Por Samadhi Yaisha/crónica publicada en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día” el 23 de octubre de 2011.
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“Seguir al corazón o las enseñanzas de un maestro espiritual no significa dejar colgado al cerebro ni sufrir el síndrome de alfombra: ser humilde no es sinónimo de ponerse una misma en situaciones humillantes”.
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Parada frente al mostrador de una compañía de alquiler de vehículos, la dependienta me miraba levantando las cejas casi por encima de su peinado. Acababa de decirle que, a falta de transporte público, rentaría un carro económico por varias semanas sin el seguro, porque me era imposible pagarlo. –No se preocupe– le dije. –Lo aseguraré con oraciones de protección.– Y tomé las llaves.
Mientras ella seguía abriendo los ojos, me advertía la cantinela de lo que debía pagar si le ocurría algo a la unidad.
Ese día oré sin tregua. Había llegado a Kansas City la noche anterior y no tenía morada. Le pregunté a la empleada dónde podía comprar un aparato GPS (Sistema de Posicionamiento Global) y me dijo dónde encontrar la tienda. Armada de “Google Maps” y del aparatito al que bauticé como “GyPSy Love”, recorrí la ciudad de abajo a arriba sin encontrar posada. En la mañana fue unaaventura, pero en la tarde, el estrés me comprimía el pecho: ¿dónde voy a dormir? El frío apretaba, el cielo gris y compacto anunciaba una nevada. La ironía -o bendición- era la fecha: 24 de diciembre. “Entendí a María. ¿Dónde naceré?”, escribí en mi diario sentada en un café con señal inalámbrica, mientras liberaba tensión con lágrimas y tecleaba con testarudez alguna otra posibilidad. Recordé algunos de los “inns” económicos que había visto en el trayecto la noche anterior, cuando un taxista somalí me recogió en el aeropuerto.

Finalmente, encontré refugio en un hotel de paso en Parvin Road; una habitación sencilla decorada en tonos marrón viejo.
¿Qué buscaba en Kansas City con tanta impaciencia? A Unity, una comunidad espiritual que nació en el siglo 19 y que hoy es una de las tres ramas de lo que se conoce como “nuevo pensamiento”: fuente de innumerables autores clásicos y modernos de auto-ayuda, una fusión de espiritualidad oriental y occidental, hogar del poeta James Dillet-Freeman (quien envió un poema a la Luna), y una interpretación sagaz de Jesús como un guía, no como el único ser divino en la Tierra.
El regalo de Navidad
Lo más difícil de esta etapa del viaje era explicarle a mi familia por qué había escogido aquella Navidad fría, lejana y solitaria.
El 25 fue el día en que mi papá se enteró de los detalles de cómo había perdido mi trabajo en Puerto Rico y la dolorísima decepción espiritual que allí había tolerado: un catalítico para mi búsqueda. Mi papá se quedó callado en los labios, pero no en el corazón, y yo sentía que podía exprimir la tensión con las manos. Busqué suavizar cualquier exabrupto o dolor enumerando las cosas buenas que sí había vivido en aquella comunidad espiritual puertorriqueña…
–Sí, pero espérate– me interrumpió. –Nada de eso justifica el trato que recibiste en las últimas semanas…¡y te voy a decir más!– Me trinqué igualita que cuando era pequeña y me iban a inyectar una vacuna. –Nunca vuelvas a permitir que nadie controle tu mente y robe tu energía. ¡Jamás! ¡No lo permitas, ni siquiera de mí!–
Sus palabras sólidas sembraban en mí una roca de voluntad y me zarandeaban para que despertara.
¿Controlada mi mente?
Abracé mis rodillas, cuestionándome en qué me había dejado controlar. Mi primera reacción fue de negación, pero no tardé mucho en mirar alrededor y ver la ropa holgada de blanquísimo algodón en la percha, la comida en la alacena improvisada, restringida al mínimo a través de un plan de alimentación que aún guardaba, ajado y con manchas moradas por la tinta corrida. Y así, sucesivamente, qué música escuchar y cantar, qué películas ver, a qué lugares ir, qué cosas decir … qué cosas pensar… tener opiniones subyugadas…Y la frustración de que, por más que intentaba seguir las reglas con puntos y comas, siempre recibía alguna observación. Nunca era suficiente.
Sentí náuseas. El estómago retorcido me empujó al desaire de deshacerme de aquel plan de dieta. De inmediato, sentí mis vísceras liberarse de una personalidad que no era mía y cortar los hilos que alguien más amarró en mi panza con mi permiso, consentimiento, invitación… y ayuda.
Cuando mi vida y profesión anterior dejaron de funcionar, había rendido todo, hasta mi voluntad, ante personas que aparentaban poder ayudarme a enderezarla. Pero, en el afán de ser humilde para no resistir los cambios que estimaba necesarios, me volví codependiente, que no es lo mismo.
Una vida nueva

Y mi regalo Navidad fue despertar, darme cuenta de que yo solita me había puesto en aquella situación. Fue un gran obsequio escuchar la valentía de mi papá alentando mi libre albedrío y pensamiento, recordándome que seguir al corazón o las enseñanzas de un maestro espiritual no significa dejar colgado al cerebro ni sufrir el síndrome de alfombra: ser humilde y crecer espiritualmente no es sinónimo de ponerse una misma en situaciones humillantes, ni siquiera a cambio de trabajo, aceptación o amor.
La existencia, además, me ofrecía el presente de un canvas en blanco: la oportunidad de pintar la vida que quisiera sin vestirme de pretensiones, sin tener que cumplir expectativas ajenas. Era un regalo de libertad y de humildad, porque comenzaba en un lugar simple. Aquella habitación marrón era mi pesebre y fue el lugar que escogí para recibir el regalo más importante: abrir mi corazón a una relación de tú a tú con una gurú infalible: mi Diosa personal, quien me grita en susurros vestida de intuición, insistente, aunque se tope con mi arrogancia de no escucharla o de hacerle caso a alguien más; la Divinidad que busca expresarse en mí, igual que ansía hacerlo a través de todos los seres vivos.
Y mientras sonaba en la radio una versión rock de “Aleluya” de Leonard Cohen -la tonada agridulce como mi despertar- supe que el coraje más sentido por aquella situación era hacia mí misma, por ese hábito aprendido de alternar sumisión y rebeldía, porque entregué un corazón inocente sin otorgarle la protección que merecía, y eso me tocaba a mí. Y quizás porque era Navidad, pedí -otra vez- aprender a perdonar y a perdonarme sin dejar resquemores sueltos, aunque no supiera cómo.
La autora es un ser libre.