Por Samadhi Yaisha/crónica publicada el domingo 11 de noviembre de 2012 en el diario puertorriqueño El Nuevo Día

Como un millón de tenedores de aluminio raspando ventanas de metal. Una pintura cortante de Frida Kahlo. Así se sintió en mi cerebro arrancar la adicción del azúcar por segunda vez. Ojalá que sea la definitiva.
Un año después, viviendo un día a la vez, no me queda duda de que el azúcar refinado es un químico tan fuerte como cualquier droga. Además de predisposiciones genéticas, la conducta codependiente precedió a esta adicción.
“Todas las mujeres que aman demasiado cargan con la acumulación emocional de experiencias que podrían llevarlas a abusar de sustancias que alteran la mente a fin de escapar de sus sentimientos… El azúcar refinado no es una comida sino una droga. No tiene valor alimenticio; sólo calorías vacías. Puede alterar en forma dramática la química cerebral y es una sustancia altamente adictiva para mucha gente”, indica la terapeuta Robin Norwood en su libro “Las mujeres que aman demasiado”.
La batalla
Con cinco días de abstinencia, la victoria parecía imposible. En vez de querer comer, perdí el apetito porque mi esófago se retorcía. Escribí en mi diario: “Siento como si un ‘alien’ viviera en mí y me golpeara entre el pecho y la barriga sin cesar”. Me abrumaban pensamientos negativos sobre mí misma; eran una avalancha de lodo, un ‘bulldozer’ que me atropellaba. Libré una guerra contra una vieja programación de autorechazo que me susurraba: “No vales nada. Tu madre te abandonó por muerte. Ni siquiera tu madre espiritual te soportó. Nadie te aguanta”.
Norwood también habla de esa característica codependiente: “Buscando recompensarse por todos sus esfuerzos y, además, tratando de sofocar la ira y el resentimiento que bullen en su interior, es probable que empiece a usar la comida como droga tranquilizante. O bien puede descuidar seriamente su alimentación… ‘No tengo tiempo de comer’”.
Fue necesario saber lo que había pasado, no para adjudicar culpas, sino para asumir responsabilidad en mi vida presente. Sólo yo podía salir de allí.
Solidaridad y esperanza
Me agarré de la experiencia de otras mujeres que consideraba titanas de su recuperación. Myrtle Fillmore sanó su tuberculosis en el siglo 19 -cuando no había cura- mediante cambios en sus alimentación, en su relación consigo misma y su conexión divina; la autora Melodie Beattie se armó de herramientas para salir de las drogas y el alcoholismo; y Lovey Jane, una maestra veganismo crudo que conocí en Kansas City, se curó a sí misma de un cáncer inoperable. Todas tenían un denominador común: no esperaron a que nadie las rescatara, salieron del hoyo ellas mismas. Convirtieron su terquedad en determinación.
Y yo siempre fui obstinada; así que lo utilicé a mi favor. Me rodeé de narraciones sobre recuperación. Asistí sin tregua a grupos de apoyo. Mientras me preguntaba “cómo salgo del abismo”, escuchaba a otras mujeres hablar de un poder superior que ya no les permitía herirse a sí mismas con la comida. Estaban seguras que esa fuerza mayor les devolvía la sanidad.
Creer. Ahí estaba la cuestión. Creer que podía sanar y que la presencia divina que respiraba en mí realmente quería ayudarme. Acepté que yo había sido deshonesta con la comida durante toda mi vida. Con mis acciones de descuido, le decía a mi subconsciente que no valía la pena luchar por mí. Autosabotaje.
La escalera para salir estaba construida con ejercicios diarios. Al seguir un plan de alimentación sin cambiarlo por capricho, al pesar y medir los alimentos, y al no brincar ninguna comida, construía honestidad en mi interior. Leer y escribir sobre recuperación todos los días me mantenía conectada a la experiencia sanadora de otros. Escribir y compartir mis emociones me alejaba de la nevera y los puntos de azúcar. Al conversar diariamente con quienes se recuperaban e iban a reuniones, mantenía el
Una amiga me anticipó: “Le estás poniendo un límite a la enfermedad. Pronto va a dejar de pegarte, y es como si la pusieras en una cajita. Una vez cierres la caja, ella se va ir a dormir”. Me miró con franqueza y me advirtió: “Ya no la despiertes”.
Decidí creer que sí podía sanar y hallar en mí a la naturaleza divina que existe en cada ser humano, más allá de la psicología y el condicionamiento. La parte de mí que no podía ser dañada y permanecía inmutable. Yo la denominaba mi “eslabón perdido”. Ella era mi objetivo supremo.
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Dispuesta a todo
Buscando esa conexión, asistí a un retiro de meditación Vipassana, o meditación de conocimiento intuitivo. Durante cuatro días nos sentamos en silencio a observar e investigar nuestra experiencia humana, cualquiera que ésta fuera; sin juicios, rechazos o apegos.
Había conocido al reverendo Robert Brumet a través de su libro “Al encontrarte en transición”, el cual me ayudó a mantenerme a flote cuando dejé mi carrera.
Durante el retiro le expresé que, pese a todos mis intentos, la herida interior no cicatrizaba. Al menos ahora, en vez sentirla como un extenso valle de pus y sangre, era una hondonada reseca. Escuchó con paciencia, y cuando seguí hablándole de lo mucho que dolía, me preguntó:
-¿Qué pasa si la atraviesas y pasas al otro lado?-
Nadie me había propuesto eso. Fruncí el ceño y cerré los ojos. Allí estaba el tajo; una hendidura abstracta. Sin pensarlo, me lancé al vacío interior. No puedo describir con palabras lo que vi, o más bien, lo que no vi. Sólo sé que flotaba, pero no era un lugar, y mi mente no entendía aquello. Mis lágrimas se detuvieron. Abrí los ojos, sacudí un poco mi cabeza, y miré al ministro sorprendida.
-¡No hay nada!- le dije.
Él sólo asintió, como si conociera lo que yo había “visto”, y continuó observándome. Al mirar sus ojos percibí ese mismo espacio de “nada” que mi mente racional no entendía. Cerré los ojos nuevamente…nada. “Miré” en todas direcciones en aquel hueco. ¡Nada!
Por aquella experiencia, seguí practicando Vipassana. Encontré en aquella comunidad espiritual un espacio libre de críticas para investigar mi ser.
Contar cómo sanamos
En los grupos de recuperación compartíamos lo que nos ayudaba. Ya no se valía autocastigarse. Nos habían mentido haciéndonos creer que no éramos suficientes, así que cambiamos el discurso. En vez de contar cómo nos regodeábamos en el pantano, narrábamos lo que nos ayudaba a sanar.
Así que cuéntame, ¿qué te ayuda a sanar?
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