El rescate inesperado

Por Samadhi Yaisha / una versión de esta crónica fue publicada el domingo 3 de abril de 2011 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”.
“La naturaleza aborrece el vacío”. Aristóteles.

– Deberías quedarte aquí. Para siempre.-

Las palabras de la directora de la Misión eran espirales que circulaban mis neuronas, enredándole sus pelos eléctricos.

La oferta me había hecho flotar. Al menos dos años de trabajo voluntario en Puna, India, con alojamiento incluido y la producción de un documental. El primer impulso fue decir que sí sin pensar. Pero desde mi panza surgía la certeza de que no quería estar en el mismo ashram tanto tiempo, y que decidir lo contrario sería forzarme a mí misma a sufrir para cumplir expectativas ajenas. A la misma vez, la oportunidad era tan hermosa. Acostumbrada a ajustarme a las circunstancias, exploré esa posibilidad y seguí sacándole punta a la pluma electrónica. En dos meses había terminado de compilar la biografía de dos gurús, entregado más de una decena de artículos y tres guiones. Mi fuente ‘mágica’ de energía eran aquellas meditaciones extáticas en el santuario de la Misión, donde descansaba el gurú cuyos documentos biográficos me habían ayudado a viajar en sus historias a través de India, Europa y Pakistán en busca de un maestro verdadero.

Aquel despliegue de energía tampoco llegaba sin consecuencias. Eran seis días de trabajo a la semana, muchas veces siete. Pasaba el día entre el kirtán (ceremonia de cánticos y adoración al gurú) de las 6 de la mañana, para luego viajar en autorikshaw a mis clases de yoga en el otro lado de la ciudad; regresaba para otro kirtán a media mañana, intercalaba cocinar mi sopa diaria en algún momento del día, escribía siete horas en una oficina asignada, por la noches acudía a otro satsang (escuchar las palabras del gurú) y cuando llegaba a mi cuarto… ¡plaf! Adiós luces, porque no quedaba nada de mí.

Mientras tanto, en el otro lado del planeta, mi papá se adaptaba a la idea de que yo estaría varios meses en India.

– ¿Cuándo regresas? – me preguntaba en cada llamada. Escuchaba, entretejido en sus palabras, el temor de que no volviera.

– Mi visa caduca en diciembre – le recordaba, sabiendo que sus tiernas manos de agricultor agarraban el teléfono con esperanza.

– ¿Y por qué no traes a tu papá a vivir a India? – me preguntó mi supervisor, mientras yo imaginaba a mi papá borincano de tierra adentro tratando de entenderse con los indios que no hablaban ni entendían inglés (más del 50%), tociendo con el esmog y bandeándose en una ciudad donde los extranjeros eran tan vigilados. Sin haberle mencionado la oferta de quedarme allí, mi papá comenzó a sufrir mareos, a perder audición, tuvo un accidente de tránsito leve y le dio un fuerte catarro. La angustia me halaba de vuelta al Caribe. Mi papá insistió en que siguiera mi viaje.

Mientras tanto, otras angustias más secretas habían ido creciendo en mí. Había visto la salida abrupta de dos jóvenes ashramitas -hermanas que trabajando allí ayudaban al sostenimiento de su familia- porque se habían comprometido para casarse. No era una regla del ashram, había sido una decisión particular. Rebotó en mi cabeza la experiencia que había vivido en una comunidad espiritual en Puerto Rico, cuya consecuencia última había sido mi salida. Los detalles que había conocido de por qué aquellas chicas tenían que irse provocaron una sensación punzante de injusticia que me llevó a compartir un poco de mi cochinito del 401K, que de seguro les daría para un mes, al menos antes de su boda. Sin saber si volvería a verlas, corrí por la acera desigual para entregarles un sobre. Una de ellas, aferrada a la cintura de su novio motorista, me agradeció el gesto segundos antes de dejar tras de sí el recuerdo de su duppata que aleteaba perdiéndose por la ciudad. Volvería a verla en un templo hindú, ataviada de rojo y piedras preciosas, esperando a que su amado desfilara hacia ella para casarse.

También había conocido a una ashramita de Oriente Medio, que había dedicado cinco años de su vida a aquella Misión.

-Te puedo hablar de la parte práctica, si te quieres quedar, pero la decisión de si te quedas sólo la sabe tu corazón-

Poco tiempo después, ella también se fue. Primero escuché que por un error, y luego la historia fue que su madre había enfermado.

