– ¿En ésta en que viajamos tú y yo? – pregunté temiendo la respuesta.
No sólo en aquella camioneta que llevaba alimentos a una paupérrima barriada de Koregaon Park, en Puna, sino en cualquier institución religiosa en India. Pero ella asintió tan tranquila, como si fuera normal.
– No te preocupes, estaremos en el ashram a la 1:00. No va a pasar nada.

Ese día había un toque de queda a las 3:00 de la tarde, pues un tribunal decidiría a qué facción religiosa -hindú o musulmana- pertenecía un pedazo de terreno en la ciudad de Ayodhya, en el estado norteño de Uttar Pradesh. Se temía que, si el panel de tres jueces favorecía a un grupo, grupos terroristas del bando contrario pusieran bombas. En Puna estaba fresco aún el recuerdo de un bombazo que mató a 17 e hirió a 60 en una repostería en febrero de 2010.
Los hindúes creían que en aquél lugar histórico de Ayodhya había nacido el dios Rama, y que había existido un templo hindú que los musulmanes destruyeron en el siglo 16 para construir la Mezquita de Babur. En 1992, hindúes fundamentalistas demolieron la mezquita.
La gente de esta misión humanitaria en Puna salía a la calle todos los días en una camioneta sencilla, cargada de calderos con arroz basmati, sopa de lentejas, libras de pan y canastas de aloo tikki, una especie de croqueta hecha de papas majadas con especias. Alimentaban hasta 400 personas en varias instituciones, barriadas pobres y a los que dormían en la calle. La tensión política de ese día no los detuvo, pues en la misión se respetaban todas las creencias. Prueba de ello era que aquel vehículo era conducido por un musulmán, copilotaba un hindú y yo, que provenía de un país cristiano, también viajaba allí, aunque al enterarme de que el vehículo podría ser un blanco fácil ese día, me dieron ganas de bajarme y correr de vuelta al ashram, o de una vez, al aeropuerto.
Ya me había pasado cuando viajé a Nicaragua, a Cuba, a Chile, a España, a Francia y Estados Unidos. Al cuarto o quinto día, me entraba la neura de irme de allí y regresar a las cuatro paredes que conocía. Pero como ya había adoptado la filosofía de “si hay otros seres humanos, yo también me puedo adaptar”, sabía que era pasajero, aunque reconozco que este panorama era un poco más difícil.

A los habitantes del ashram y devotos del maestro que dirigía la misión, yo les parecía un ser un tanto extraño. Hablaba inglés como una americana, pero no era estadounidense, sino puertorriqueña, y tenía una dieta japonesa que cocinaba por mi cuenta en la cocina comunal. (¿Qué puedo hacer? ¡Soy producto de la globalización!) Al menos durante las primeras dos semanas, cada vez que me sentaba a la mesa e iba a tomar el primer bocado, miraba hacia arriba, y encontraba varios pares de ojos grandotes, oscuros y hermosos que, de pie o sentados, me indagaban cada gesto, señalaban las algas que consumía y me imponían amablemente que probara las delicias indias, casi todas sumergidas en aceites, harinas y, mi peor enemiga: el azúcar.
Finalmente, y luego de varios días de asedio culinario, sucumbí a un inocente chapati, no sin antes ver cómo lo hacían. Compraban granos de trigo integral, los pulverizaban en harina, la mezclaban con agua hasta hacer una masa, de la cual confeccionaban bolitas que aplastaban con un rodillo hasta que quedaba una plantilla perfectamente redonda que cocinaban en aceite sobre una plancha. Aquella mañana, una ashramita insistió tanto que yo casi tenía acidez estomacal.
– Está bien. Un chapati. Por favor, sin aceite.
Lo hicieron casi a secas de aceite y estaba delicioso. Supuse que con el resto del arroz, las lentejas y las algas, el cuerpo ni lo notaría. Pero nada evitó una sesión de diarreas que duró casi hasta el mediodía, cuando debía entregar la historia del día anterior, sobre el trabajo diario de los devotos que servían comida en barriadas necesitadas de absolutamente todo.
Corrí de nuevo al lugar sagrado de la misión, el santuario abierto donde había sentido una hermosa presencia que me daba paz. Me sentaba sobre mis talones y ponía la frente en el suelo, descansando en la postura de yoga conocida como “entrega” o me quedaba observando la estatua del gurú, escuchando el silencio y la naturaleza a su alrededor, y sentía que el corazón se me alivianaba, algo se llevaba todas mis preocupaciones y me recargaba.
– Yo creo que tú puedes sanar mi estómago… y arreglar mi computadora.
La computadora portátil se había dañado tras haberla conectado a un tomacorrientes -aún con un convertidor-, por los cambios frecuentes y súbitos en el voltaje. Llevaba varios días sin dar señales de vida y la necesitaba para continuar esta serie de relatos y hablar con mi familia por Skype. Veinte minutos después de aquella oración, mi estómago se tranquilizó, tan repentinamente como se enfermó, como si no le hubiese pasado nada.
Eso permitió que llegara a tiempo a la oficina de comunicaciones, a la que me habían asignado luego de haber visto el historial de redacción en el resumé. Allí me senté frente a la página en blanco del procesador de palabras con mis notas en español, mirando con un poco de desasosiego al director, que me había pedido una nota en inglés. No creía dominarlo lo suficiente como para redactar profesionalmente, así que le pedí ayuda al gurú del santuario, que había sido poeta, periodista, orador y escritor, y cuya foto estaba en todos los rincones de la misión.
Una leve cosquilla en mis dedos me hizo abalanzarme sobre el teclado: “Smiles, laughter and shouts of joy sprouted

