Por Samadhi Yaisha/crónica publicada el 18 de marzo de 2012 en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día”.
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“Pisaba la arena suavecita y cálida, sintiendo los granos colándose entre los dedos de mis pies. Me abrazaban el alivio y el asombro. Apenas ayer me jamaqueaba en el frío duro y nada amigable del centro estadounidense, y ahora, frente a mí se abría el hermoso océano asabanado que me había acogido durante 90 días de limpieza espiritual. Corría hacia el agua, levantando una polvareda tras de mí, pero el paso de arena parecía interminable: ¡Estoy en Ocean Park!”
Hasta que abrí los ojos, estremeciéndome bajo las gruesas sábanas y las capas de ropa de ejercicio que usaba como pijamas. A juzgar por el frío que me empequeñecía, la temperatura debía estar bajo cero. Y junto a mí, la ventana de guillotina con la cortina de persianas abiertas, que expandía mi perspectiva hacia el océano de nieve que cubría a Kansas City, el cual mi subconsciente -entre dormido y despierto- sin duda había relacionado con la arena blanca de aquel mar sanador de los primeros 90 días de mi viaje. Hundí mi cabeza de vuelta en la almohada. ¿¡Qué estoy haciendo entre toda esta nieve!?
Las tormentas invernales habían paralizado gran parte de la ciudad. Mi vida parecía seguir la pausa del invierno, pues pasaban las semanas y aún no tenía trabajo. Se debía, en parte, a que había decidido ser honesta en mis entrevistas: no prometía lo que no podía hacer, pues en el pasado me había costado trabajoholismo y codepenencia. Hasta el día en que, desesperada con el desempleo, le pedí un adelanto al periódico y regañé a Dios: “Chica, ¡no me digas que voy a tener que halarte la falda! ¡Estoy aquí y necesito trabajar, pero no a costa de mi recuperación!”
Al día siguiente, sonó el teléfono: era la entrevista que había estado esperando. Me preguntaron si tenía un medio de transporte. Con la guagua pública, y andando de zancadas en la nieve, me tardaría hasta 90 minutos en ir y 90 más en regresar del pequeño apartamento que había conseguido gracias a mi amiga Carnett. Me quejé de caminar en el hielo, hasta que vi a una persona intentando superar los obstáculos helados en una silla de ruedas. “Está bien, ¡ya no me quejo más!” Necesitaba entrar en el estado de conciencia de que aquel automóvil aparecería igual que lo había hecho la vivienda. En eso pensaba, cuando encontré, en el templo al que asistía, un curso titulado “Prosperidad y más: una nueva forma de vivir”, de Mary Morrisey. Cuál fue mi sorpresa cuando me topé con el tema del primer capítulo, que proponía dar antes de recibir. “Un pescaíto para sacarle el diezmo a uno. Me puedo ir, pero ya”, pensé. Sí me quedé a escuchar cómo ese principio había funcionado en la vida de Mary, incluso en una ocasión en la que sólo tenía tres dólares para alimentar a sus hijos y, con todo y el miedo, donó 30 centavos. Aunque parecía una contradicción, decidí intentarlo. De todas formas, no me iba a quedar mucho más pelá de lo que ya estaba. Doné el 10% de lo que quedaba en mi cuenta bancaria, con una resistencia refrenada parecida a la de Oda Mae (Whoopi Golberg) en “Ghost” cuando le entregó un cheque de cuatro millones de dólares a unas monjitas. Pedí que apareciera un carro. En esa semana, no obutve el vehículo, ni la confirmación final de un empleo, pero sí el ofrecimiento de transporte de parte de dos personas que no me conocían durante dos noches tajantemente frías en las que andaba a pie, cortando hielo con las botas.
Una de esas noches quise llegar a la segunda clase. La ciudad yacía entumecida tras un reventón de nieve, y yo zanqueaba entre el hielo para llegar a aquella clase, el único hilo de conciencia que me llevaría a dejar de pensar en escasez y a entender que sí podría echar hacia adelante. No había tenido ingreso esa semana, así no tendría nada que donar, pero al salir de mi casa, había encontrado un vellón en el suelo, el cual junté con tres o cuatro chavitos que había en mi cartera y mis bolsillos. “Si encuentro un chavito prieto más, tendré diez y podré donar un centavo”. Cuando pasé frente al ‘health food’ donde había conocido a Carnett, la cajera que me cedió su vivienda, encontré dos centavos en un charco de agua fría. Sonreí.
