Por Samadhi Yaisha/esta crónica fue publicada el domingo 4 de diciembre de 2011 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”
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Un ojo azul magnificado miraba dentro mi ojo, moviéndose en todas direcciones, examinando mi iris, estudiando el mapa de todos mis órganos que se revelaba entre los pliegues detrás de mi córnea. El iridólogo y consultor nutricional retiró la media esfera de cristal que había puesto frente a mi ojo y me miró alarmado: “¡Estás exhausta!”
Cuando le dije que mi dieta consistía de arroz integral, algunos granos, algas, vegetales alargados, manzanas y suplementos de hierbas, siguió preocupándose.
Hasta ese momento, yo había seguido una dieta macrobiótica libre del factor levadura (“yeast-free”) que me había sido recetada y a la cual había accedido. La había seguido con tanta rigidez que no podía entrar a un supermercado sin sentir pavor hacia la comida que tuviera azúcar o levadura. Eran enemigos todos los alimentos conservados o empaquetados, los almidones y vegetales almidonados, la mayoría de las frutas, las nueces y las viandas. Había escuchado sin cesar que supuestamente en todos ellos se prolifera Candida albicans, un hongo que, cuando se sale de su balance en el cuerpo, alegadamente causa un sinnúmero de enfermedades, incluso la depresión y ansiedad que yo combatía. Una vez identifiqué que aquella dieta se había convertido en un método de control, la descarté. Ahora sin ella, me sentía desnuda.
Pedí guía para conseguir un terapista holístico que estuviese consciente del factor levadura, y al día siguiente hallé a este consultor, quien había escrito un artículo sobre la candidiasis. Sin embargo, cuando le conté todo lo que había hecho para liberarme del microbio, se mostró consternado, sobre todo cuando le indiqué el consumo de la planta “golden seal” (un antibiótico natural). Según me explicó, ese suplemento desplomaba mis niveles de glucosa a tal punto que el cuerpo gritaba por tener gasolina para funcionar, de ahí surgía la ansiedad por atiborrarme de azúcar que aguantaba con angustia todas las tardes para “no caer en la tentación”.
Miraba en el espejo mi rostro pálido, el cuerpo flaco que alimentaba sólo la mitad del día por temor a engordar y con ello aumentar el “yeast” en mi cuerpo. Recordé que siete meses antes alguien me advirtió que, en el afán de desintoxicar mi cuerpo, se me estaba yendo la mano: “Te estás yendo hacia el otro lado”. Otra amiga me dijo que nunca me había visto tan delgada, mientras yo descartaba los comentarios y seguía mi dieta “yeast-free” con fe testarudamente ciega. Pero tras oír a este consultor, haber visto que la dieta que me había ayudado desintoxicar no había mejorado mi estado de ánimo, me sentía más frágil y expuesta emocionalmente, y había exacerbado el miedo a relacionarme con la comida, aquellas advertencias regresaron a mi cabeza. Yo había creído en la promesa de que cortar a rajatabla cualquier consumo de azúcar y todos aquellos alimentos prohibidos me curaría. Ahora me tocaba dejar ir esa idea.
Una semana de entregas
El tema de entregar y dejar ir se me repetió donde quiera que pisé durante la primera semana del año. En el Templo Unity en La Plaza se llevó a cabo “la ceremonia del cuenco ardiente”, la cual consistía en escribir en un papel lo que queríamos dejar ir, que según la facilitadora, podían ser “aquellas experiencias que manejamos con torpeza, cosas a las que todavía nos aferramos, nuestros miedos, ansiedades y juicios hacia nosotros mismos y hacia los demás”. Era una oportunidad para aliviar nuestra carga interior, descartar lo que habíamos acumulado en nosotros igual que almacenamos cosas materiales que ya no nos sirven para nada. “Casi todos podemos aceptar que hay momentos en los que nos convertimos en acaparadores mentales o emocionales y nos aferramos a las cosas hasta mucho tiempo después de que han cumplido su propósito en nuestras vidas… Escucha a tu corazón atentamente. ¿A qué te has estado aferrando y es momento de dejarlo ir?”