Con aquellas confusiones, repensé la tentadora oferta de permanecer allí.

Mi horario de trabajo se iba apretando, y el único día a la semana que tenía para ser y descansar se veía interrumpido por más escritos y eventos. Hacer valer ese domingo de descanso comenzaba a ser una odisea. Aunque pedía más tiempo para meditar, empecé a perder contacto con mis tiempos de paz en el santuario.

– ¡Nuestro trabajo es reportar! – respondía el supervisor sin pensarlo, un hombrecillo de espejuelos que aplacaba el estrés con una canastilla de dulces el chai azucarado de media tarde. Cada segundo que tenía libre, me daba alguna asignación para escribir. Con amabilidad, le recordaba mis momentos de descanso, pero la respuesta siempre era “después”, “mañana”, “ahora hay que trabajar”… hasta que un sábado, luego de 13 días corridos de trabajo, llamé desde el ashram para decirle que mis neuronas se estaban quemando por la falta de sueño. Aceptó molesto y me colgó el teléfono.

Todo eso junto, más los continuos ofrecimientos azucarados por las festividades indias (no era bien visto rechazar el prasad, así que lo ponía en mi cartera y lo repartía en la calle) y la ausencia de los grupos de apoyo que necesitaba, habían comenzado a socavar mis defensas. Y cuando veía la situación laboral en la que me encontraba -la disyuntiva de atreverme a poner límites saludables en contrapeso al ejercicio de humildad que requería acceder estar bajo la tutela de un gurú-  temía preguntarme, ¿realmente era un ser libre, como me atrevía a escribir aquí?

-Creo que deberías considerar acortar tu viaje misionero- me sugirió por e-mail una mentora, para quien era más importante que yo no sucumbiera la adicción legal que desorganizaba mi cerebro y mi vida.

El paso 6

Me rehusaba a salir corriendo de nuevo. Algo me tocaba aprender allí. ¿Qué era lo que provocaba haber atraído nuevamente un jefe que no entendía mis necesidades? ¡¿Y en el otro lado del mundo?! Abrí de nuevo el libro de terapia Love is a Choice, con el que había hecho y descrito en esta columna un proceso intenso de limpieza interior, y el paso 6 me dio la bienvenida con una cita: “La naturaleza aborrece el vacío”. Si no llenaba mi cabeza con nuevos patrones de pensamiento sobre mis relaciones con los demás, los programas anteriores volverían corriendo, como los demonios que habían huido de la casa de un exorcizado y ahora volvían con sus amigos.

La asignación consistía en llenar los blancos con lo primero que viniera a mi mente: Todos los hombres son _______. Todas las mujeres son _______. Todos los jefes son _______. Y así sucesivamente. Mi ejercicio de los jefes no fue bonito: “controladores, no escuchan, no toman en cuenta mis necesidades, etc.” Mientras ese patrón de pensamientos estuviese allí, los jefes que atraería a mi vida continuarían siendo un reflejo de ello, así consiguiera un trabajo en la luna.

Así que comencé a escribir y a pensar lo contrario: “Todos los jefes entienden mis necesidades, escuchan lo que tengo que decir, respetan mi libertad”. Cada vez que me relacionaba con este supervisor según esos patrones nuevos, se generaban conflictos leves que yo trataba de subsanar dejándole manzanas sobre el escritorio. Él sonreía, pero los sinsabores regresaban como una espiral ascendente y yo me sentía cada vez más infeliz. Hasta que un día observé con absoluta decepción los ojos húmedos de otras dos empleadas, regañadas por no haber seguido un código de vestimenta que no se les había explicado.

Se parecía tanto a la expeciencia laboral anterior que había tenido, que le pregunté a mi terapista por Skype.

-¿Acaso tengo tatuada en la frente la palabra “úsame”?-

-¿Cómo estableciste tus límites al principio?- me preguntó.

La verdad es que no lo había hecho. Yo misma había abierto la puerta para que pensaran que era la mujer maravilla al enviar mi brillante resumé con el mensaje de que me podían poner hacer todo lo que quisieran sin dejarles saber cuáles eran mis propósitos firmes con el viaje. Más difícil fue mirarme bien de cerca y descubrir que ése había sido mi patrón laboral.