Pocos días después, me dieron fecha de trabajo en Unity Village. Empezaba ya, pero todavía no tenía carro. Un poeta de Kansas City, amigo de Carnett, se ofreció a ayudarme en la búsqueda, y también con el intricado papeleo del registro y el seguro. Unos días más tarde, apareció el carro, el cual pude adquirir gracias a un préstamo familiar que pagaría cuando vendiera mi apartamento en Santurce. Cuando le conté al dueño del auto mi historia y para qué lo necesitaba, me devolvió en efectivo $200 del precio de venta, confesándome que necesitaría cambiarle las gomas de atrás. Estaba tan agradecida con toda la ayuda recibida en esas dos semanas, que cuando me enteré sobre la necesidad de transporte de una misión puertorriqueña en Haití, les envié el 10% de lo que había costado mi auto. Abría mi mente a la posibilidad de que el cosmos quizás funciona de manera distinta a como lo había entendido hasta entonces.
Mi amigo poeta y yo llegamos a la oficina gubernamental para el registro de rigor. La temperatura bajaba de nuevo hasta los 8 grados F, pero la emoción de tener un vehículo que me permitiría ir a trabajar era suficiente alegría y calefacción. El despacho de gobierno era un microcosmos burocrático que tenía fachada de colecturía y olor a colilla refumada y aplastada. Me detuve en la entrada, absorta más allá de toda fascinación por un arbusto de amapola que, seco y confinado en un tiesto, había pujado una flor roja en medio de aquel invierno deshabitado. Pensé que era artificial, hasta que me incliné a sentir la tierra, sus raíces y deshice entre mis dedos una de sus hojas encaracoladas y arrugadas. ¡Esta planta es de verdad! Entonces admiré más la audacia de aquella flor de tersura roja y pistilo apuntado hacia el sol, por alzarse gloriosa en medio de su invierno que, además de meteorológico, era gubernamental.
¡Próximo! – gritó una funcionaria. No había nadie más en aquella oficina. El poeta, quien había seguido caminado hasta el mostrador, finalmente se dio cuenta de mi interludio y le dijo: “Espere a que supere el momento de la amapola. Ya mismo viene”.
“¿En qué ventanilla me toca?”, pregunté con la alegría que quería compartir. “La que sea, a mí realmente no me importa”, respondió la joven empleada, delgada y con aroma a cigarrillo. Parecía no darse cuenta de su hermoso rostro, disimulado tras muecas de apestamiento. Pensé: “¡Wow, el perfil de funcionario hastiado es igual en todas partes!” Podía escoger ofenderme y pasar a la próxima ventanilla, o quedarme allí y extenderle pensamientos comprensión. Le entregué el sobre con mis documentos: “Veo que tienen plantas naturales”, le dije. Se encogió de hombros: “Sí, son reales”, respondió con tono de “y qué más da”. La volví a mirar en todo su conjunto y entendí de inmediato que vivía dormida, estampando papeles como si fuera una máquina gris. Pero tratar de decirle algo para sacarla de su amargura era pisar la frontera de la codependencia que yo trataba de sanar en mí, así que simplemente le envié el pensamiento de que encontrara su luz, si así decidía hacerlo. La traté con amabilidad, sabiendo que tras su monotonía también había una amapola. Cuando terminó la transacción, su trato hacia mí fue radicalmente distinto y gentil, explicándome con calma para qué era cada papel.
Comprendí que su cortesía brotó cuando escogí ofrecerla yo primero, que obtuve un vehículo porque estuve dispuesta a dar primero y que encontré monedas en el suelo porque vibró en mí la intención de compartirlas… Igual que la planta en el tiesto, que esperando la primavera, decidió regalarle por anticipado una flor.
La autora es un ser libre.