90 días: Más allá del resentimiento

Por Samadhi Yaisha / crónica publicada el domingo, 3 de febrero de 2013, en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”

Dialogar con las emociones para liberarlas

1024px-Aurora_Borealis_NO
By Rafal Konieczny [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html), CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/) from Wikimedia Commons
– ¡ESCÚCHAME! – gritó la mujer. Me así de la silla y abrí los ojos, paralizada.

– ¡No me gusta que no me escuchen y actúen como robots! – dijo molesta.

Yo llevaba todo el día atendiendo gente, y perdí la noción de que mi conducta se había vuelto repetitiva e inconsciente. Presté oído a sus palabras, y las sentí reverberando en mi barriga. El reclamo de escuchar no sólo provenía de ella, sino de algo dentro de mí. Días después, aún oía el eco de sus palabras.

La vida me daba el mensaje de ir más profundo en mi práctica: oírme por dentro.Si bien antes expresé mis emociones estancadas con la práctica de meditaciones activas en el mar y en India, ahora el camino se tornaba más sutil. El ruido mental no era tan fuerte y me permitía sentarme a observar lo que surgía en mi océano interior. Ya no expulsaba sentimientos crudos como demonios; aprendía a escucharme cuidadosamente.

Mirar las emociones de frente

La meditación Vipassana, también conocida como “Insight Meditation” o Meditación de conocimiento intuitivo, propone esa mirada profunda. “In-sight” literalmente significa “a la vista” o “mirada interior”. Verme por dentro con tanta quietud y candidez me provocaba miedo, porque crecí en una cultura en la que expresar sentimientos y necesidades genuinas era inconveniente, de mala educación: “No puedes ir al baño”, “No puedes llorar”, “Tener deseo sexual y sentir coraje es muy malo”, “Hay que dominar las emociones”. Asimismo, necesitar abrazos, amor, aceptación y atención se veía como “changuerías”. Para sobrevivir, aprendí a empujar mis sentimientos y necesidades hacia adentro, aunque me temblara el rostro y se me trancara la garganta. Como dice Osho, el resultado es neurosis: una fila interminable de emociones que esperan pasar el umbral de nuestra humanidad y las hemos reprimido. Los sentimientos son parte integral de nuestra vida, quizás nuestra energía más fuerte, así que suprimirlos es verdaderamente un acto de locura. Como menciona Theodore Isaac Rubin en “El libro enojado”, siempre saldrán por otro lado, a través de conductas compulsivas o exabruptos esporádicos sin explicación.

Con esta técnica me sentaba durante 45 minutos: 15 minutos para observar la respiración, otros 15 para notar qué sensaciones había en mi cuerpo y otros 15 para prestar atención a cosas externas a mi cuerpo. Cada vez que mi mente se distrajera, volvía a anclarme en la respiración. Estaba bien comenzar por 15 minutos  al día, cinco para cada etapa, o incluso, cinco minutos sólo para respirar.

Robert Brumet, de quien aprendí la técnica, nos invitaba a mirar: ¿Qué siento en este momento en mi cuerpo? ¿Puedo permanecer con esta emoción por una respiración más? ¿Qué pasa si indago en ella? No se trataba de aguantar ni sufrir, si no de investigar la emoción u observar el pensamiento que surgía, con fluidez, sin estancarse en ello. La fluidez ocurría al respirar aún con lo que sentía, a la vez que le prestaba atención. Entendí que los sentimientos y necesidades tienen una correlación de sensaciones en el cuerpo: temperatura, presión o apertura, fuerza o suavidad, a veces color, o movimiento de órganos. Pueden manifestarse como dolor, cosquillas o placer, y se alojan en lugares específicos del cuerpo. Se generan a raíz de pensamientos sobre el presente, y por cosas del pasado que no hemos procesado. Una vez los reconocía con palabras (por ejemplo, coraje es fuego en mi estómago), pasaban a través de mí y se desvanecían. Decidí bucear hacia mis capas emocionales más profundas y no huir de ellas.

