Por Samadhi Yaisha/crónica publicada en el diario puertorriqueño “El Nuevo Día” el domingo 18 de diciembre de 2011.
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A Peter y Armando
Aguardaba en una fila para pagar cuando escuché a alguien detrás de mí: “¡Tienes un pelo precioso!” El pelo que negué durante años, ahora me abría puertas donde quiera que iba.
Me giré a mirar quién había hecho el comentario de mi cabello rizo, oscuro y caribeño: una mujer estadounidense de pelo lacio y rubio. Me quité el gorro de invierno y le respondí “Si supieras que me lo alisé casi toda la vida”. Levantó las cejas, incrédula: “¡Nooo!” Ella había anhelado una melena riza. “Siempre queremos lo que no podemos tener. ¿Por qué te lo alisabas?” La respuesta me abochornaba, pero era la verdad: “Porque en mi país todavía quedan prejuicios contra el cabello ondulado, rizo, ‘kinki’, duro o, como le dicen, ‘malo’”. Y porque, cuando las hormonas mozas comenzaron a ondear curvas en mi cadera y mi cabellera, recibí el mensaje -acomplejado, pero vehemente- de que los tirabuzones no me quedaban bien, que yo no entendía que mi pelo realmente era lacio, sólo tenía que peinarlo mejor. Pero el ‘blower’ lo esponjaba más. Recibí refuerzos positivos cuando aniquilé la onda bajo el azote químico de una peinilla y una crema con olor a derivado de farmacéutica perfumado.
Interesada en conocer a una extranjera en esa pequeña ciudad, aquella señora me interrogó hasta que ya no quise responderle, porque implicaba revelar una situación de economía y vivienda que me avergonzaba. Residí en un hotel económico mientras conseguía casa y trabajo. ‘Yooo’ -decía mi ego- que en el pasado había tenido el apartamento que quería, el carro que anhelé por años y logros profesionales, ahora parecía flotar indecisa, comenzaba desde abajo.
Regresé a mi habitación a esperar respuestas al aguacero de resumés que repartía por la ciudad cuando recibí un enlace con las noticias más impactantes del año que se había acabado. Rememoraba emocionada el día en que Ricky Martin se paró encima del miedo y abrazó su libertad: “Pero miedo a mi naturaleza, a mi verdad? NO MÁS!”
El pelo ‘malo’, ser pobre o ser gay. Eran tres vertientes del mismo prejuicio: un ‘pecado’ en la mente humana por Dios no haber enviado a una persona siendo varón o mujer heterosexual, blanco, adinerado, de pelo lacio, del país que habita, de un partido político, de constitución atractiva y de la religión correcta. Como si quien no cumpliera con esas condiciones valiera menos, le faltara algo, mereciera menos amor o aceptación o estuviera más lejos de Dios.
Cuatro años antes aún me alisaba el pelo, y lo había disfrazado en un “flip” de rayos rojos y rubios, cuando conocí a una pareja gay que se mudó frente a mi puerta en un condominio santurcino.
Confieso que al principio -y quizás ellos se enteren al leer estas líneas- me chocaba verlos saludarse con un beso en los labios cuando uno de ellos llegaba de trabajar. Me sorprendí de mí misma. Yo, que presumía de ser taaan liberal, la pluma era una flecha de tinta en defensa de las minorías, incluidos los derechos de las parejas del mismo sexo, me sentía incómoda con aquel gesto de amor. La cotidianidad de mis vecinos -que llevaban diez años juntos- me desafiaba a creer en lo que yo misma había defendido rematando el teclado desde una redacción.
Durante los próximos dos años, se convirtieron en confidentes solidarios y tíos de mis nuevos gatichurris. El día en que se mudaron, Romeo se quedó maullando frente a su puerta. A través de ellos conocí a otros, marginados a salir, trabajar y vivir protegidos por la noche por no ser “lo que se supone”.
