¿Qué hay bajo la piel de un gurú?

por Samadhi Yaisha/una versión de esta crónica fue publicada en el diario El Nuevo Día el domingo 1 de mayo de 2011

“Es que no puede ser que no queden esperanzas”.

Miraba por la ventana del taxi. Las luces de halógeno naranja hacían la noche más triste. Tenía demasiado equipaje como para moverme en un autorikshaw impetuoso y sin puertas — con el riesgo añadido de ver las maletas volar por la calle. Prácticamente había huido del ashram. Aunque dije que me iría ese viernes, no dije adiós. Todos estaban en el satsang, que siempre era obligatorio. Ya cerradas tras de mí las gigantescas puertas de metal, estaba sola en Puna, India. Mi único contacto era este taxista que acababa de conocer.

Había trazado la ruta en Google Maps. Ocho minutos de incertidumbre entre el ashram y el centro de Osho en Koregaon Park. Y mientras el taxista conducía por Conaught Road, veía por última vez el concesionario lujoso de Bavaria Motors, adyacente a edificios sin terminar pintados por el esmog, así como a algunas almas rotas que dormían en la calle.

Lo único que me llevaba de allí era la certeza de que había hecho más allá de lo que podía para que funcionara mi estadía. Me había entregado en trabajo hasta la extenuación. Intenté negociar al menos vivir en los apartamentos frente al ashram, para sólo asistir a un satsang en vez de los obligados tres al día y así poder dedicar más tiempo a las clases de yoga:

–Si no te quedas dentro del ashram, no podemos ayudarte a extender la visa — fue la respuesta que recibí.

Pedí reservar algunas horas de descanso y meditación, pero el sueño parecía ser un lujo en un ashram cuya filosofía es Seva, servicio a los pobres, según el Bhaghavad Gita. Cuando conseguía un día para meditar, tocaban a mi puerta para ver por qué no había bajado a la cocina, ido a los satsangs o a trabajar el día entero, y cuando explicaba que hacía práctica de silencio, me miraban con una rareza marciana. Yo me rascaba la cabeza. ¿No hablaba el gurú con insistencia de meditar tres horas en silencio? Sin embargo, no vi a ningún discípulo desprovisto de párpados desgajados de cansancio, una carga kármica ajena difícil de sobrellevar, ni libre de la tentación de sumergirse en los dulces para lidiar con ello. ¿Era acaso una glorificación de la codependencia? ¿Olvidarse y esquivar resolver los problemas propios para vaciarse en los demás hasta el deterioro? Fue la primera impresión que tuve cuando posé mis sandalias allí, además de la duda de poder sanar en un lugar en el que el termómetro de codependencia estaba igual que el mío: en números rojos.

Resolver situaciones por mí misma parecía desconcertarles:

— No tienes que preocuparte de nada, ¡ahora somos tu familia!

Ahora somos tu familia. Un eco que pegó severo en el equipaje más vulnerable que cargaba desde San Juan. La ficción de que había pertenecido a una familia espiritual me había hecho replicar por dentro, aunque no ser descortés con la ashramita que me sonreía inocente: “Por supuesto”.

Sí encontré una pequeña comunidad en la cocina; un asilo entre los vegetales que terminaban aniquilados en una piscina de aceite hirviente, azúcar, leche, harina y especias. Los primeros días, la desarmonía de que traía mis propias ollas y comida -y usaba sus hornillas- había logrado el descontento de las cocineras, que sentían su espacio invadido por una extranjera que, encima de ello, rechazaba la comida india. Me lo hacían saber pidiéndome que me moviera del medio todo el tiempo. Tomó varias semanas explicarles que mi estómago no era de este mundo, pelar muchas cebollas rojas con ellas, aprender algunas de sus palabras para decirles “hola, buenos días” y “las quiero mucho.” Ya hacia el final, almorzaba con ellas en el suelo, y cuando entraba en la cocina, me saludaban como las había saludado a ellas con insistencia: “¡Te quiero! Y un abrazo.

Las mujeres eran mayoría y dirigían muchos departamentos de la Misión.