¿Qué hacer? Pedía en mis oraciones.

Un día, una ashramita veinteañera fue llevada al hospital de emergencia.

-¿Podrías ayudar con su cuido esta noche? ¡Por favor!- me preguntó el supervisor, y asentí de inmediato.

Ese día de hospital no herví sopa, y el hambre me persiguió al mediodía. A una milla de camino, brillaba el letrero de un restaurante estadounidense de sándwiches. Hasta allí se dirigían mis sandalias, cuando me topé con una entrada de mármol negro entre la vegetación tupida de la calle Koregaon Park. Mis pies y corazón hicieron una pausa unísona. Era el centro internacional de meditación de Osho, cuyas técnicas había utilizado para sostener la cordura durante mi limpieza interior en el mar en Puerto Rico. Me atreví a pasar el umbral hasta ver un enorme Buda de piedra gris flotando apaciblemente sobre un lago en el que meditaban flores de loto. Y yo quería flotar con ellas.

-¡Buenas tardes!- me saludó una ashramita risueña. Mientras me explicaba los programas de meditación que encontraría allí, yo me fijaba en que su rostro parecía totalmente despreocupado. Sentía que no podía irme de Puna sin hacer una meditación dinámica allí. Pero a medida que lo consideraba, me asfixiaban nuevamente las dudas… en el ashram en el que yo vivía, había escuchado comentarios negativos del movimiento de Osho. No me precoupaba lo que pensaran de él, sino cómo se sentirían cuando les dijera que quería mudarme de ashram. Temí los rostros de desaprobación en un centro cuyo eslogan se trataba de hacer felices a todos los demás. No quería irme dejando sinsabores.

Me había topado con una pared… Una disyuntiva de honestidad para la cual ninguna persona de apoyo cibernético o telefónico me daba una respuesta en las que todos saliéramos ganando. De camino al correo un día, ya con las tripas divididas por el estrés, mi mente empezó a maquinar que no sería mala idea agarrar el paquetito de chocolates europeos que veía en el colmado cada vez que me abastecía de agua. “Sólo uno. Solamente uno”.

Solamente uno se convirtió en tres, seis, media cajita, una caja… y otra más… y después venga el prasad dulce, galletas y uno que otro chai. Lo gracioso era que cuando las endorfinas chocolatosas llegaban a mis neruonas, ¡todo estaba bien! Caminaba sintiendo que no había ningún problema, sólo había que comerse un chocolate, ¡y listo! Así pasaron cinco días en los que, para mantener la nota de endorfinas de chocolate, necesitaba cada vez más. Entretanto, mi autoestima resbalaba abismalmente, agarrándose de los dedos de mis pies, suplicándole una tregua a mi sombra.

Hasta que una noche, regresando de la boda de la joven que había tenido que irse del ashram temporeramente, recosté la cabeza en la ventana del vehículo, sabiendo que las aventuras achocolatadas se habían convertido en una borrachera de azúcar tal que me hacía temblar y nublaba mi entendimiento. No recuerdo el camino de vuelta. Esa noche dormí en posición fetal junto a una ventana, sabiendo el peligro que me esperaba, tan lejos de cualquier red de apoyo que pudiese ayudar, si seguía como iba. Al día siguiente, el sol me hizo cosquillas en los ojos, y todo mi cuerpo despertaba a sentir una resaca fatal. “Tengo que rescatar mi vida”, susurraba, sintiendo todos mis nervios enviándoles señales de dolor a todos los vellos de mi piel. Y mientras resbalaba una gota de sal por mi nariz, le rogaba a Dios que me ayudara.

Tantos meses de esfuerzos para resbalar a un infierno de azúcar en un instante.

Cerré los ojos otra vez y las palabras El rescate inesperado surgieron como respuesta. Era el título de una historia que había escrito en cinco días de luna llena en diciembre de 2009. Una heroína le había pedido ayuda a la luna, la cual la había enredado más en su situación, forzándola a encontrar su propia vía de escape. Y empecé a ver paralelismos entre la historia que había escrito y lo que me había estado pasando a mí. Entonces supe que me tocaba descorrer la cortina, abrir la ventana y escapar de allí. Me preguntaba si era la reactivación de mi ego fugitivo o un acto de rescate imperativo. Sobre todo, me martillaba la interrogante,

¿Realmente soy un ser libre?

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