Amar a la sombra que llevamos dentro
Por Yaisha Vargas-Pérez / Crónica publicada el domingo 20 de agosto de 2017 en el diario puertorriqueño El Nuevo Día.
https://www.elnuevodia.com/opinion/90-dias/amar-a-la-bestia/
Me pregunto qué hubiese pasado si Dios no hubiese botado del cielo al ángel Lucifer. Me pregunto si esa expulsión lo volvió poderoso y le permitió esparcir sufrimiento en el mundo. ¿Por qué fue creado diferente, separado y más hermoso que los demás? Cuestiono qué hubiese pasado si, en vez de desterrarlo, Dios le hubiese dicho: “Oye, Luci, pero es que tú eres igual que los demás y todos form amos un equipo de apoyo para la humanidad. No te aísles porque perteneces con nosotros…”.
En junio asistí a un retiro de “mindfulness” dirigido por el psicólogo Paul Fulton y el neurocientífico Mauricio Conejo. La práctica era igual a la meditación Vipassana que he aprendido desde 2011 de Robert Brumet y Jack Kornfield. Los periodos de silencio prolongados me han permitido tener introspecciones más profundas, así que me propuse mantener tanto silencio como pudiera. Durante uno de esos descansos, ocurrió lo siguiente:
Fui a meditar bajo la sombra de un árbol. Había tenido molestias en mi abdomen y varios retos emocionales en mis meditaciones, pero en ese momento de apertura y seguridad, oí que algo dijo dentro de mí: “Necesito hablar”. Le respondí: “Estoy aquí. Te estoy escuchando”.
Sentí dolor en mi barriga. Seguí respirando y me di cuenta de que tenía hambre. ¡Finalmente! Sentí alegría. Era una señal de hambre saludable. No me había pasado en mucho tiempo. Y de repente, lo vi con claridad. El desorden de alimentación que ahora está en remisión había tratado de protegerme de sentirme hambrienta física y emocionalmente. Estaba, de hecho, tratando de acabar con mi sufrimiento buscando satisfacción plena con la comida. Intentaba, una y otra vez, crear una experiencia de llenura o protección comiendo o dejando de comer.
Eso había evitado que yo sintiera el hambre avasalladora de la orfandad y de otras vivencias traumáticas. No había podido sentir esas experiencias antes porque implicaba que iba a morir, así que el desorden de alimentación “me había salvado”. Había entendido esto antes en mi cabeza, pero ahora lo comprendía con mi cuerpo. Era un proceso viviente que me brindaba libertad.
Durante los días siguientes al retiro, cuando me sentaba a la mesa, observé que la impulsividad de comer se había atenuado o ya no estaba. Había una paz nueva en mi relación con mi sistema digestivo. En mis meditaciones, vi que lo que antes parecía una bestia se había reducido al tamaño de una mascota; una criatura que me miraba con ojos de terror y desamparo. Le envié pensamientos de calma: “Está todo bien. Estamos bien”. Hubo lágrimas de alegría y asombro, porque jamás había visto que el desorden de alimentación tuviera una frontera. Años antes, tuve que ponerle un límite fuerte a través de procesos de recuperación porque estaba matando cada aspecto de mi vida. Al principio, yo trataba de estrangular al monstruo en mi interior antes de que acabara conmigo. He estado en recuperación desde 2009 y en remisión desde 2013, pero el problema comenzó mucho antes. Dejaba de comer porque quería ser perfecta y porque varias vivencias me llevaron a internalizar que alimentarme era doloroso. Y en mi adolescencia, cuando mi mamá se desvanecía por el cáncer, comencé a buscar consuelo en la comida sin saber que estaba haciendo una sustitución: ella desaparecía y la comida tomaba su lugar.
¿Qué había sido diferente en este retiro? La secuencia de las instrucciones para la meditación de comer. En los anteriores, trataba de seguir las sugerencias sobre dónde fijar mi atención al comer: en la mandíbula, el sabor o textura de los alimentos. Luego practicaba en mi casa, pero era difícil comer a solas con la bestia, así que, mientras comía, leía sobre recuperación o escuchaba grabaciones de maestros budistas. A veces, el monstruo rugía fuerte, y yo dejaba salir las lágrimas o el coraje escribiendo en mi diario o llamando a alguna compañera de apoyo. Poco a poco, el dolor se fue transformando.
Pero, en aquel retiro, Fulton enfatizó que comer es un proceso complejo, y nos instruyó: “La meditación de comer empieza cuando se levanten del cojín para ir a la mesa…” y termina al llevar el plato vacío a la bandeja. Sugirió que no dividiéramos la atención, que no preparáramos el próximo bocado con la cuchara mientras todavía masticábamos el anterior.
Esta secuencia me dio un ancla más fuerte. El propósito de no dividir la atención y tener una secuencia era lograr que la mente no escapara del presente, el único momento en el que se puede disolver el sufrimiento. Si ponía mi atención solamente en un ancla —por ejemplo, masticar—, cuando me tocara tragar, la mente se escapaba. Pero si tenía una secuencia y la mente debía ir de un ancla a la próxima —ahora masticar, ahora tragar, ahora tomar la cuchara—, tenía menos oportunidad de fugarse.
Quizás ya no tuvo a dónde huir, y como la escuché con amabilidad —sin llevar un rifle en las manos— la bestia que vivía en mí finalmente mostró su verdad vulnerable: no era un depredador despiadado.
El monstruo apareció para protegerme de sentir mis duelos. Algo en mí se desconectaba de su humanidad. La meditación y los grupos de recuperación me integraron a un círculo humano cálido, compasivo y estructurado que descongeló mis duelos. Comprendí que yo era igual que los demás y pertenecía en la especie humana.
Me pregunto si, cuando Jesús bajó al infierno, llevaba como arma el agua fresca de la compasión para apaciguar a las almas que ardían de dolor y rencor. ¿Sería eso lo que quiso decir al enseñar: “Amen a sus enemigos”? ¿Se habrá referido también a nuestra “peor enemiga”, la sombra que llevamos dentro?
En Facebook, 90 días: Una jornada para sanar