— Tendremos una civilización en la que los sumos sacerdotes serán mujeres, no hombres. Entonces los hombres aprenderán — escuché las palabras del gurú en una conferencia ante universitarias que le preguntaron por qué el progreso en India no les había traído libertad en el matrimonio.

Palabras necesarias en un país en el que todavía las mujeres, incluso las graduadas de la universidad, terminaban encerradas limpiando la casa después de casadas. “Estudié un bachillerato en ayurveda y una maestría en yoga, pero me casé y ahora mi esposo no quiere que trabaje”, escuché a una estudiante de yoga en otra comunidad a la que asistía. Me aguanté la cara de espanto. Esa era la norma. Ese día admiré las palabras del gurú; pero más tarde desperté decepcionada a la contradicción en el trato hacia algunas de mis compañeras cercanas, supervisadas por un jefe varón. .Intentos de poner un límite saludable a 56 horas de trabajo semanales fueron fallidos, así que pedí no cubrir los eventos de la última semana que estuve allí. Cuando fui a recoger mis cosas:

— El jefe viene en unos minutos. Es mejor que no te vea — me advirtió una compañera con rostro de “sálvate”.

El taxi giró a la derecha en Sasson Road y luego a la izquierda en Bund Garden, una avenida ancha y galopante. Por allí había escuchado sobre un elefante que transitaba con el resto del ganado animal y metálico para alimentarse a diario en la misma intersección, pendulando alegremente trompa y rabo tras su rutina feliz.

Este hombre recuperó la vista gracias al trabajo de la misión.

Y sin embargo, el trabajo de aquella misión de parecía haber sido fundamental en el desarrollo de la ciudad: hospitales con atención de calidad a los pobres y escuelas con oportunidades a personas de diferentes castas, entre muchos otros servicios. En ello, sus misioneros eran audaces. Llegaban hasta aldeas remotas en el estado de Maharashtra –donde la gente desconocía la vida más allá de cultivar descalzos en sembradíos empantanados– buscando personas lisiadas y ciegas que necesitaran ayuda: les proveían prótesis ajustadas exactamente a sus necesidades y les devolvían la visión en los casos en los que era posible, sin pedirles ningún compromiso de conversión:

— Traten a cada persona pobre como si me estuvieran atendiendo a mí. No creo en la política, creo en la educación. Mi política es el servicio a los pobres — decía el gurú.

Hablaba yo con frecuencia con un conserje que mapeaba el suelo como hacen en India, con un paño enorme, eñangotado al ras de las losas, mojando y exprimiendo las manos en el agua gris. No tenía días libres, pero jamás lo vi carente de una sonrisa que percibía genuina. Un día le pregunté cómo era tan feliz en un trabajo duro y sin tiempo para sí. Hablaba inglés, pero no entendió mi pregunta; la formulé de varias maneras. Supuse que su contentura era porque estaba cobijado en el santuario de su maestro, y no había más alegría que servirle, y tras la jornada fatigosa, no mayor regocijo que cantarle.

Pero es que… me decía yo por dentro… yo había intentado con tantas ganas hacer lo mismo, servir a unos maestros, ser feliz haciendo tareas sencillas, dejar lejos a la juerga y el sufrimiento urbanos. ¿Por qué este chico sí podía quedarse flotando en la nube rosada de la que yo me había caído? Más sin embargo, había algo aniñado en su expresión, había algo infantil en la cotidianeidad de muchos devotos, como si decidir quedarse eternamente colgados de su guía espiritual les hubiese silenciado las alas, sin la posibilidad de volar fuera de las murallas mágicas que rodeaban al castillo blanquecino.

¿Necesitaba un gurú de ese hechizo para que su obra se expandiera tan ampliamente?

Bund Garden Road tenía ese giro extraño en Y a la derecha en un semáforo del área universitaria — herencia vehicular inglesa. Una mujer escuálida, de belleza disminuida por la miseria, que había visto pidiendo alimento para sus niños en la acera, ahora dormía con ellos en su cama de cartón y techo celeste.