Nos entregaron una tirita de papel para escribir lo que queriamos soltar. Me las tuve que ingeniar para escribir con caligrafía microbiana, de manera que cupiera todo.
Solté aquellas creencias que congestionaban mis neuronas y se habían manifestado en mi vida como experiencias de dolor: que no me amaron lo suficiente, que los demás no escuchaban o no respetaban mis necesidades, o las sustituían por las suyas; el dolor de haber escuchado que sobrecargaba a los demás; la creencia de que no podía o no era suficiente para pertenecer a una comunidad amorosa; que no podía mantener un trabajo; que para ser amada por otros debía poner sus necesidades primero, ser sumisa, olvidar las necesidades y anhelos de mi corazón; que los demás me utilizaban para luego descartarme; que no merecía expresar mis emociones, no recibiría consuelo si expresaba dolor y recibiría burlas. En resumen: codependencia.
“Ahora permite que todas esas cosas sean perdonadas. Perdónate a ti y a los demás”, dijo la facilitadora.
Mientras caminaba hacia el cuenco ardiente –un enorme envase hecho de piedra y lleno con arena que ardía en brasas–, algunas lágrimas silentes me limpiaban el alma. El coro cantaba un glorioso “Aleluya” mientras los papelillos de todos los que participamos se deshacían en cenizas. Me alejé del cuenco sintiendo que había soltado el equipaje más pesado que había arrastrado desde Puerto Rico: un bagaje invisible de creencias sobre mí misma que parecían ramificarse de la profunda convicción de que sería rechazada sin importar cuánto intentara obtener el resultado contrario.
En los próximos días, recibí los regalos de varias meditaciones por correo electrónico, así como sesiones de discusión en grupos de apoyo que hablaban sobre “soltar y dejar ir”. Acuñé el ejercicio de que si, alguna vez regresaba algún sentimiento de coraje, podía hacer con él una bolita y entregárselo a un poder superior que pudiera sobrellevarlo, mientras seguía practicando pensar que “estoy dispuesta a perdonar”, mostrándole a la Vida mi corazón abierto.
Cuando abrí mi agenda para organizar mis próximos días, cayó al suelo un pequeño folleto de Unity que había adquirido en Puerto Rico, cuyo título era: “El perdón”.
Hablaba sobre cómo es posible ver más allá de los comportamientos destructivos y dolorosos de otras personas, mirar en su interior, y entender que sus miedos o falta de conciencia los habían llevado a actuar de cierta manera. Ello no significa que teníamos que aceptar su conducta o quedarnos en esa relación. “No es nuestra responsabilidad intentar cambiar a los demás. Es nuestra responsabilidad entregarlos a Dios”. Era muy fácil apuntar a los demás al leer ese pasaje. Pero estaba consciente que los demás podían apuntar hacia mí también.
Era un ejercicio de perdonar a otros y perdonarme. Perdonar que la dieta en la que tanto había creido no había funcionado para sanar como esperaba, y que mi relación con la comida pareció trastocarse aún más.
Justo antes de salir del consultorio del iridólogo, observé asombrada una imagen de la diosa hindú Prakriti, la madre naturaleza, que en el idioma Marathi también significa salud. Yo había encontrado la misma imagen en un templo santurcino antes de irme, y la había llevado conmigo en la maleta. Se lo dije al consultor. “Pues ella fue la que te trajo hasta aquí”, me sonrió. La saqué del equipaje y la colgué en mi cocina, encomendándome a ella todas las mañanas antes de cocinar, pidiéndole que me ayudara en esta nueva etapa de exploración, a sanar mi relación con la comida, conmigo misma y con la Vida.
La autora es un ser libre.