genuinely when the Mission truck stopped. About 150 slum dwellers of a sector in Koregaon Park, Pune, mostly small children with their mothers, waited impatiently to get their daily bread, rice and soup. / “More rice, put more rice!” shouted a small child to a smiling volunteer, a 47-year-old social worker who served the food in the middle of the main road of this community built on soil with poor wood, cardboards and metal. / “I love to serve poor people because I feel happiness making others happy. At that moment, there is no tension in my mind. I suddenly forget everything and feel happy,” the volunteer grinned.
Me sentí bendecida. Ni siquiera parecía que fuera yo la que escribía en inglés con tanta fluidez. Más bien parecía que estaba transmitiendo, no sólo los datos exactos que había visto, sino el aura generosa y espiritual de aquel grupo tan especial. Mis dedos florecían de palabras, y yo me sentía agradecida por ese hermoso regalo.
– Pero, ¿y tú solamente vas a escribir o también vas a servir comida? – me cuestionó, durante el recorrido por la ciudad, uno de los voluntarios, un anciano que me miraba con expectativas. El espíritu de la misión era alimentar a otros, extender la mano.
Agarré una canasta que tenía pan y croquetas de papa, y los coloqué cuidadosamente sobre los patels -platos confeccionados con hojas resistentes ensambladas entre sí. Los habitantes de aquella barriada sin nombre extendían su patel o juntaban sus manos como si fuera un envase cóncavo. No había en sus ojos señales de autopena. Más bien esperaban sentados o agachados, agradecidos de lo que la vida les había traído aquella mañana, como si supieran que les tocaba por derecho inalienable. Aguardaban frente a sus hogares, los que me atreví a mirar, con temor de invadir privacidades, para constatar lo que había visto desde la calle principal: estaban construidos de madera de poca calidad, cajas de cartón y planchas de zinc. Era gente que trataba de sobrevivir un día a la vez.
De repente, escuché una ríada de carcajadas infantiles y miré en esa dirección. El anciano que me había instado a servir comida era asediado por decenas de niños felices que exigían las dulces sorpresas que él siempre les reservaba para el final.
– ¡Queremos chocolates!
La escena se repitió un poco más tarde en otra comunidad espontánea que se había formado bajo un enorme puente en medio de la ciudad. El puente llevaba el nombre del gurú de la misión y aquellos habitantes parecían querer resguardarse bajo su gracia. El relato también terminó con las carcajadas achocolatadas de los más pequeños.

Una vez terminado el recorrido a instituciones y barriadas, aún quedaba comida. Escuché a la trabajadora social decir:
– Ahora vamos a la calle.
Pensaba que ya estábamos allí. Pero al detenernos en los próximos semáforos, entendí lo que quería decir. En las aceras, debajo de sábanas, en tiendas de campañas construidas con mantas, sobre carretas de frutas con moscas, había cuerpos vivos adormecidos por el hambre y abatidos por la desesperanza. La tropa de la misión no dudó en detenerse en medio de la calle, aún en un día tan tenso como aquél, para extender las manos de ayuda.
– ¡Allí hay unos niños pobres! – exclamó ella, dando instrucciones de dónde detenernos.
Uno de los niños estaba en medio de la calle, en la isleta de una intersección congestionada de automóviles veloces. Hasta allí fue el musulmán, cruzando entre carro y carro, para darle comida.
Aquél era quizás el momento más feliz del día de aquellos citadinos. Fue de ese momento, tan ordinario para los misioneros, y extraordinario para los alimentados, que salió el nombre del artículo que entregué: “A daily smile for the poor in Pune.”
Después de aquel recorrido, mis dificultades de comunicación parecían poquita cosa. Agradecí que tenía un lugar para dormir. Cuando llegué a mi cuarto por la noche, la computadora portátil encendió sin problemas, como si nunca hubiese estado dañada. Miré la foto del gurú y le agradecí los pequeños milagros, no sólo el haberme devuelto el pulso de una cobertura en la calle, sino el regalo de poder narrarlo en otro idioma y el instrumento que necesitaría para escribirlo. Entonces, yo también terminé sonriendo en Puna.
La autora es un ser libre.