimiento. También he utilizado mi práctica espiritual para escapar de mis aflicciones. Al practicar sin tregua y aislada de los demás, he crecido, pero no se han aliviado mis dolores más profundos. Hace aproximadamente 90 días, Chan Huy, reconocido internacionalmente como maestro zen y ordenado por Thich Nhat Hanh, me enseñó a conectarme con el sufrimiento de los demás, y a través de ello entender que yo no estaba separada del resto de la gente. Fue así que comencé a atisbar de qué se trataba sentir liberación verdadera dentro de mí misma.
En el pasado, cuando alguien hacía algo que me hería, mi primer impulso era reaccionar, rebatir, hacerle saber que su conducta fue hiriente, o a veces incluso, hacerle sentir de vuelta lo que recibí. Anhelos de empatía, pero con rabia, lo que mantiene la rueda de sufrimiento girando sin cesar. Esa conducta no me trajo alivio auténtico ni duradero. Con Thich Nhat Hanh aprendí a mirar con claridad y compasión las causas interiores y originales de mis desconsuelos. ¿Qué evoca en mí este episodio en el presente? Tengo una amiga cristiana que pide en sus oraciones: “Enséñame lo que tiene que ser perdonado, y sana lo que tiene que ser sanado”. Han salido a la superficie de mi conciencia cosas que no había visto de mí misma, mi pasado y mis emociones sin procesar. Al final de cada una de nuestras penas, cuando desgajamos todas las capas, hay una niña o un niño que todavía llora sin consuelo por el amor que no percibió en alguna etapa de su vida. Ésas también fueron pérdidas. Nadie, absolutamente nadie fuera de mí pudo aliviar esas aflicciones.
¿Cómo una abraza su propio sufrimiento? Igual que entrar en una habitación y recoger del suelo a un bebé que llora desconsolado, hablarle con amor, escuchar, entender y atender sus necesidades. Estar presente ante su llanto hasta que se extinga. Así deja de girar la rueda del sufrimiento propio y proyectado hacia los demás. Thich Nhat Hanh menciona que es como si acariciáramos nuestra angustia con el toque delicado de una pluma de ave. Esto no implica que nos regodeamos en sufrir, ni tampoco alimentamos la adicción a sufrir. Significa que miramos nuestro pasado con compasión para hacernos cargo que las emociones que surgieron tras ciertos eventos, y así poder dejarlas ir.
Hace varios días, esa enseñanza regresó a través de otra de mis instructoras, Janet “Nima” Taylor, mientras nos explicaba la práctica budista de Tonglen, una manera de superar nuestro propio pesar yendo más allá de nosotros mismos, conectándonos con la angustia de otros.
No me gusta la palabra “sufrimiento”. Me suena a ser mártir, a lo que he tratado de dejar atrás superando hábitos de codependencia. Pero me llamó la atención que la práctica era una manera de liberarse de las dificultades abrazándolas en vez de empujarlas fuera de mi vida. Y no era con el propósito de quedarme enganchada de ellas (eso sí es codependencia), sino aprender a dejarlas ir, observar cómo se extinguen en mí una vez les doy espacio para estar ahí. Y una vez se disuelven, entonces surge la felicidad desde el interior. Así que me senté a meditar y a escuchar sus instrucciones:
- Cuando venga el dolor, incluso la resistencia al dolor, nos sentamos con nuestras emociones. Les permitimos ser, como si fueran un globo que se llena de aire en nuestro pecho. Suavizamos un poco la rigidez de nuestro corazón. Abrimos, aunque sea una pequeña rendija, para sentir que estamos sufriendo. No empujamos este sentimiento fuera de nosotros, lo dejamos existir por un rato.
- No importa lo que estemos atravesando, podemos tener la certeza de que, en el día de hoy, alguien en el mundo atraviesa por exactamente la misma situación y tiene los mismos sentimientos y luchas. Abrimos un poco más nuestro corazón para sentir la angustia del otro. Podemos pensar, “Alguien, en alguna parte del planeta, está sufriendo exactamente lo mismo que yo. Está sufriendo conmigo”.
- Nace en nuestro corazón el deseo de aliviar el pesar de la otra persona que padece igual que nosotros. Respiramos su sufrimiento y exhalamos luz, amor y compasión. Repetimos esto durante varias respiraciones. Al extender nuestra ayuda a otra persona, nuestros tormentos también se transforman.
- Eventualmente y con la práctica, nos atrevemos a aliviar el sufrimiento del mundo.
La primera vez que supe de esta técnica Tonglen, hace dos años, el ejercicio fue muy difícil de seguir y lo sentí peligroso, como si fuera en contra de mí misma. Así que no proseguí. He aprendido de mis maestros budistas que estas prácticas no se pueden forzar. Cuando no estamos listas para una técnica, damos las gracias y la dejamos ir por el momento. Si nos toca aprenderla, ya regresará.
Esta vez pude tocar la raíz de mis angustias, y vi que no eran diferentes a las de otros seres. Sentí gran liberación. Vi que muchísimas personas que se afligían intensamente como había sufrido yo, vivían en mi corazón. Al extenderles compasión, mi propio dolor se disipó, y por consiguiente mi corazón se abrió más. Me sentí conectada con los demás. Vislumbré una flor de loto.
Finalmente comprendí que la iluminación se alcanza en grupo. Mientras tratara de alumbrarme yo solita sobre una plataforma de mármol, seguiría sufriendo. “Nos necesitamos unos a otros para iluminarnos”, escuché una vez decir a Lama Surya Das, maestro de Nima. Es como las flores de loto: nos sentamos a meditar juntos hasta que se asiente el barro, y descubrimos que estamos todos conectados por la misma raíz. Florezcamos.
En Facebook, “90 días: una jornada para sanar”
Imágenes 1, 3, y 4 – wikipedia.org
Imagen 2 – viajesyfotografia.com