Navegación interminable

250px-Fountain_pen_writing_(literacy)
By Petar Milošević [CC BY-SA 4.0 (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0)%5D, from Wikimedia Commons
Me sumergí en la meditación y observé resentimiento. Diario en mano, me senté a dialogar con él en el papasán de mi sala, como si nos hubiésemos encontrado en un parque y compartiésemos un banco. Lo invité con gentileza, pero el resentimiento no quiso hablar. Gruñía, seseaba como un felino, se agarraba de mi estómago con sus filosas uñas, volviéndose más fuerte. “Observo tu resistencia”, le respondí, “¿a qué te aferras?”

Entonces, “vi” en mi interior una capa de protección azul claro que parecía muy sólida. Seguí respirando. “Voy a abrir una pequeña puerta, poquito a poco, para dejarte salir. Siéntete libre. No tenemos que hacer nada hoy. Recuerda que te amo”. Mirándolo de frente, recibí información. Aquel mecanismo creció en mí para protegerme del dolor de ser rechazada. Interesantemente, su protección consistía en no comunicarse. Fui muy cuidadosa en no condenar ni regañar a lo que había visto.

Con Brumet aprendí que los seres humanos, al no tener garras ni colmillos para protegernos cuando vivíamos a la intemperie o en cavernas, evolucionamos nuestra habilidad más poderosa: la mente. En vez de desarrollar extremidades para treparnos y vivir en un árbol, aprendimos a cortar el árbol para ponerlo a nuestro alrededor en forma de una casa. La mente creaba protecciones similares en torno a nuestro cuerpo emocional cuando había sido herido. Lo que no sabía hacer muy bien era desactivarlas. Por eso, haber aprendido anteriormente a decirle a la mente que era “tan mala y tan mala” y “no te voy a hacer caso”, o hablarle con desagrado, fue contraproducente. Se volvió más fuerte porque su trabajo era proteger.

-La mente es como un cachorro al que hay que entrenar. Va a jugar y a inquietarse. Lo volvemos a traer a donde queremos que permanezca, pero no le pegamos al cachorro- decía el instructor.

Cuando entendí que el mecanismo de defensa ya no hacía falta, observé que él mismo trató de desactivarse, pero no podía solo. Le ofrecí ayuda: “Qué maravilloso que te haya creado la necesidad de protegernos. Gracias por todo el trabajo que llevaste a cabo para cuidarnos de lo que sentías injusto. Has luchado tanto y lo reconozco, pero ya nadie nos está atacando. Podemos redirigir nuestra energía para construir otra cosa, para proteger nuestro crecimiento, talentos y creatividad. Recuerda que te amo”. Habló por primera vez y lo escuché decir que sí. Mediante el método de visualización durante la meditación, “extendí” mi mano para tocarlo, y descubrí que la pared azul no era concreto, sino gelatina; un muro acuoso que vibraba con temor.

Más allá del resentimiento

De repente, se deshieló en una avalancha de agua. Me agarré del papasán, hiperventilando con pánico. ¡Cuánto tiempo había vivido en aquella muralla! El derrumbe fue impetuoso, sin ser violento; raudo y suave a la vez. Dejó salir tanta energía, que tuve que agarrar el teléfono y llorar acompañada. Le confesé a mi compañera de apoyo que más allá del resentimiento había un interminable lago de amor púrpura que esperaba expandirse a todas partes. Un afecto incondicional interrumpido, desconectado, resentido durante 90 días y más allá. El resentimiento es el amor que se quedó sin puente para llegar al otro lado.

Pintura en témpera 2012 por Samadhi Yaisha @Creative Nectar Studio
Pintura en témpera 2012 por Yaisha Vargas-Pérez

Crecí en una sociedad en la que a veces utilizamos el amor como un balón para ganar o perder, y usualmente “pierde” el más vulnerable. Pero ese día, tras ver lo que protegía el resentimiento, me cuestioné: ¿realmente “pierde” una si se queda con tanto amor por dentro?

Mi próximo paso era descifrar cómo canalizarlo hacia mis propias carencias afectivas. A días de un nuevo equinoccio de primavera, el proceso de sanación avanzaba como la mariposa que va convirtiendo su crisálida en alas para volar.

Visita el grupo de FB “90 días: una jornada para sanar”

3 Comments

Leave a Reply