Y, si algo me enseñaron, es que el amor quiebra cualquier prejuicio.
Cuando salí del clóset espiritual y dejé salir mis hebras onduladas, fueron de los primeros en enterarse. Recibí aceptación, ánimos y esperanza.
¿Por qué me identificaba tanto con su comunidad siendo heterosexual? Cursaba el séptimo grado en un colegio católico de monjas cuando decidí un día que no toleraría la broma pesada de un compañero de clases. En represalia, comenzó a regar el rumor de que yo era lesbiana; lo peor que podían decir de una chica en aquella escuela. Encima de lo que ya aguantaba escuchar por ser estofona, comencé a oír a mi alrededor que mejor era ser mujer de la calle que ser ‘pata’. No había lugar dónde dar la queja; aquel estudiante sólo repetía el prejuicio que había escuchado de las autoridades escolares. Una de sus bromas llegó hasta la puerta de mi casa. Resistí acoso durante más de un semestre en el que quise morir.
Pasé la primera mitad de mi vida aprendiendo prejuicios que también repetí hacia mí y hacia otros. Me he ido despojando, pero a veces todavía saltan de mi cabeza. Sueño con el día en que no me quede un solo pelo de prejuicios.
Pocas veces decidí que aceptaría mi cabello como fuera, pero cuando la raíz se asomaba en toda su grandeza, me aterraba no saber manejarla y le volvía a pasar la peinilla mendaz. Una vez estuve más conectada con la vida meditativa, me harté de pagar para complacer los complejos ajenos; que los prejuicios son esclavitudes con las que alguien más mantiene poder o dinero. No toleré más enrojecer mi cuero cabelludo bajo la ira dictatorial del ‘blower’. Decidí que amaría a mi cabello, aunque fuera rasta ‘kinki’ y solamente pudiera manejarlo con ‘dread locks’. Durante un año lo dejé crecer temiendo ‘lo peor’ y el único peinado posible fue un moño. ‘No me importa que no se moje cuando me meta al agua. ¡Lo voy a amar, no importa cómo venga!’, me decía a mí misma.
El día que recortaron la parte estirada y reseca crucé una frontera en mí. Veía caer los mechones muertos exhalando incertidumbre. Cuando corrí al espejo, me topé con una persona nueva. Mis ojos y el contorno de mi rostro se veían diferentes. Cuando toqué mis rizos, se me aguaron los ojos: había negado durante 18 años el pelo de mi abuela materna, que en paz descanse. “¡Tengo el pelo de mi abuela!”, divulgué por Facebook, saliendo del clóset racial. Cambié la secadora –cámara de tortura voluntaria– por una botella de acondicionador de rizos. Adiós a las cuentas del ‘beauty’.
Me sentí tan redimida y el cabello creció tan hermoso que decidí repetir el experimento: entregarme a la aventura de dejar salir el pelo rizo en los demás aspectos de mi vida. Eso fue lo que pedí en mi cumpleaños. Y al igual que con la melena, me ha estremecido la incertidumbre y me han sorprendido los milagros. Acciones como la de Ricky y otros valientes más anónimos me han animado a seguir conociendo y desvelando quién soy.
No imagino qué pasaría si a alguien se le ocurre legislar para prohibir los tirabuzones, igual que antes los artistas negros entraban por la parte lateral de un teatro. Qué absurdo sería. ¿Y que tal si el pecado es el prejuicio? ¿Y qué tal si pecado es decirle a alguien que se va a condenar en el infierno por ser gay, una forma de malpractice espiritual?… Y qué tal si Dios no es racista ni homofóbico.
La autora es un ser libre.
Estas son conductas aprendidas de la sociedad y la familia. Es deber nuestro romper ese eslabon que interrumpe la cadena para no sufrir el mismo trauma.
Gracia, Vicente, por pasar a leer y comentar. Aprecio tu apoyo como lector. 🙂