Podía pensar lo mismo, ¿por qué yo aquí y ella allí? Mi pena parecía tan pequeña al lado de la suya y de la agonía del gurú que en 92 años había tolerado innumerables y dolorosos percances de salud; pero él le daba la bienvenida al sufrimiento con la creencia de que aliviaría el karma ajeno. Y una de sus formas más poderosas de hacerlo era dando gracias por cada desaveniencia; rindiendo sus resistencias.

— ¡¡Gracias Dios!! — lo había escuchado gritar sin cesar desde su silla de ruedas, animando a sus cientos de devotos a unírsele en una coral de alivio en el enorme salón de satsang. Incluso había sentido su presencia expandirse y descargar mis propias penas.

Pero en esos días corrió el rumor tenaz de que el maestro aguantaba tanto dolor que ya quería irse. ¿Y quién no? Su jornada de recuperación más reciente había sido apabullante.

— ¡Yo creo que no se va porque se ha dado cuenta que todavía estamos tan crudos! — me había confesado una discípula.

¿Y eso no era también esclavizarlo a él? ¿Que no se vaya porque los devotos temen crecer? Era tan fácil verlo en los demás y tan difícil verlo en mí. El resentimiento de un destierro espiritual sutil iba y venía en oleadas que anestesiaba con azúcar. No había límites en la comida porque tampoco los tenía en mí misma, carcomidos durante años por la codependencia: por eso trabajaba de más, comía de más, me entregaba de más. Resolver ese acertijo me tenía a un paso de la luz y la paz absolutas.

Una callejuela que cobijaba una pequeña pizzería italiana nos llevó finalmente al área de Koregaon Park. Reconocí la gasolinera Petrol Pump en la esquina; un bloque más a la derecha, estaríamos frente al centro de Osho.

Bajo la piel de un gurú hay un ser humano falible, con logros y fracasos, aciertos y contradicciones. Este mismo maestro –que no se llamaba a sí mismo gurú– recordaba que su caída reciente había sido un error de juicio. Eran sus devotos cautivados quienes necesitaban creer en él y en el futuro de su casta, exilada de Pakistán tras la independencia y Partición de India.

— Cada uno de ustedes tiene un gurú adentro. Yo no soy un líder, sino un buscador… No hay un ser humano en la Tierra que no haya cometido errores. Si lo encuentran, verán que camina dos pulgadas sobre el suelo…. Hay preguntas que quizás no pueda contestar, y si alguien siente que tiene una mejor respuesta, siéntase libre de pedir el micrófono.

En este asunto, este maestro había sido consistente desde la primera vez que lo vi. Insistía en que viéramos la verdad: que no necesitamos un intermediario para relacionarnos con Dios. Podría yo seguir buscando maestros espirituales toda la vida, pero todos tendrían huecos, porque ninguno era el Dios que yo buscaba. Otro enigma para resolver sola.

El taxista se pasó de la entrada y terminamos al final de una calle frondosa y sin salida. Crucé mis brazos. Entre comer de más y ayunar de tristeza, sentía que abrazaba mis huesos. “No puede ser que no queden esperanzas”, había dicho la heroína de El rescate inesperado, la historia que me había dado claves para salir de mis propios enredos en este viaje.

Finalmente, llegué al hotel Sunderban, el más contiguo y económico. Había una habitación disponible en el segundo piso: 105. Un 1 menos que el apartamento que había dejado en el Cobian’s Plaza en Santurce. Sonreí. Pero por supuesto, si yo había dicho en el otro ashram que posiblemente me iría a casa.

Abrí con una gruesa llave de aspecto medieval. Un maletero luchaba con una de mis valijas, más pesada que mis resquemores, semicargada de bloques de yoga. Solté maletas e incertidumbres. El alivio fue tal que me arrodillé y recosté mi cabeza en el terciopelo marrón de mi nueva cama.

— ¡Gracias Dios porque salí del ashram! ¡Porque en este momento me siento libre y feliz! — le conté a mi diario. Miré por la ventana de dos hojas. Había barullo y fiesta al otro lado de la verja. Eran los seguidores de Osho, que festejaban la noche por que sí.

La autora es un ser libre.

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